La Jornada Semanal, 24 de noviembre de 1996


Huellas dactilares y culebrones

Alberto Barrera Tyszka

El venezolano Alberto Barrera Tyszka, autor del libro de cuentos Edición de lujo, es el guionista en jefe de Nada personal, la telenovela ideada por Carlos Payán, Epigmenio Ibarra y Hernán Vera que se planteó romper con las recetas probadas del género y hacer rentable un proyecto diferente. Nada personal ha marcado un parteaguas en la televisión mexicana y hoy está en el ojo del huracán por la inesperada salida de Ana Colchero, en desacuerdo con el desarrollo de su personaje.



Hace casi diez años, cuando lleno de pudores me iniciaba en este oficio de escribir telenovelas, fui citado a una reunión con un gerente cubano para enfrentar un nuevo proyecto destinado al horario estelar.El hombre me recibió con una amplia sonrisa. Sus pupilas, en menos de dos segundos, evaluaron y etiquetaron mi aspecto. "Me han hablado bien de ti, Barrera", comenzó. "Dicen que también escribes una columna en el periódico...", administró, entonces, una engolada pausa y recitó, con una solemnidad digna de Libertad Lamarque, "cultivo una rosa blanca/en marzo como enero/ para el amigo sincero/ que me da su mano franca...". Acto seguido, me extendió una mirada cómplice que sin permitir mayor corrección me obligó a musitar ridículamente: "José Martí." "Lo sabía, Barrera", casi exclamó jubiloso,"tú eres un hombre culto." Y sin más preámbulo que una palmada en el hombro, se lanzó a describir su proyecto: "Todos conocemos a Hamlet, Pipo, oye esto: él odia a las mujeres, porque su padre era un comemierda, vaya, y lo crió odiando a las mujeres. Ella está más buena que comer con los dedos masticó un silencio, y boceteando tres patrióticos puntos suspensivos agregó...: pero es pobre. Los dos se encuentran casualmente. Se conocen. Él la ama de inmediato... pero también la desprecia. No me preguntes por qué... Esas cosas pasan, tú que has leído tanto lo sabes mejor que yo. Total que él aprovecha entonces una deuda del padre de ella y hace negocio: la deuda a cambio de la muchacha... Qué te parece?" Yo sólo aporté un implacable rostro de imbécil. "Vaya, si está claro, es puro drama... Dime al menos: cómo se llama la historia?" Un nuevo aporte: vuelta con mi cara de imbécil. El cubano, lleno de piedad, me cruzó el brazo sobre los hombros y susurró: "Yo compro a esa mujer, Pipo, qué te pasa?... Todos conocemos a Hamlet, o no?"

Ése fue mi bautizo con la gerencia de los mass media. Era el drama de un renacuajo, licenciado en Letras y fraguado en la derrota de la izquierda, con pretensiones de "transformar el género", enfrentado a la más exacta mueca de la industria. Dos poemarios bajo el brazo, lecturas de Dorfman, Martin Barbero o García Canclini, invocaciones a la semiótica de la cultura de Yuri Lotman, rejuegos con la narrativa fílmica de Osvaldo Soriano o de Gustavo Sáinz... nada de eso fue suficiente para aplacar las cifras del rating, el ABC de Televisa, el manual de procedimientos para arañar el éxito: protagonista virgen, amor de pobre, mucho sufrimiento, tesoro escondido, sangre, racismo, y un sueño: "A quién coño le importa lo que tú quieres decir, Pipo? Del otro lado de la pantalla hay una mujer sola con sus tres dientes y sus tres hijos. Ella sólo quiere ser blanca y rica. Es sencillo: ella sólo quiere una historia de amor."

Pasé así unos años, dialogando unos relatos infinitos donde una sencilla campesina siempre gozosa de una ambigua cabellera amarilla y de un par de senos francamente admirables terminaba de sirvienta en una mansión espectacular. La pobre y pura niña debía sufrir la mar de humillaciones, pero oh casualidad! en el fondo ella era la hija naturalde un no sé quién que siempre le heredaba (penúltimo capítulo) una fortuna desmesurada y que le permitía cumplir el anhelo de casarse con el rico bueno. Así, tuve entre los dedos a jóvenes ciegas, paralíticos dedicados a masticar mentalmente frases insólitas, madres horrorizadas ante la palabra orgasmo, malos dispuestos a levantarse a las siete de la mañana para rociar con ácido el rostro de su enemigo. Foucault hubiera saboreado un imperio en este costado del mundo, frente a la pantalla del televisor. Las reglas de la creatividad y de la producción simbólica dentro de la telenovela perfilan, sin duda, una definición distinta del oficio de la escritura. El escozor frente al bestseller es una nostalgia romántica. Da lo mismo apelar al folletín de Dickens que reírse de las entrañas del monstruo. En sus memorias cuyo título en español es Llamémoslo experiencia Erskine Caldwell relata su tránsito por Hollywood y se refiere a un proyecto de película del cual sólo le habían regalado un dato: una mujer se lanza de cabeza en un lago. En la primera reunión según cuenta el autor de El camino del tabaco un productor, demasiado efusivo, habla de una historia radicalmente distinta. Caldwell, algo perplejo, asoma algún reparo y el productor, con cierto desparpajo, le pregunta quién es él. "El escritor", responde con cierta humildad. "Cómo carajo no sabe, entonces, de qué se trata la historia? Acaso aún no la ha escrito?", pregunta extrañado el productor. La anéctoda es emblemática. Ése es el semidiós de la cultura de masas. Ahí está el autor. Ése es su rango. La palabra al servicio de la industria. Tan sucio y tan digno como el oficio de Pessoa o de Cavafis. Tan loco y humillante como cualquier trabajo. Ése es su escenario. Su ansia y su herida.

