MAR DE HISTORIAS Cristina Pacheco
El libro de Manuel
Manuel ya no piensa con temor en que sus padres ocupan dos pupitres en la fila próxima o en lo que sucederá cuando los tres vuelvan a la casa. Tampoco lamenta haberse quedado en el salón de clase, inmóvil y escuchando acusaciones, mientras sus compañeros juegan en el patio. Lo domina el deslumbramiento que ha despertado en él su maestra Idalia. En el fondo, aunque sea en su perjuicio, lo enorgullece la seguridad con que ella va señalando, en el libro que tiene apoyado contra el pecho, las marcas que a su parecer reflejan ``inseguridad infantil, conflicto emocional, falta de interés por el estudio''.
Es la primera ocasión en que el niño ocupa una banca de la primera fila. Le gusta, entre otras cosas, porque puede ver de cerca las uñas de su profesora, pintadas de un rojo muy intenso. Esa tonalidad convierte el índice de su maestra en un dardo de fuego que cae siempre en el blanco: las señales que enturbian las páginas de su libro de ejercicios.
Al ver la forma en que la señorita Idalia habla y desliza la mano sobre el papel, el niño recuerda a la locutora de televisión que, parada frente a un mapa, señala los países donde habrá lluvias, bajas temperaturas, vientos moderados. La muchacha anuncia las tormentas con la misma sonrisa con que se refiere a los días calurosos que soportarán los habitantes de lugares remotos. ``Cuando sea grande, viajaré hasta allá'' ``¿Y para qué quieres irte tan lejos, tontito? Aquí no te falta nada'', le dice su madre, condescendiente, las pocas veces que se acerca a los sueños de su hijo. Por toda respuesta Manuel sonríe y levanta los hombros, como si no supiera sus razones: ``Para no verte agitar la pierna derecha cuando estás enojada''.
Manuel repite interiormente esos motivos al percibir en el aula el olor a loción que usa su padre y al ver cómo se agita la pierna derecha de su madre mientras, sonriendo, se vuelve hacía él y le pregunta si no tiene nada qué decir.
No, Manuel no tiene nada qué declarar acerca del comportamiento de sus padres hacia él. Es verdad que los dos tratan de complacerlo y darle cuanto necesita. También es cierto lo que señaló su madre ante la profesora: ``Como usted comprenderá, en tiempos tan duros, eso significa que mi esposo y yo tengamos que sacrificarnos mucho. Con decirle que hay tardes en que llego a la casa sintiéndome muy mal, como si me hubieran roto los huesos de la espalda. Y es que mi trabajo es muy pesado; pero créame; no me importa matarme así con tal de que mi hijo sea feliz''.
Como si sólo estuviera esperando esa frase para intervenir, el padre no duda en describirle a la maestra su difícil infancia: ``Mi abuelo se encargó de educarme. Fue muy estricto. Me golpeaba como a un animal y eso, según decía, para que yo no fuera a salirle como mi papá: desobligado. A la edad que ahora tiene mi hijo, mi abuelo me puso a trabajar. Consiguió que me ocuparan en una sastrería. Fue durísimo. Los dedos me sangraban porque no sabía manejar las agujas. Soporté aquel infierno con la esperanza de tener oportunidad de ir a la escuela. Ya grande lo conseguí, aunque no estudié lo que hubiera querido. Luego me casé, llegó el hijo muy pronto y comprendí que mi ilusión de ir a la Universidad estaba muerta. Ni modo, me compensé imaginando que mi hijo iba a tener las oportunidades que no tuve''.
El padre respira hondo para contener la emoción que le producen sus recuerdos y el efecto que obraron en la maestra Idalia. Luego se vuelve hacia su hijo: ``No llores, Manuel, ¿qué es eso?'' La profesora hace un leve intento por defender el derecho del niño a emocionarse: ``Es muy chico, le impresionó lo que usted dijo. Es natural''. El padre se echa hacia adelante y da un golpe en la paleta de la banca: ``Ah, no, perdóneme: estas cosas se las he contado a mi hijo muchas veces, y no para que sufra sino para que valore nuestro sacrificio y todo lo que tiene. Sabe muy bien que yo hubiera dado mi mano derecha por haber tenido la milésima parte de lo que él disfruta: cariño, tranquilidad, escuela''.
