VENTANAS Eduardo Galeano
La tierra
Allí había nacido, allí había dado sus pasos primeros. Cuando Rigoberta volvió, años después, su comunidad ya no estaba. Los soldados no dejaron vivo ni el nombre de la comunidad que se había llamado Laj-Chimel, la Chimel chiquita, la que se guarda en el hueco de la mano: mataron a los comuneros y al maíz y a las gallinas, y los pocos indios fugitivos tuvieron que estrangular a sus perros, para que no los delataran los ladridos en la espesura.
Rigoberta Menchú deambuló por su tierra alta a través de la niebla, montaña arriba, montaña abajo, en busca de los arroyos de su infancia, pero ninguno había. Estaban secas las aguas donde ella se había bañado, o quizá se habían marchado lejos, las aguas rojas de sangre, lejos. Y de los árboles más añosos, que ella creía alzados para siempre y que habían tenido brazos que la protegían y cuerpos que la escondían, sólo quedaban restos podridos. Después, alguien le contó: esas ramas poderosas habían servido para atar las horcas y esos troncos habían sido paredones de fusilamiento. En los árboles más viejos, en los más sabidos, habían sido asesinados quienes conocían sus nombres. Cuando ya no tuvieron quién los nombrara, los árboles se dejaron morir.
Y siguió Rigoberta caminando en la niebla, niebla adentro, gota sin agua, hojita sin rama: buscó al kuxín, su muy amigo, lo buscó donde él vivia, y no encontró más que sus raíces secas. Eso era todo lo que quedaba del que la visitaba en sueños, siempre frondoso de flores blancas de corazón amarillo. Y después, supo: el kuxín había sido salpicado por la sangre de sus queridos y había envejecido en un ratito, dolido de ellos, y se había arrancado a sí mismo con raíz y todo