Pienso ahora en el Huicho de El premio mayor. Pienso también en Nada Personal. Sería, sin duda, mucho más fácil escribir, producir, realizar y actuar una novela que siguiera ese ABC, ese manual. Ya las recetas están hechas, probadas. Ya se dice son rentables. Además, en el campo de la escritura no hay conflictos mayores. Se trata de activar un piloto automático y listo está, se produce. Asombrado, alguna vez, Heberto Padilla comentaba su interrogatorio a Delia Fiallo. La respuesta de la "reina de las telenovelas" fue contundente: "Qué hago yo si leo La tempestad y me sale Topacio?" No hay más. Sólo queda, entonces, una apuesta, una aventura. Y, por supuesto, la hoja de puntos del rating. Lo demás es material de simposios y conferencias. Pura opinión. Y, como siempre, la opinión sólo es importante cuando se convierte en mercado. Que lo diga si no el subcomandante Marcos.

Suele ocurrir: ya llevo cinco cuartillas y no sé si, finalmente, he cumplido el objetivo. Es parte, supongo, de mi incapacidad leninista (tan de derecha ahora) de llegar al grano. Quería, sinceramente, tan sólo compartir el temblor de un escritor en este trance de vivir, de dejar sus huellas dactilares en la piel de un culebrón. Sólo eso. Decir que no hay editoriales posibles, que es indigno pretender hablar a nombre de otros, que la realidad gracias a quién sabe qué dios es mucho más turbia y difícil de lo que parece;que se pueden relatar tragedias más nuestras que los refritos de radioteatro cubano; que, sin embargo, lo único que quiero es pagar mis cebollas y mi whisky, mis enfermedades y mi nevera sin escarcha... Que escribir es tan hermoso y tan deleznable como cualquier otro oficio. Pero es el mío. En esto quiero hacerme experto... Que, al menos en este terreno íntimo y feroz, se les puede ganar una batalla a los que piensan que la gente merece el sueño que se les vende, que en estos días hablar del amor es fácil, que sólo se puede entretener en la televisión si se prohibe la realidad. Todos conocemos a Hamlet. Una calavera dura e intensa puede ser, al mismo tiempo, un jardín, un beso olvidado, una confusión, una fiesta, un secreto, un muerto, un país.


La Jornada Semanal, 24 de noviembre de 1996


Las telenovelas y la generación 1962

Vicente Leñero

Vicente Leñero es uno de los escritores más versátiles de nuestro país. Novelista, dramaturgo, periodista y guionista de radio, cine y televisión, toda su vida, desde que en buena hora para las letras nacionales dejó la ingeniería, la ha pasado delante de una máquina de escribir. En este boceto autobiográfico, Leñero recuerda el inicio de su carrera como guionista de televisión, junto a Inés Arredondo y Miguel Sabido, con la serie Las momias de Guanajato, bajo la dirección de Ernesto Alonso.



Eramos seis de la generación 1961-62: Guadalupe Dueñas, Inés Arredondo, Miguel Sabido, Jaime Augusto Shelley, Gabriel Parra y el de la voz. La beca del Centro Mexicano de Escritores se terminaba, y antes de iniciar una de las últimas sesiones que dirigía Ramón Xirau, allá en la casita de Volga a espaldas del hotel María Isabel, todos nos preguntábamos por nuestro incierto futuro económico. No era mucho el monto de la beca, pero prescindir de los tres mil pesos mensuales de aquel entonces significaba perder el suero alimenticio de nuestra vida diaria.

Para Gabriel Parra y para mí, los más vapuleados sesión tras sesión, no había sido fácil enfrentar el taller. Yo echaba a la basura capítulos enteros de Los albañiles, mientras Inés Arredondo y Guadalupe Dueñas (la más famosa, porque ya había publicado en el Fondo de Cultura Tiene la noche un árbol) se la pasaban de maravilla leyendo sus cuentitos perfectos. Shelley vivía en otro mundo con su celebridad de espigo amotinado, y Sabido nos recetaba de continuo pieza tras pieza teatral sobre Adán y Eva y la gentedecente. Pese a las refriegas talleriles,nos hicimos amigos. Y luego socios cuando un día, en una de esas últimas sesiones en el Centro, Lupita Dueñas llegó con la buena noticia de una chamba para todos.

Lupita era amiga de Ernesto Alonso desde entonces el más poderoso productor y director de telenovelas en el Televicentro de Azcárraga padre, y hablando con Ernesto Alonso dijo se enteró de su urgencia por incorporar escritores "de a de veras" en el quehacer telenovelesco. Quería acreditar el género. Quería atraer a los mejores narradores de México como nosotros, claro para elevar el nivel folletinesco de sus historias seriadas. Que Monsiváis ya no hablara más de la caja idiota. Que los intelectuales no se pitorrearan de sus programas. Que se demostrara de una vez por todas que las telenovelas podían ser obras de arte.

