La Jornada Semanal, 24 de noviembre de 1996


El mito Malraux

Jean Daniel

Este 23 de noviembre, en el vigésimo aniversario de su muerte, André Malraux abandonó el cementerio de Verrières-le-Buisson para ocupar un lugar en el Panthéon Francés. Malraux es el quinto escritor en ingresar a la rotonda de hombres ilustres francesa, después de Voltaire, Rousseau, Victor Hugo y Zola. Jean Daniel analiza la figura polémica de Malraux y se pregunta las razones que llevaron al autor de La condición humana a esta consagración póstuma.



Al Panthéon? Malraux soñaba con eso. Y por qué no? Jean Lacouture ya anuncia su ingreso, y yo por mi parte jamás he dejado de amarlo. Nunca me resigné al silencio de Malraux cuando Gide, al regresar de la URSS, publicó sus requisiciones; cuando Hitler y Stalin concluyeron su infernal y diabólica alianza, y sobre todo, sí, sobre todo, durante la Ocupación, en 1944.

Malraux fue el dios de nuestra adolescencia. Recuerdo aquel pequeño cine de Argelina donde André Belamich, mi profesor y futuro traductor de García Lorca, me llevó a conocer a una especie de gato-tigre habitado por el más allá, un joven sublevado y de nervioso mechón, con mirada de diamante carbonizado y tics epilépticos. Aullaba con voz temblorosa que la Francia "popular, aristocrática, universal" era reconocida en el extranjero gracias a Molière, y no a Racine. Entonces nos parecía que ése era un mensaje revolucionario. Llama fulgurante, visionario tenebroso, Malraux nos arrancó nuestra fiebre gideana para transportarnos hacia una suerte de quemadura refulgente y patética a la que temíamos nunca poder acceder, y que desechaba todo el resto en el saco de lo banal y lo miserable de la nada. No había un solo héroe de La Tentation de l'Occident, de La Voie Royale, de La Condition Humaine o de L'Espoir con quien mi generación, mis amigos, mi grupo de elegidos no se hubiera identificado. Rápidamente se impuso la consigna: Malraux o nada. Y después, cosa extraordinaria, el "Malraux o nada" fue blandido, murmurado, vociferado o pensado en secreto por los jóvenes cada diez años, con regularidad.

Después de medio siglo, eso no ha cesado. Lo leemos menos? Lo admiramos más? Es un escritor? Un gran hombre? Pues no. Es un mito lo que ingresa en estos días al Panthéon. Y sólo desde esa óptica se justifica plenamente su ingreso. Sólo visto así. Pues es el mito de las tensiones del alma y las aventuras del espíritu. Del aborrecimiento pascaliano a la tibieza y a los tormentos espirituales bajo el signo de los Karamazov. El mito de la fiebre y el riesgo. El antieconomista, el anticomerciante, el antitasa de interés, en la fraternidad heroica y santificada. En el Panthéon, la Patria "lo reconocerá" por incitar al lirismo, por saber exaltar la pasión de la acción y del sueño, por encarnar el estremecimiento constante del hombre que se pasea con un furor admirativo por las galerías de los dioses y de los creadores. Una especie de reunión de Shakespeare, Michelet, Rodin y Delacroix de los tiempos modernos.

Y justamente por eso no me resigné a los eclipses de este hombre-mito. Lacouture ha explicado esos silencios, pero yo no estoy convencido. Aun si convengo con Lacouture en que todo, incluso la denuncia del estalinismo, de 1936 a 1945, debía pasar a un plano secundario, detrás de la lucha contra el nazismo, yo habría deseado que Malraux hablara, al lado de Gide, para justificar esa prioridad. Sin embargo el esteta, con su retirada, parece más grande que el aventurero. El Nathanaël de los Alimentos terrestres de Gide toma revancha. Y, también con la retirada, Camus, culpable más tarde de haber obtenido el Nobel en lugar de Malraux, hizo un buen papel.

