Guillermo Almeyra
El Papa y Cuba versus Miami
La Iglesia católica cubana, a diferencia de la mayor parte de las otras de América Latina, nunca fue muy popular. Muchos en las clases altas eran masones (o protestantes) y entre los sectores pobres predominaba la santería (los ritos sincréticos de origen africano) o, en la pequeña clase obrera, el anticlericalismo anarquista. La jerarquía católica, estrechamente ligada a los corruptos y serviles gobiernos oligárquicos o a las dictaduras, siempre ha hecho muy poco en pro de su imagen. Después de la revolución, con una buen cantidad de jerarcas emigrados en el exterior y otros simpatizantes de los grupos de Miami, la Iglesia católica se debilitó aún más porque la mayoría de sus fieles (pertenecientes a las clases más acomodadas y a los sectores más conservadores) pasaron a residir en Florida, y no en la isla. Este factor, que diferencia mucho a Cuba de la Nicaragua sandinista, es favorable al gobierno cubano en su complicado juego con el Vaticano.
Cuba, en efecto, espera dar un golpe a la oposición dura en Miami e influir sobre la propia jerarquía católica local, sobre los fieles de la isla, sobre los católicos más conservadores de Estados Unidos (los más progresistas son ya procubanos) y sobre la comunidad católica internacional (muy importante como donante de ayuda), así como también a escala diplomática mundial, asestándole un importante revés a la Ley Helms-Burton. La cordialidad de la reunión entre Fidel Castro y Karol Wojtyla, a quien nadie puede acusar de criptocomunista, desmonta sin duda a muchos opositores que movilizaban contra Cuba a las cohortes celestiales y deja a los dirigentes del Departamento de Estado y a sus protegidos de Miami, literalmente, como más papistas que el Papa.
Es cierto que, para lograr todas estas ventajas, el gobierno de Cuba deberá asimilar próximamente una gigantesca manifestación en La Habana cuando llegue el Papa, pues muchos irán a verlo por curiosidad, otros en protesta y otro tanto, por último, para imponer una apertura, pero siempre queda el recurso de volcar en esa masa también a los partidarios del régimen, organizados y con sus escritos y banderas, convirtiendo el recibimiento popular en otra manifestación más de patriotismo antimperialista cubano.
El Vaticano, por su parte, quiere cerrar el paso a la asimilación de Cuba por Estados Unidos, a su reducción posible al estado de Puerto Rico, pues eso disminuiría la importancia del catolicismo en América Latina. Quiere, igualmente, impedir la solución neoliberal salvaje que desean los gángsters de Miami y el poder de Washington y abrir el camino a una transición negociada con el gobierno castrista en la que la Iglesia actúe en cierto modo como procurador de la oposición semilegal y defensora de los derechos humanos y civiles (como hizo en Chile). Sabe también que un baño de multitud del Papa en La Habana favorecerá en todas partes a corto plazo a la Iglesia católica, que está perdiendo posiciones en América Latina frente al hedonismo de las clases dominantes y a la penetración de las sectas protestantes y del laicismo entre las dominadas, y le dará, a mediano plazo, un poder que jamás ha tenido en Cuba misma.
Castro y Wojtyla tienen en común el rechazo de la ley Helms-Burton, de la hegemonía estadunidense, del neoliberalismo. Sus motivaciones difieren profundamente, al igual que sus objetivos, pero el realismo político les hace ``golpear juntos, pero marchar separados'' como preconizaba Lenin en las alianzas momentáneas con los adversarios de sus enemigos. El neoliberalismo se opone, en el fondo, a los dos humanismos que fundaron nuestra cultura, el cristiano y el socialista, y ataca las raíces mismas de la visión internacional, laica o eclesiástica (Iglesia quiere decir comunidad internacional de los fieles) así como de la solidaridad y de la igualdad, tanto en este mundo, como en el reino de los cielos prometido. La hegemonía cultural y moral a la que aspira la Iglesia, incluso para frenar los impulsos revolucionarios de los oprimidos, es cuestionada por la ideología fundamentalista del libre mercado y amenazada por la forma en que ésta atiza la lucha de clases a escala mundial. Por la parte cubana, Fidel Castro dice, como el hugonote Enrique de Navarra, ``París bien vale una misa'', sobre todo si la visita papal encarrila hacia la conciliación negociada con el gobierno a una Iglesia local que pensaba en la hora de Miami y que ahora deberá cambiar sus relojes mentales, disciplinadamente, para ponerlos en la hora vaticana...