Shelley contagió con su gesto de fuchi a Gabriel Parra, y ambos dijeron No de inmediato. Parra porque no tenía problemas económicos estaba emparentado con el dueño de Ovaciones y Shelley porque él era poeta, carajo, ni pensarlo.

A Inés Arredondo y a Miguel Sabido les atraía la novedosa experiencia y el billete, pero igual que ocurría con Lupita Dueñas, preocupaba a los tres poner en peligro su buen crédito de escritores serios. Qué dirían los exquisitos del suplemento de Benítez si los veían firmando una telenovela, por Dios! Ya estaban oyendo los regaños y las burlas de Huberto Batis, de Carlitos Monsiváis, de Juan García Ponce, de Pepito de la Colina, de Salvador Elizondo... Cuidado.

La verdad, a mí no me importaba la cuestión, porque mi crédito andaba, en eso, por los suelos. A poco de abandonar la ingeniería ingresé auxiliado por Estela en su intermediación con su amiga Carmenchu al equipo de escritores de la agencia Palmex, encargada de producir radionovelas de la Palmolive para la W. Con absoluto descaro, firmando desde luego con mi nombre y apellido, escribí una media docena de culebrones radiofónicos con títulos cursis, horribles: Entre mi amor y tú, La sangre baja del río, Boda de plata, La fea... A punta de alegatos con mi editora y taloneando con frenesí en la máquina, aprendí la severa técnica de Palmex, que obligaba al escritor a estructurar sinopsis mensuales, semanales, diarias; a bocetar análisis psicológicos de personajes; a planear suspensos suaves antes de comercial, suspensos inquietantes de final de capítulo, suspensos tremebundos de final de semana.... Me convertí en un experto en lo que hace a la forma, aunque nunca logré rescatar al género de mi propia mediocridad radionovelera.

Del tema del crédito en las telenovelas discutimos una tarde los cuatro becarios con Ernesto Alonso, en su fascinante Casa de las Campanas, a un ladito del ex convento del Carmen. Disimulamos, hipócritas, las razones vergonzantes, y él estuvo de acuerdo en que firmáramos con un misterioso Escritores Asociados que nos encubrió durante años. Desde esa primera tarde, entre ángeles dorados por todas partes y pinturas del XIX, Ernesto fue siempre un hombre generoso con nosotros: entusiasta, exaltador de nuestros guiones. Más que la fórmula del crédito, lo que en ese momento le importaba era el tema de la telenovela con que iniciaríamos la nueva chamba, la manera de estructurarla. Había elegido ya un cuento de Lupita Dueñas titulado "Guía en la muerte", pero su rala extención diez cuartillas cuando mucho lo volvía impensable para una telenovela de 60 o 70 capítulos de media hora. Cómo hacerle, imposible! Ernesto Alonso tenía la solución.

Si alguien ha leído "Guía en la muerte", incluido en Tiene la noche un árbol,recordará su sencillo argumento. Un supuesto guía de turistas, que parece arrancado del más allá, conduce por el museo de las momias de Guanajuato a un grupo de visitantes. Les muestra una por una las momias y cuenta, o inventa, sus historias. Ahí estaba el quid, según Ernesto: plantear al guía, su recorrido, e inventar y encadenar historias de diez capítulos: dos semanas de duración para cada una. Serían tantas historias como quisiéramos, como aguantara la serie, según el rating. La telenovela se llamaría, por supuesto: Las momias de Guanajuato, y ubicaríamos la acción retrospectiva a fines del XIX o principios del XX, para que se usaran muebles y ropa "de época", que tanto gustaban a Ernesto.

Felices con nuestra nueva chamba, asegurado el billete, los cuatro becarios salimos corriendo de la Casa de las Campanas para inventar y escribir, cada uno por su cuenta, la primera de nuestras historias. Sabido escribió un dramón para Amparo Rivelles, Inés hizo un cuento gótico de amantes desgraciados, Lupita otro muy triste y muy chistoso de una muchacha infeliz, y yo me planché un relato de Katherine Anne Porter que luego protagonizó Jorge Martínez de Hoyos.

Nos fue bien, pero no fue sencillo. Sabido y yo a veces también Lupita Dueñas nos plantábamos desde temprano en el Estudio C de Televicentro, y observando el trajín de los ensayos, el armado de las escenografías de Abel Cano y la dirección de cámaras de Pepe Morris, nos fuimos metiendo poco a poco en la magia de la tele. Era toda una experiencia que nos facilitó después la escritura de los guiones. Aprendimos el lenguaje, la técnica, el modo de ese "teatro grabado" a la carrera con apuntador electrónico, pero desde luego no elevamos ni tantito el nivel de las telenovelas. Más bien, caímos en sus redes. Fuimos tan cursis, tan convencionales, tan postizos como el destino manifiesto del género nos los impuso, quién sabe por qué. Miguel Sabido resultó el más inoculado de todos. De escritor pasó a director de escena y luego a funcionario de Televisa. Hace poco, regresó al teatro con su obsesión por lo prehispánico.


Cometí errores, pifias, babosadas. Fui cursi, mediocre, lo confieso. Un día maté en el capítulo diez a Marilú Elízaga cuando su contrato le garantizaba quince capítulos por lo menos, y tuve que rellenar con flashbacks de la Elízaga los capítulos faltantes.