Después vino el pacto germano-soviético, y otro silencio insoportable de Malraux. Por qué? Porque de pronto, con lo creyentes que éramos, ahí estaba el signo de una posible y trágica igualdad entre nazismo y bolchevismo, rasgando como un rayo el cielo de la utopía y el horizonte de los combates. Churchill fue más allá de las preguntas que se había planteado; en 1936 había dicho a Blum: "Si interviene en España, me pondré en su contra." Chamberlain brincaba de gusto con la idea de que comunistas y fascistas podían matarse entre sí. Estábamos indignados. Cómo se atrevían...? Y entonces vino el Pacto, y Malraux no dijo nada, siendo que se trataba de la prefiguración del Mal-Jano, del Mal Absoluto con dos rostros. Pero nosotros lo sabíamos: hay un tiempo para todo. El nazismo debía ser combatido antes que los otros totalitarismos. Escritor y comunista, Paul Nizan también lo pensaba, y hasta el momento del Pacto sólo supo decir no, antes de hacerse matar en Dunkerque. Malraux se quedó callado. Eso fue muy duro, pero continuemos.

Llega la Ocupación. Por qué el silencio? Respuesta: Malraux es feliz, conoce la "buena vida". En la Nouvelle Revue Française, Claudel y Suarès replican: La felicidad?, puaj! Pero el aventurero conoce el amor. El águila de la guerra hizo su nido, y en él descansa. Estamos lejos de Teruel. Ya no es Rodin, es Maillol; tampoco es Goya, es Renoir. Por qué no? Más aún, no encontraremos momento de calma gozosa en su obra. Ningún descanso, ninguna aceptación de voluptuosidad. Encontramos el culto surrealista por el erotismo, es cierto, en los balbuceos estratégicos del principio, entre los dieciocho y los veinte años, cuando pasaba de lo maravilloso a lo rebuscado disfrazándose de dandy con chaleco de seda y rosa en la solapa. Pero de súbito, con la Ocupación, este "Cantar de los Cantares" vivido entre dos destrucciones del Templo..., nunca pude explicarlo. Salvo un día que rememoro aquí de nuevo.

Encontré a Malraux en el ministerio de Cultura durante la guerra de Argelia. En principio, teníamos que hablar de aquello que él llamaba "terrorismo argelino" y el "cesarismo musulmán". Habló sin parar. Del terrorismo, y nada más. Comenzó diciendo, tembloroso: "Escúcheme bien, el terrorismo es la esperanza. Si arrebatamos a los argelinosmás radicales la esperanza, no habrá más terrorismo." Según él, los argelinos sabían que les esperaba la victoria. Entonces la anticipaban, la precipitaban mediante el terror.

Yo estaba desconcertado. Malraux sabía perfectamente que lo que decía no era válido para los kamikazes, los desesperados, para quienes el terrorismo era la única guerra posible. De hecho, él pensaba en Francia, en la Ocupación, en la Resistencia. Me repetía de otra manera lo que le había respondido a todos los rebeldes que lo consultaron y que él mandó a paseo. Pero tenía una suerte de necesidad patética de persuadir. Me preguntó: "Si ganamos contra los argelinos e imponemos una solución progresista, en qué se convertirá el terror una vez liberado del cesarismo musulmán? Comprende? Lo sagrado es el combate, no el terror. En 1941, la Resistencia es el suicidio. En 1943, es la esperanza, porque los americanos ya habían cambiado el curso de la guerra."

Hacía mucho que no releía La condición humana. Habría podido citarlo, leerle las páginas en las que Tchen, terrorista amateur y tembloroso, descubre que no puede colocar la bomba que lleva encima, y que la única solución es lanzarse con todo y bomba bajo las ruedas del automóvil de Chang Kai-chek.

Pero eso nada resta al mito. Podría servirme de la proposición de un rabino citada por Elie Wiesel a François Miterrand: "Hay dos errores que no deben cometerse. El que consiste en creer que un gran hombre jamás flaquea, y aquel que consiste en concluir que si ha errado deja de ser grande." Grande, Malraux? Para mí sí, decididamente. Como todos los que han dejado una huella resplandeciente de su trato con la intensidad y de su familiaridad con la muerte. Al final de Les Noyers de l'Altenburg, encontramos esta cita de un Pensamiento de Pascal: "Alineamos un número de hombres encadenados, todos condenados a muerte, y algunos son degollados cada día a la vista de los otros. Los que van quedando observan su propia condición en la de sus semejantes, y se miran unos a otros con dolor y sin esperanza, aguardando su turno.Ésa es la imagen de la condición de los hombres." Les Noyers de l'Altenburg fue publicada diez años antes que La condición humana. Nuestra condición.

Traducción: Malva Flores y Ari Cazés

Le Nouvel Observateur