Luis González Souza
Cinismo sin reforma
Aparte de engañados... regañados. Aparte de que el grupo gobernante incumplió su compromiso de promover una ``reforma electoral definitiva''; una que simplemente garantizara elecciones limpias y equitativas, ahora ese mismo grupo se apresta a regañar a los demás --partidos de oposición y ciudadanía-- por mil cosas: por ``desacreditar la política'', por no valorar una reforma casi epopéyica, en fin, por hacer de la política ``sinónimo de barbarie o cinismo''. Todo ello, por la voz del secretario de Gobernación, en su discurso conmemorativo ni más ni menos que de la Revolución Mexicana, el pasado 20 de noviembre.
O las palabras de plano han perdido todo significado, o el cinismo se ha convertido en la divisa de los políticos modernos. Ahora sí que ni burla perdonan. Pero la sociedad mexicana ya no está para seguir siendo burlada ni tan fácil ni tan impunemente como antes.
Sea por lo duro y largo de la crisis, sea porque hemos aprendido que en este país nada cambia si la gente permanece callada, o bien por pura dignidad, lo cierto es que el ya famoso despertar de la sociedad civil, también en México, llegó para quedarse. Y es esto lo que se olvida en muchos debates sobre la reforma electoral.
El meollo no es si la última reforma arrojó 10 o 20 por ciento de avances, 15 o 25 por ciento de retrocesos, 30 o 40 por ciento de estancamientos. Tampoco es, si su saldo es o no algo mejor que las reformas previas. No. El asunto de fondo, según lo entendemos, va por otro lado: ¿responde o no esta reforma al tamaño de la sed de participación que hoy tiene la sociedad mexicana?, ¿responde o no a las expectativas creadas? y, por supuesto, ¿responde o no al desarrollo democrático que hoy requiere México a fin de mantenerse como una nación unida, más o menos próspera, y soberana?
Desatada la fiebre del cinismo cupular, es lógico que los apologistas de la última reforma no se preocupen por ese tipo de interrogantes. Y si llegan a hacerlo, sólo es para volver a los regaños y a las pontificaciones.
Como se sabe, la renuncia del PRI a limitar el multimillonario gasto público para campañas y partidos, fue la gota que derramó el consenso. Fue eso lo que trabó la reforma y sirvió, de paso, para cancelar otros acuerdos significativos. Y, sin embargo, por malabares del cinismo cupular, ahora resulta que el financiamiento electoral es algo así como el moderno salvavidas de la nación.
En el citado discurso del secretario de Gobernación, tal financiamiento es vinculado con todos y cada uno de los valores más preciados. Equivale a ``invertir en la democracia'' (¿Vamos hacia una democracia tan mercantilizada como la estadunidense?). Y puesto que ``la armonización... entre democracia y justicia social fue la obra maestra del programa de la Revolución'', también equivale a ``invertir en la justicia''. (¿No sería mejor invertir directamente en más escuelas, hospitales y casas para los pobres?)
Vaya, ahora resulta que gastar bien y bonito en el aparato electoral también es, faltaba más, ``invertir en la soberanía nacional''. ¿Cómo, por qué? La respuesta incluye una serie de calamidades, dizque todavía inexistentes: ``porque un financiamiento público, suficiente y claro... cancela la posibilidad de intervenciones extranjeras y embozadas, de flujos de dinero ilegales y corruptores, de posible supeditación de la acción política de los partidos a intereses oligárquicos...'' ¿En verdad nada de esto ocurre ya en nuestro país? ¿Estamos hablando del mismo país?
A nuestro modesto entender, la soberanía de un país se garantiza no con discursos, sino con una sociedad consciente y participativa. Sólo una sociedad tal puede inhibir las intervenciones extranjeras, lo mismo que vigilar los flujos de dinero, así como el control oligárquico de los partidos.
Pero aquí está acaso la falla mayor de la reforma que quiso ser definitiva: en vez de abrir cauces a la participación de la sociedad, los cierra. En vez de promover la organización de aquélla, continúa desorganizándola. Y en vez de siquiera alentar el desarrollo de su conciencia política, la somete a nuevas dosis de cinismo discursivo y, de paso, la regaña. ¿Es así como queremos transitar a la democracia? ¿De qué democracia, pues, andamos hablando?
Por lo pronto el cinismo cupular nos volvió a dejar sin la reforma electoral requerida. ¿Será reformable ese cinismo?