Inés Arredondo fue la que menos tiempo resistió la aventura, regañada, de seguro, por los exquisitos del sumplemento de Benítez. Nunca se asomó a los estudios como si le diera urticaria y sólo escribió esa historia gótica para Las momias de Guanajuato. Pero hacía trampa, igual que Lupita Dueñas. Con el estricto formato de televisión, nos habían fijado una extensión de doce páginas para cada capítulo de veinticinco minutos de duración efectiva, y tanto Inés como Lupita extendían hasta la exageración los márgenes, ampliaban los espacios y entregaban satisfechas las doce páginas infladas del trabajo cumplido.En pleno día de grabación, ErnestoAlonso suspendía el ensayo y salía del estudio hecho un basilisco. "No da, no da" nos gritaba a Sabido y a mí. Entonces yo trepaba a la cabina de Pepe Morris y a mano, en hojas de libreta, a la carrera, improvisaba diálogos y más diálogos para prolongar las escenas de la canija Inés, hasta alcanzar la extensión necesaria.

Con todo, la serie resultó un éxito de rating, "el trancazo de la época", decía feliz Ernesto Alonso. Duramos más de un año Lupita, Sabido y yo inventando, plagiando y encadenando historias de dos semanas. Toda la familia artística del momento pasó por ahí, convertida en momia de Guanajuato. Hasta la italiana Alida Valli, en la plenitud de su carrera, fue convencida por Ernesto Alonso cuando vino a vacacionar a México de protagonizar una historia que le escribimos Lupita y yo plagiándonos a cachos un cuento de Poe. El mismo Ernesto Alonso me empujó para que la hiciera de actor comparsa, al lado de la Valli, en un capítulo de La extranjera, que así se llamaba la momia en turno.

Siempre como Escritores Asociados, los tres escribimos juntos otras telenovelas. Pero era muy complicado trabajar en trío. Nos reuníamos a veces en casa de Lupita en la calle de Puebla, donde vivió, según dicen, Xavier Villaurrutia y perdíamos el tiempo lamentablemente. Nos poníamos a chismear, peléabamos cada escena sin llegar a nada, o nos aterrábamos de pronto por los rugidos del gigantesco león un león de verdad que el hermano de Lupita tenía encerrado en un patiecito interior.

Cada quien la siguió por su cuenta, después, escribiendo telenovelas para Ernesto. Lupita escribió la de Carlota y Maximiliano, Sabido participó en la de El carruaje, cuando ya era gente importante de la empresa, y yo me pasé cuatro años de telenovelero combinando mis mamotretos para Ernesto Alonso con La novela semanal que producía Luis de Llano y dirigía casi siempre Fernando Wagner.

El viejo Wagner me quería bien, y mientras arruinábamos con mis versiones televisivas las novelas de Dostoievski o de Pushkin, trataba de convencerme de que incursionara en el teatro: "Como Carballido, Vicente, como Luisa Josefina, como Magaña... haz teatro, haz teatro, eso sí vale la pena, Vicente."

Tardé varios años en hacerle caso, mientras continuaba sufriendo y haciendo sufrir a los demás con historias que nunca tuvieron éxito, la verdad, lo que se dice éxito... llenando mi casa de humo, de ruidos de máquina a todas horas, cargándole la mano a Estela con la atención de las hijas, tratando de romper mi propio récord de dos horas treinta minutos para escribir un capítulo, de un jalón. Cometí errores, pifias, babosadas. Fui cursi, mediocre, lo confieso. Un día maté en el capítulo diez a Marilú Elízaga cuando su contrato le garantizaba quince capítulos por lo menos, y con regaño al canto de Ernesto Alonso tuve que rellenar con flashbacks de la Elízaga los capítulos faltantes. Otra vez, Margarita López Portillo "censora" entonces de Gobernación me impidió que un hijo malvado, protagonizado por Ernesto Alonso, arrojara al vacío como lo copié de una película a su propia madre paralítica en una silla de ruedas.

Por fin me cansé. Volqué mis experiencias televisivas en una novela, Estudio Q, que nadie entendió, y me fui a hacer periodismo femenino en la revista Claudia y a escribir guiones cinematográficos, truculentos, para Francisco del Villar. Pero ésa es otra historia.


La Jornada Semanal, 24 de noviembre de 1996


Compañeros en el bien y el mal

Carlos Olmos

Carlos Olmos, dramaturgo, autor de El eclipse y Atardecer en el trópico, actualmente en cartelera, es uno de los guionistas más audaces de la televisión, conocido por Cuna de lobos y En carne propia, entre otras telenovelas. En este ensayo, Olmos analiza algunos de los "ingredientes" morales que todo drama televisivo requiere para funcionar, al tiempo que satiriza los clichés más usuales de quienes dicen nunca ver telenovelas.



Capítulo uno:
El bueno, el malo y el dramaturgo

En esta historia que vamos a inventar tú y yo, los malos deben encarnar el machismo, los embarazos irresponsables, la promiscuidad y todo aquello que se oponga a la planificación familiar."

Quien así hablaba era Miguel Sabido, director, escritor y teórico de la comunicación, que por aquellos años (1976) estaba convencido de que la telenovela mexicana debía proponer temas audaces que cambiaran las conductas sociales del auditorio al que estaba destinada.

