Bárbara Jacobs
Mujeres pensantes

Nunca han sido bien vistas las mujeres pensantes. Supe de una enfermera que hace un par de años, en una clínica psiquiátrica de Nueva York, informó a una paciente: ``Usted tiene el pelo blanco porque piensa mucho''. Y no creo que haya quien olvide que Schopenhauer, el gran filósofo alemán del siglo XIX, definió a la mujer como ``persona de cabellos largos e ideas cortas''. Sin embargo, entre las amistades literarias, la que se dio entre Hannah Arendt y Mary McCarthy podría definirse como saludablemente intelectual.

La propia Hannah Arendt admitió que era más fácil pensar que escribir. Sucede que Arendt no dejaba pasar experiencia sin analizar, y la actividad de su intelecto era continua. ``Para escribir hay que dejar de pensar'', dijo en una carta a McCarthy; ``pensar se puede hacer con toda comodidad'', añade; en cambio, ``escribir implica toda clase de molestias''. Lo que es irrebatible es que pensaba; y que su relación epistolar de un cuarto de siglo con Mary McCarthy es un evidente juego intelectual entre dos potentes pensadoras.

Existen unas páginas en las que McCarthy explica a Arendt el uso de la palabra ``intelecto'', precisamente para que Arendt la conociera bien en inglés, o tan bien como la conociera McCarthy, y no fuera a provocar malentendidos en una serie de conferencias que Arendt daría en Escocia titulada ``La vida de la mente''. Quizá la controversia más célebre en la que Arendt se vio atrapada tuvo que ver con el hecho de que en un ensayo se refiriera al ``descuido'' (o inadvertencia, o falta de consideración, o ligereza, o indiscreción o, incluso, atolondramiento) nada menos que del asesino nazi Adolf Eichmann.

Sin detenerme en cómo fue vista por la crítica semejante definición, y qué epítetos condujo a los críticos a colgarle a Arendt, a McCarthy la llevó a ofrecer a su amiga, entre otras, una sustitución posible con la palabra ``estupidez'', entendida, con Kant, no como falla de la mente, sino causada por un corazón perverso. Para Arendt, sin embargo, la cosa puede ser al revés: que la maldad sea causa de la ausencia de pensamiento. Cosas que muy resumidamente registro como atisbo al contenido de las cartas que conformaron la amistad entre las dos escritoras, entre la mente activa de las dos mujeres (ver el libro preparado por Carol Brightman, que merece anteponer ``wo'' a la última sílaba del apellido).

No todos los hombres del tiempo de Arendt y McCarthy les tuvieron envidia ni miedo; por más que McCarthy no dejó nunca de reconocer ascendencia intelectual en viejas maestras, y es un hecho que cambió de esposo al menos en cuatro ocasiones. Por su parte, Arendt pudo mantener relaciones de igual a igual con pensadores como Heidegger o Karl Jaspers, y en 1947 aconsejar a un editor que en vez de inquietarse por la ``poca brillantez de Simone de Beauvoir'' la sedujera. Arendt vivió feliz con el humanista alemán Heinrich Blücher hasta la muerte de él.

Aunque las dos eran pensantes, pudieron vivir, mal que bien, con hombres pensantes. En 1892, esta posibilidad rara un siglo después, era inexistente. La joven viuda, autora anónima de Cómo casarse aunque mujer fue tan lejos como para considerarla una amenaza para lograr casarse. Advierte: ``cuando una mujer hable con un hombre deberá mostrar interés en el tema de discusión; pero, por más que ella sostenga sus propias opiniones al respecto, deberá abstenerse de afirmarlas con excesivo entusiasmo.'' Pregunto, en los albores del siglo XXI, ¿qué tan desaconsejable es seguir este consejo? La autora dice: ``ningún hombre cayó verdaderamente bajo la influencia de una mujer autoafirmativa'', por lo que sugiere que, si una mujer quiere tener amigos hombres, no deberá ignorar que el secreto de su propio poder reside en la dulzura (o docilidad, o mansedumbre, o delicadeza, o nobleza) con la que trate al hombre en cuestión.

Mary McCarthy aseguró que ella y Arendt, contra lo que la mayoría de la gente pudiera creer, eran sumamente sensatas, porque, dijo, ``el sentido común es lo más poco convencional que existe, y la gente más convencional carece absolutamente de sentido común''. Pero a Hannah Arendt llegaron a llamarla ``Hannah Arrogante'', y a afirmar de ella que, si bien humilde, modesta no era. Y ``una mujer sin modestia --advierte la joven viuda, autora anónima de Cómo casarse aunque mujer-- es como una flor marchita''; la modestia genuina, observa, tiene un gran encanto, uno que incluso sobrevive al de la juventud. Llega a varias conclusiones: si la mujer sabe más que el hombre, por ejemplo, nunca ha de hacérselo saber a él; si él se equivoca, ella no deberá nunca corregirlo; a él no le gusta que ella lo instruya en nada; en cambio, ella siempre deberá aparentar que aprende de él.

Y si hay mujer que quiera entrar en la definición que hace de las mujeres de ellas André Maurois, haría bien en tener presente que a las buenas maneras ha de añadir el conocimiento, por supuesto, y ser entonces, con todas las de la ley, ``uno de los más exquisitos productos de la civilización''