Manuel se da cuenta de que su maestra vuelve a sonreír y recuerda a la locutora que, ante un mapa meteorológico, anuncia con la misma expresión alegre días de sol, tormentas, ciclones o vientos moderados. Luego ve que la profesora cruza las manos sobre su libro de ejercicios como si temiera que las evidencias de su desajuste emocional pudiesen escapar.
El padre y la madre interpretan el gesto como el final de la conversación, pero la maestra les impide levantarse: ``Hemos avanzado mucho. Creo que la entrevista fue muy útil: ustedes están al tanto de que algo no funciona con su hijo y Manuel ya comprendió que todos estamos dispuestos a ayudarlo a solucionar sus problemas''.
En el aula, donde se ha ido intensificando el olor de la loción, se escucha la risa tímida de la madre: ``Por Dios, ¿pero qué problemas puede tener una criatura de esta edad?'' La maestra se muerde el labio y levanta las cejas antes de atreverse a decir: ``No lo sabemos y Manuel debería aprovechar para decírnoslo. Anda: si tus papás están aquí es para oírte''.
El padre interpreta las palabras de la maestra como un reproche y apenas logra contener su disgusto cuando afirma: ``Permítame decirle que siempre lo hacemos. Nos pasamos la vida preguntándole qué necesita. No está solo; soledad, aislamiento, los que yo sufrí de chico. ¿No te lo he contado, Manuel?'' El niño asiente. Eso no basta para tranquilizar a su profesora que, al advertir una sombra extraña en la mirada de su alumno, lo invita a aproximarse. Cuando lo tiene cerca le pregunta suavemente: ``¿De qué tienes miedo?'' Al no obtener respuesta, insiste: ``Creo que no hay razón para sentir miedo. Mira, tus papis ni están enojados''.
Para demostrarle que no miente, Idalia se vuelve hacia la pareja que, sonriendo en silencio, le agradece su interés por el niño. El gesto la estimula para hacer una pequeña confesión: ``A veces los padres de los niños se ponen nerviosos y hasta violentos. Se sienten frustrados. Créanme que ustedes, en ese sentido, son excepcionales. ¿Te das cuenta, Manuel? No te regañaron y sólo quieren que les digas qué te pasa. ¿Lo harás? Prométemelo''.
Satisfecha de su discurso, se vuelve hacia Manuel y lo toma por los hombros: ``Te felicito porque te tocaron unos papás muy lindos: te cuidan, te entienden''. La madre interrumpe: ``Jamás he dejado de entenderlo, ni siquiera porque llego del trabajo con los pies hinchados''. El padre interviene: ``En la chamba no me faltan problemas, pero no me desquito golpeando a insultando a mi hijo, como por desgracia hacen otros. ¿No es cierto que nunca te he pegado?'' Manuel vuelve a asentir y su profesora le pide que los acompañe hasta la puerta de la escuela.
Mientras Manuel atraviesa el patio de recreo hacia el salón, imagina lo que sucederá esa noche: habrá recriminaciones, gritos, llantos; sus padres se acusarán uno al otro de su extraño comportamiento. Es posible que su papá se pregunte en qué han fallado y repita algún pasaje de su infancia infeliz: ``Hubiera dado mi mano izquierda por tener la milésima parte de lo que tú tienes, hijo''. Agitando la pierna, la madre hablará de sus sacrificios: desde los dolores del parto hasta las horas extras en el taller. ``Mis compañeros dicen que me estoy matando, pero yo les digo que por ti, Manuel, haría eso y más.''
Después de esa sesión terrible sus padres le preguntarán si no cree tener suficientes motivos para ser feliz, lo besarán en la frente y le pedirán que duerma tranquilo. En la mañana, al olor de la loción de su papá se mezclarán las quejas que a su mamá le arrancan los dolores de espalda. En la mesa, al ver que deja un trocito de pan, su padre le dirá: ``Lo que es no haber tenido necesidad''. Luego su papá y su mamá lo acompañarán a la escuela. El niño sabe que ocupará la última banca de la última fila. Allí, en silencio y ajeno a todo se descargará --haciendo manchas y rayones en su libro de ejercicios-- de la terrible culpa que lo agobia.