Por eso me había llamado a Procinemex, la agencia de publicidad donde yo trabajaba: necesitaba un joven dramaturgo que no le tuviera miedo a la tele y, mucho menos, a las críticas de aquellos que la desprecian, como décadas atrás se despreciaba a todo aquel que se ganaba la vida escribiendo guiones para el cine.

Y los buenos? Quiénes serán los buenos? Preguntaba yo con mi carita de nuevo dramaturgo mexicano a punto de traicionar sus raíces teatrales y, de paso, a sus cuates intelectuales de la universidad. "Los buenos serán todos aquellos que defiendan la educación sexual desde la niñez, la familia armónica y el matrimonio creativo." Ahora podríamos decir que todo esto sonaba "políticamente correcto", pero entonces me parecía un verdadero "madremagnum" tratar de entender el mundo de los buenos y los malos del Canal 2.

Oye, Miguel, pero esto es un auto sacramental, verdad?

Para nada. Es un melodrama. Y si no entiendes las leyes del melodrama romántico jamás funcionarás en este trabajo.

Durante muchas noches había padecido insomnio, tratando de encontrar el modo de ganar más y compensar mi sueldo como publicista de películas, pero después de escuchar a Sabido tampoco pude dormir, pensando no en lo que iba a pagarme sino en sus diversas teorías dramáticas. Mientras prendía un cigarro tras otro, me quebraba la cabeza para conciliar a Shakespeare con Caridad Bravo Adams. Después intenté contarme La Dama de las Camelias tal y como lo haría Brecht. Casi al amanecer, imaginé a Blanche Dubois tratando de convencer a Kovalvsky para que usara condón y me quedé dormido con un Del Prado en la mano y muchos sueños en la cabeza.

Capítulo dos:
Primer descenso al mundo del Fab Limón

Soñé que comenzaba a escribir mi primera telenovela de aliento, llamada Acompáñame. Todos mis personajes decían "buenos días" o "buenas tardes" cuando alguien los recibía en la puerta, y esto encabronaba a Miguel que, sin proponérselo, comenzó a darme las primeras lecciones del oficio televisivo y a confiarme su gama de recursos tonales para evitar que un villano salude a su víctima antes de darle la primera puñalada. Me enseñó también que el diálogo debía escribirse con acotaciones marginales muy precisas, para auxiliar al apuntador que guía a los actores desde su cabina, y que el tono, esto es muy importante, jamás debe perderse, ni en los peores momentos de la cruda que habitualmente acompañaba la redacción de mis escenas. Y digo escenas porque al capítulo completo lo dividíamos por escenas entre Sabido y yo. Él se reservaba las didácticas y yo las policiacas, las sórdidas, pues. Literatura dramática?, se preguntaba el iluso dramaturgo, mientras su heroína esperaba ya la sentencia definitiva del juez sin que el momento de su detención se hubiera escrito todavía. "Qué género literario es éste?", gritaba yo como Segismundo, "qué delito cometí contra vosotros naciendo, si ganando yo mi lana tengo menos libertad?"

Tendrían que pasar muchos años para que cierto productor, rey de ratings, me espetara un día mientras comíamos: "Pero cómo, mi hijito, usted pensaba que la buena televisión nace de la literatura? No, la buena televisión se crea todos los días, como la comida, como la vida misma, como la ropa que uno se pone..."

Desperté sobresaltado. Había iniciado mi primer descenso al mundo del Fab Limón y la literatura desechable!

Acepté mi destino y, meses después, Miguel y su hermana Irene me encomendaron escribir, ya sin ayuda de nadie, otra historia didáctica de título profético, al menos para mí: Caminemos.

Caminé solo, efectivamente, 180 capítulos, en la más completa y absoluta ceguera sobre qué era, realmente, lo que estaba haciendo. Un melodrama social?

Un estudio de caracteres? Un panfleto? "Nada de eso", me repetía por las noches el espíritu irritado de Bentley tomándose una copa con el de Usigli, "estás haciendo simplemente una telenovela, y eso te pone los géneros de punta."

El libreto ganó un premio en el extranjero pero, después de algunas adaptaciones de mis clásicos de lujo como E.M. Hully (El árabe) y Corín Tellado (El amor llegó más tarde), decidí no escribir más, con el firme propósito de dedicarme únicamente al teatro. En la televisión había desarrollado un poco de instinto dramático y pericia para relatar historias a través de imágenes, pero no lo sabía aún. En ese momento no alcanzaba a ver que la disciplina diaria y la obligación de confeccionar (pret-à-porter) dos capítulos al día me sirvió como taller artesanal, aunque algunos pensaran que sólo estaba llenando mi bolsa de centavos y mi diálogo de paja.

Capítulo tres:
Los miserables de Víctor Hugo O'Farril

Después de algunos años, y ya con obras teatrales estrenadas y publicadas, recibí otra llamada a Procinemex, convertida por entonces en un recinto literario donde Enrique Serna me leía sus cuentos y Francisco Hernández sus poemas.

Olmos? Habla Carlos Téllez...

En 1983, la telenovela mexicana había logrado aciertos indiscutibles y mi entrañable amigo era autor de algunos de ellos.

Te gustaría regresar a la tele?

Y formar parte de los miserables de Víctor Hugo O'Farril? le respondí con una carcajada.

