Se puso de moda el consenso como fórmula para adoptar decisiones políticas, lo que no me parece del todo mal. Pero se ha llegado al exceso de mitificarlo como un componente insustituible de la democracia y declarar ilegítima toda decisión que no esté avalada por un consenso explícito. Hay distorsión de los conceptos y adulteración del sistema constitucional establecido.
En cualquier sistema de gobierno, siempre que interviene una pluralidad de voluntades en la toma de decisiones, jamás se exige la unanimidad obligatoria sino la mayoría. Como modalidades de esta última suelen aplicarse la mayoría absoluta (la mitad más uno de los miembros del órgano colegiado, estén o no presentes), la mayoría simple (la mitad más uno de los presentes) y la calificada (proporción predeterminada en las normas de procedimiento y que generalmente es de dos tercios de los individuos presentes). La unanimidad con carácter obligatorio equivaldría a trasladar el poder de decisión a un solo individuo, toda vez que su sola negativa bastaría para romper la unanimidad e impedir que la voluntad coincidente de todos los demás surtiera efectos.
El consenso tiene una connotación distinta a la unanimidad. El ámbito donde emergió como práctica fue el de los organismos internacionales. Algunas propuestas que, por su naturaleza, perderían su eficacia si uno solo de los países representados no otorgase su anuencia, requieren de la no oposición al acuerdo y a los términos convenidos para su ejecución. Es bien sabido que numerosas convenciones internacionales, después de arduas negociaciones, obtienen esa forma de consenso (la no oposición) en lo que respecta a su contexto general, pero que algunos de los signantes establecen reservas explícitas en lo concerniente a aspectos particulares. Tales reservas se expresan en cualesquiera de dos fases: la de suscripción o la de ratificación del instrumento.
En flagrante quebrantamiento del principio de igualdad jurídica de los Estados, en el Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas se agregó al sistema de votación tradicional la prerrogativa del veto. Basta que uno de los miembros permanentes del Consejo lo interponga, para que aun el consenso de todos los demás participantes quede sin efecto.
Traigo a colación estos conocimientos elementales, porque las modas políticas que han prevalecido de unos meses para acá nos estaban acercando peligrosamente no sólo a entronizar el mito de los consensos (por encima de las facultades constitucionales del Congreso de la Unión, como lo expuse en un artículo publicado hace tres semanas), sino a implantar en vías de hecho la prerrogativa del veto en favor de los dirigentes nacionales de los partidos políticos.
El griterío y el desgarramiento de vestiduras que se produjeron a propósito de la aprobación por mayoría, de los ordenamientos secundarios que regirán el proceso electoral de 1997, no son sino reflejo de la confusión generada por la desmesurada promoción que hicieron a la moda de los consensos, los agentes de relaciones públicas del sistema. No se tuvo el cuidado de precisar previamente sus alcances y limitaciones como método para adoptar acuerdos políticos, ni los procedimientos sucedáneos por los que podría optarse, ni la declaración explícita de que la falta de anuencia sobre aspectos particulares no tendría los efectos de un veto de afectos absolutos sobre el contexto total de la reforma.
Los resultados saltan a la vista. Los dirigentes del PAN, el PRD y el PT no estuvieron de acuerdo con los montos del financiamiento público que el PRI proponía y pretendieron que su no conformidad tuviese los efectos de un veto que impidiera la aplicación de los procedimientos legislativos ordinarios en el Congreso de la Unión e invalidara el derecho de los diputados del PRI para aprobar por mayoría seis ordenamientos sobre la materia electoral, concordantes con las reformas constitucionales previas.
Otra de las consecuencias de estas modas políticas y su mitificación, ha sido la santa indignación con que algunos comentaristas políticos hoy repudian a una reforma que estaban dispuestos a venerar como virgen inmaculada, de no haberse prostituido por el pecado imperdonable de la falta de consenso.
El motivo de la ruptura fue el financiamiento público, pero pudieron ser las reglas sobre coaliciones o la ratificación de los vocales ejecutivos como presidentes de los consejos locales. No importa. Están de moda los consensos y son un inmejorable caldo de cultivo para el chantaje político. Esa es la moraleja.