Subidos en un avión de dos hélices, apadrinados por un frío de perros, abandonamos la pista del aeropuerto JFK con rumbo a la ciudad de Syracuse. El armatoste de 14 pasajeros, un piloto y una azafata, sobrevoló esa vista sobrecogedora de Manhattan de noche, antes de apuntar la proa hacia el norte del estado, cerca del lago Ontario y de la frontera con Canadá. El frío de perros que anticipaba la llegada de Santa Clos en Manhattan, no era tan de perros al compararlo con el que nos esperaba en Syracuse. Un taxi, esquivando magistralmente los obstáculos de hielo que complicaban la carretera, nos condujo hasta el Grand Hotel Syracuse, mientras yo trataba de articular algunas ideas, más tiritadas que habladas, en el micrófono con el que fabricaba un programa especial de radio para la estación Radioactivo 98.5. Esa primera noche en Syracuse, se fue tratando de contactar con el manager del rey del blues, con la taquilla del teatro en donde tocaría el rey y con una cena de domingo que consistía en un plato de chicken fingers, una sopa de cebolla ardiente y algunos tragos de Jack Daniel's que funcionaban en varios niveles: quitaban el frío, nos reconciliaban con la vida y además ponían la voz rasposa, más cercana al gran B.B. King, con quien iba a entrevistarme la noche siguiente.
Ya desde ahí se notaba que los deportes son ilusión y motor de aquel pueblo tan al norte, el restaurante estaba delicado a las glorias del futbol americano y a ese son, al de los locutores coreando un touch down o una atrapada prodigiosa, tuvimos que acabar con esa cena.
En la mañana se desayunó temprano, porque era lunes y en Syracuse todo mundo madruga, así que a las nueve no había más actividad que patear el pueblo hasta las ocho de la noche, hora en que nos recibiría el rey. Batallando contra los diez grados bajo cero que eran, sin duda, los dueños de la calle, visitamos esa población que parece extraída de una novela de Stephen King el prolífico. Mayoría de ancianos, sobrepoblación de ese tipo de locos que gritan consignas o ideas sueltas a todo pulmón y en solitario por la calle, y además, un número alarmante de personas con alguna rareza física, o para decirlo con toda honestidad, visiblemente tullidos. Visitamos una cafetería, un bar, una tienda de desechos del ejército y un centro comercial, todo con esa sensación de andar representando un personaje en las páginas de un best seller. Más tarde descubriríamos, en otro centro comercial, que la gente en aquella capital del frío, corre y hace aerobics por los pasillos, encima del mármol, junto a las tiendas, buscando ejercitarse protegidos por la calefacción del mall. Así que comprar algo, abandonar la tienda y ser arrollado por una señora madura de pants que va resoplando en la etapa de sprint frente a la Levi's Store, no es ninguna rareza.
Como la visita no daba para tanto, hubo que refugiarse en el Grand Hotel Syracuse y disfrutar de los pequeños placeres del viajero cómodo. Bañarse en tina frente a un ventanal que contenía la ciudad cubierta de hielo, con la estación del radio Jazz 88 de fondo, una novela de John Le Carre en una mano y un vaso de ginebra Beefeter en la otra. A las 8 de la noche en punto estábamos en la puerta del teatro Landmark, esperando a que llegara la persona que nos conduciría hasta el camerino de Mr. King. La espera duró 20 minutos que fueron tan largos como varias horas, si tomamos en cuenta que nos encontrábamos a la intemperie con un frío que había ganado más consistencia y que ya no era de perros, sino del carajo.
Un camión enorme con el logotipo del rey del blues se estacionó por fin en el lugar que le habían asignado. Un grupo de negros de película, tan anchos como la parrilla del camión, cubiertos con abrigos blancos y sombreros de leopardo calados hasta las cejas, armaron un remolino que impedía la salida de los músicos. El manager de Mr. King salió a imponer el orden y nos hizo una señal para que abordáramos. Cuando estábamos poniendo un pie en el estribo, se adelantó un guardaespaldas que anunciaba que un senador quería saludar primero a BB. Atrás, tan adusto como un senador, estaba el senador republicano esperando la respuesta. Un minuto después salió el manager y dijo que Mr. King no quería saludar a ningún senador y que primero recibiría a la gente de México, que había viajado hasta allá para entrevistarlo. Subimos al camión resistiendo las miradas hostiles del senador y las amigables de los negros de película que celebraban, junto con nosotros, esa cachetada con guante de blues a aquel representante del imperio.
El manager nos condujo hasta el final del camión, en donde descansaba el señor King. Siéntense, dijo, y ofreció la opción de una Diet Coke o de un plátano, extraído de una penca que reposaba en su escritorio. Me dijo, señalando un morral que traía colgado, que ahí cargaba por todo el mundo sus casetes de blues, que oía siempre que no tocaba o que no conversaba con alguien. Dijo que estaba contento de su próximo concierto en México, que por eso nos concedía esa entrevista y entonces se dispuso a contestar las preguntas, que publicaremos en este mismo espacio el sábado próximo, con una cortesía y una grandeza que me hicieron confirmar que estábamos, efectivamente, frente al rey.