Por aquella época, ciertos escritores jóvenes egresados de las escuelas de escritores estaban abandonando sus prejuicios, lanzándose al abismo de la televisión para vender sus historias y conseguir algo de dinero. Uno de los directivos de la empresa, O'Farril, apoyó a algunos de ellos, y creo que esto hizo posible, aunque con resultados disparejos, la diversidad temática que alcanzaron las telenovelas que auspició. Acepté la propuesta de Carlos y comencé a escribir un homenaje al cine de gángsters y rumberas que veía de niño.

En 220 capítulos desarrollé la historia de La pasión de Isabela, y el público volvió a ver en el cabaret Kumbala a casi todas las estrellas vivientes de la época de oro de la XEW.

La serie se transmitió en horario nocturno, y la popularidad que alcanzó, hizo posible que me percatara de otro fenómeno al que nunca le había prestado la suficiente atención: el público.

A diferencia del teatral, el público de las telenovelas es tan truculento como los argumentos que narra Scherezada noche a noche. Existe toda una tipología que permite medir el nivel de la audiencia con tan sólo una frase soltada en una fiesta, en el metro o en la peluquería.

Si alguien dice, por ejemplo: "Yo nunca veo telenovelas", es casi seguro que estamos frente a un fanático "clóset" que teme que quien lo escucha repruebe su "debilidad".

"Las telenovelas son para las criadas" es un cliché inventado por los fanáticos genetianos que, los he visto, lloran frente al televisor en cuanto no se saben observados.

El fanático "premonitorio", en cambio, gusta de disfrazar lo previsible de una trama con comentarios agudos: "Desde que vi el capítulo uno, supe cómo va a terminar."

Otros, son verdaderos expertos en el tema y llegan a proponer soluciones terriblemente sádicas para castigar a los villanos. Entierre vivo a fulano para que pague por todo lo que hizo! Desfigúrele la cara con ácido y que le arranquen los ojos con el atizador de la chimenea! Por qué no lo torturan más? No es muy poquito hacerlo sufrir sólo al final? La crueldad de estos grandes especialistas es infinita, y muchas veces supera la ingenua justicia poética de los libretistas. Como decimos en nuestra jerga, el público se las sabe todas y uno tiene que ser realmente hábil para volver a narrar un melodrama cuyas leyes supremas e inamovibles han sido, y serán para siempre, el Bien y el Mal. Este tema asomó siempre en mis conversaciones profesionales con Carlos Téllez y creo, casi estoy seguro, que también fue el germen de algo que comenzó a darme vueltas en la cabeza allá por 1985: Cuna de Lobos. Pero eso ya es otra historia, y podríamos contarla en el próximo capítulo porque, como se dice en Las Mil y una noches, Scherezada ha sido sorprendida por la aurora...


La Jornada Semanal, 24 de noviembre de 1996


Delitos contra la salud mental

Enrique Serna

Enrique Serna es autor del libro de cuentos Amores de segunda mano, y de las novelasSeñorita México y El miedo a los animales. La semana pasada dimos a conocer un capítulo de Las caricaturas me hacen llorar, su primer libro de ensayos. Argumentista de La sombra del otro, Tal como somos y En carne propia, Serna es un escritor sin concesiones en cualquier género. En este ensayo, pone de manifiesto cómo la estrecha visión de mercadólogos y productores, más la baja exigencia del público, impide la evolución del género de la telenovela.



Hay dos maneras de hacer telenovelas: copiar una fórmula exitosa que muchas veces aburre a los propios encargados de reciclarla, pero asegura un alto índice de audiencia, o brindar al público el tipo de entretenimiento que el autor disfrutaría si estuviera en el lugar del televidente. Que el autor se sitúe en un plano de igualdad frente al público no garantiza la calidad del producto, pero sí la honestidad de su propuesta. Por desgracia, los ejecutivos de mercadotecnia enquistados en el mundo del espectáculo prefieren las telenovelas del primer tipo y quisieran erradicar las del segundo, con el argumento de que el público no las entiende. Sin duda, la vulgaridad y la chabacanería deliberadas han malacostumbrado al espectador promedio. Pero entre los mayores éxitos de la televisión mexicana sobresalen las telenovelas elaboradas a contrapelo del marketing, con un trazo de caracteres y un manejo del suspenso que también buscan atrapar al público masivo (nadie hace telenovelas para ahuyentarlo), pero intentan ofrecerle alternativas de diversión, sin menospreciar de antemano su inteligencia.

Con esto no quiero decir que hay telenovelas de autor o telenovelas "artísticas". El género siempre ha tenido un fin utilitario vender detergentes y hasta el momento no conozco a nadie que haga telenovelas para expresarse. Cualquier tentativa en esa dirección está condenada al fracaso, porque la estilización subjetiva de la realidad es incompatible con la exigencia de alargar innecesariamente enredos ultrabarrocos, de crear un falso suspenso al final de cada capítulo y de ponerle obstáculos infinitos a la pareja de enamorados. Para colmo, el vertiginoso ritmo de producción un capítulo de media hora al día, cuando el rodaje de una película, por modesta que sea, tarda mes y medio por lo menos exige una capacidad de improvisación que los actores mexicanos poseen en grado admirable, pero que no basta para sacar adelante escenas difíciles. El apuntador electrónico nunca podrá suplir a la memorización ni la rapidez mental al ensayo.

Sin embargo, a pesar de las limitaciones que atan de manos al escritor de telenovelas y dificultan el buen desempeño de los actores, se puede y se debe ofrecer al televidente un producto artesanal decoroso. Después de todo, cualquier género le impone condiciones a quien trata de dominarlo. El soneto es una prueba de ingenio, la telenovela es una prueba de resistencia. No es fácil expresar una idea completa en catorce versos; tampoco estirar un conflicto sin traicionar la psicología de los personajes, ni conciliar la extensión argumental con la tensión dramática. En México, donde los escritores cuidan tanto su prestigio quizá porque se trata de prestigios muy frágiles, la intelectualidad ha satanizado el género sin detenerse a separar el trigo de la cizaña. Pero la satisfacción para el que logra hacer una buena telenovela es vencer las limitaciones que impone el formato del culebrón, convirtiendo la venta de jabones en un pasatiempo enriquecedor.

El futuro de la telenovela en México dependerá de la responsabilidad social que asuman en los próximos años las dos televisoras que se disputan el favor del público. Si los dueños de Televisa y TV Azteca conceden cierto margen de libertad a sus escritores y directores, y si no se forman cotos de poder en las áreas de producción, el público podría beneficiarse con la competencia. Por desgracia, la historia reciente demuestra que la lucha entre cadenas televisivas no siempre redunda en beneficio del público. A principios de los '70, cuando Televisión Independiente de México se propuso competir al tú por tú con Telesistema Mexicano, la contienda abarató a tal extremo la calidad de los programas (de aquellos lodos brotaron Siempre en domingo y Sube Pelayo sube), que el presidente Echeverría se sintió obligado a intervenir para fusionar a las dos empresas. La confrontación dejó una enseñanza que muchos han olvidado: cuando hay una fuerte disputa por el mercado, cuando es preciso elevar el rating a cualquier precio, los empresarios prefieren ir a la segura y atenerse a las fórmulas de entretenimiento que explotan la pereza mental del espectador. Las innovaciones y las florituras artesanales quedan proscritas, porque siempre entrañan un riesgo. Y como la masa televidente, aquí y en China, prefiere malo por conocido que bueno por conocer, los mercadólogos de baja ley justifican su bestial inercia repetitiva con el argumento de que el público pide más de lo mismo.

La feroz competencia entre Televisa y TV Azteca empieza a presentar síntomas alarmantes. El éxito del noticiero Ciudad desnuda, en el que se pasa revista a los accidentes y asesinatos del día, sin escatimar las tomas de cadáveres tumefactos, ha provocado una oleada de amarillismo que Televisa intenta usufructuar con programas del mismo corte (A sangre fría, A través del video), donde se excita el morbo del espectador bajo la excusa de hacer un "servicio a la comunidad" (el mismo servicio que Alarma hacía a sus lectores). En cuanto a las telenovelas, la pelea de box apenas comienza, porque Azteca todavía no entra de lleno al combate, pero ya se empieza a vislumbrar la estrategia defensiva de Televisa. Desde que el gobierno, por los buenos oficios de Raúl Salinas, vendió Imevisión a sus actuales dueños, Televisa colocó en puestos directivos a los campeones del refriteo, con Valentín Pimstein a la cabeza. El ideal de Pimstein es que todos los cerebros de su empresa reelaboren ad nauseam la historia de la sirvienta inseminada por el hijo del patrón, que padece humillaciones por ser madre soltera, logra independizarse gracias a su talento para la costura o el modelaje, y después de alcanzar el triunfo social se reencuentra con su viejo amor, a quien obliga a pedirle perdón de rodillas. Para Pimstein, toda telenovela debe llevar como título un nombre de mujer y apartarse lo menos posible de la fórmula que le ha funcionado desde los inicios de su carrera. En los '70, cuando todavía creía un poco en la variedad, sus heroínas se llaman Rina, Viviana o Vanessa, pero ahora prefiere acentuar sus semejanzas en vez de ocultarlas. Con el ciclo mariano formado por Simplemente María, María Mercedes, Marisol, Marimar y María la del Barrio ha degrado a tal punto el gusto masivo, que ahora la gente se molesta y cambia de canal cuando una historia no es previsible. Todo asesino conoce a sus víctimas. Pimstein conoce muy bien al televidente porque él mismo lo ha embrutecido, y si nadie lo detiene le dará marimierda hasta el fin de los tiempos.

La telenovela rosa inspirada en La cenicienta siempre ha sido el caballito de batalla de Televisa. Pero en otras épocas, el criterio selectivo de la empresa era más elástico y sus directivos se aventuraban a producir telenovelas de mejor factura. En los años '80, cuando Víctor Hugo O'Farril tenía a su cargo la producción de telenovelas, el género evolucionó y se ofreció al televidente una mayor diversidad temática. Los productos abrieron sus puertas a talentos formados en el teatro universitario y el cine estatal, que hicieron telenovelas en donde la intuición del escritor y el talento del director importaban más que la fidelidad a un rígido cartabón mercantil: La pasión de Isabela, Toda una vida, El rincón de los prodigios, La gloria y el infierno, Santa, La casa al final de la calle, Cuna de lobos, y El extraño retorno de Diana Salazar, entre otras. Como todos los empresarios del espectáculo, O'Farrill buscaba el éxito comercial y exigía resultados, pero no imponía lineamientos dramáticos, quizá porque Televisa dominaba el mercado sin competidores (Imevisión era un botín sexenal de funcionarios corruptos) y podía darse el lujo de experimentar con telenovelas de diversos géneros (el realismo mágico, la novela fantástica, el thriller, la novela costumbrista), que muchas veces ocuparon los primeros lugares de audiencia, superandoa los melodramas de cenicientas. De modo que si Televisa quisiera entablar una competencia con TV Azteca en términos de respeto al público, tendría un equipo con experiencia para enfrentar el reto.

Por desgracia, Emilio Azcárraga o los ejecutivos que dirigen la empresa en su ausencia parece haber optado por la línea dura. Desde la salida al aire de Nada personal circula el rumor de que Televisa, en respuesta al desafío de la competencia, levantará la autocensura de sus producciones para abordar temas escabrosos de la realidad mexicana. Ojalá fuera cierto, pero la verdad es que Nada personal no representa ninguna amenaza para el consorcio, ni ha puesto en peligro su control hegemónico del mercado. Las telenovelas realistas de denuncia política difícilmente harán escuela, aunque TV Azteca siga por ese camino y contrate mejores guionistas, pues del otro lado están Pimstein y compañía saboteando cualquier intento renovador. Lo más probable es que en ese terreno, como en muchos otros, Azteca siga los pasos de Televisa. Decepcionado por la respuesta del público, Salinas Pliego puede cansarse de jugar limpio mientras la competencia le juega rudo, y hacerle caso a su director de mercadotecnia, un yupi de aspecto impecable doctorado en el ITAM y creyente en la Calidad Total, que a estas alturas debe haberle presentado ya la sinopsis de María Clara, María Pura y María del Puerto.

Frente a la posibilidad nada remota de que la disputa por el mercado telenovelero se dirima en términos de capitalismo salvaje, el gobierno y la sociedad no deberían cruzarse de brazos. El secretario de Gobernación actuó con inteligencia al permitir que Nada personal se transmitiera sin cortes, a pesar de las alusiones a los crímenes políticos del sexenio pasado. Durante décadas, la censura de Gobernación fue una censura contra el realismo, pues no se permitía siquiera mencionar por su nombre a las dependencias oficiales, lo que obligaba a situar las historias en un país imaginario. Las telenovelas no son materia de seguridad nacional y, por consecuencia, tampoco deben ser objeto de censura. Pero sin limitar la libertad de expresión, el gobierno puede impedir que se cometan delitos contra la salud mental del público mexicano, turnando la supervisión de telenovelas a la Procuraduría Federal del Consumidor.

Engañar al público sobre el contenido o las cualidades de un producto es una práctica fraudulenta que la ley castiga cuando se trata de ropa, medicinas o artículos de tocador. Si una disquera cambia la funda de un álbum viejo para simular que contiene nuevas canciones del mismo grupo, la Procuraduría del Consumidor puede imponerle una multa y hasta clausurarla. En cambio, los productores de telenovelas gozan de impunidad absoluta para vender la misma deyección con título nuevo. Ya es hora de que alguien los meta en cintura por vías legales: las que se utilizan en los juzgados para probar el delito de plagio. Si la Procuraduría somete a examen los argumentos de telenovelas antes de que empiecen las grabaciones, podría evitar que las cadenas de televisión se plagien continuamente a sí mismas, vendiendo como nuevas historias lo que en realidad son repeticiones. Otra falta de respeto al televidente que hasta ahora permanece impune es la costumbre de recortar las telenovelas con bajo rating para sacarlasdel aire a la mayor brevedad. Por mal que le vaya a una telenovela, siempre tendrá millones de espectadores. Cuando sale abruptamente del aire por la decisión arbitraria de un programador, la gente que le había consagrado 30 o 40 horas de ocio se siente burlada y utilizada. Muchas veces, el público protesta por medio de telefonazos, pero las protestas nunca pasan a mayores ni toman un cauce legal. Para defender los derechos del televidente, la Procuraduría del Consumidor debe exigir que Televisa y TV Azteca numeren los capítulos de sus telenovelas, como en los folletines del siglo XIX, y anuncien desde el principio cuál será su duración. Si prometen una historia de 160 capítulos, estarían obligados a transmitir la telenovela completa, tenga éxito o no. El público minoritario es completamente ajeno a sus cálculos mercantiles y no es justo que pague los platos rotos cuando la mayoría decide cambiar de canal.

Desde luego, medidas de esta clase no son una panacea para mejorar de la noche a la mañana la calidad histriónica, literaria y visual de las telenovelas mexicanas, pero cuando menos ayudarían a detener la escalada embrutecedora. Desde que empezó la crisis económica, el nivel educativo de la población ha caído en picada. En la lucha por captar la atención del televidente siempre saldrán ganando los canallas que lucran con la ignorancia del pueblo. La única manera de ponerles un hasta aquí es diversificar la oferta de entretenimiento por medio de reglas que estimulen la creatividad y eviten el refriteo. Cuando el gusto masivo está condicionado por la oferta de chatarra, complacer al público es hacerle daño. La salida del círculo vicioso consiste en abrirle horizontes para que pueda elegir por su cuenta.