La Jornada 24 de noviembre de 1996

El dedazo y López Obrador, citados en un encuentro con la historia china

Elena Gallegos y Mireya Cuéllar, enviadas, Pekín, 23 de noviembre En el Palacio de la Pureza Celestial --uno de los 14 que se levantan en el corazón de la Ciudad Prohibida--, los emperadores chinos tenían por costumbre escribir en un pergamino el nombre de su sucesor y esconderlo bajo un tapete, exquisitamente bordado, colocado justo encima del trono desde el que despachaban los asuntos confidenciales.

Esa práctica puso punto final, hace más de 200 años, a las feroces disputas que protagonizaban los herederos. Sólo hasta que el relevo era inminente, se podía conocer el nombre del escogido: ``¡Como el destape!'', dijo Joaquín López Dóriga en voz alta, cambiando el giro de la explicación que daba Pei Huanlu al presidente Ernesto Zedillo.


El presidente Ernesto Zedillo y su esposa,
Nilda Patricia Velasco, durante su estancia en
la República Popular China

-Como el sobre lacrado de Ruiz

Cortines -devolvió el presidente y

repuso: ``esas costumbres no son tan improvisadas''.

Poco a poco, a medida que los visitantes fueron recorriendo jardines y pabellones, hasta llegar al centro mismo de esta ciudad vedada durante siglos a los chinos, la antigua tradición del imperio pareció atrapar por momentos a la realidad mexicana.

Hasta el nombre de Andrés Manuel López Obrador surgió en la charla. Y es que quienes ilustraban a Zedillo sobre los usos y costumbres de las últimas dinastías, contaron que a los costados de donde se ubicaba el majestuoso recinto de la emperatriz, estaban los palacios que alojaban a las concubinas de los emperadores. Hubo quienes llegaron a tener cincuenta.

-¡¿Qué diría aquí el licenciado López Obrador?!, esbozó una sonrisa Zedillo al tiempo que se oyeron las carcajadas de quienes lo rodeaban y que recordaban las declaraciones que el líder del PRD hizo la semana pasada frente en el Estado de México.

Huanlu, quien tiene a su cargo el resguardo de este valioso acervo, guió también al presidente hasta el Pabellón de la Supremacía Imperial, mientras le iba contando que todos aquellos que aspiraban a formar parte del primer círculo, eran sometidos a tres distintos niveles de exámenes.

-Ya vez Gurría -embromó el presidente al canciller- a ver si ya pasas el primer nivel.

- Así es en el servicio exterior señor. Ahí, se hacen exámenes -dijo en el mismo tono el canciller, pero el asesor presidencial José Luis Barros replicó ``pero ahí llevan acordeones''.

El anfitrión siguió explicando que al llegar al tercer nivel o último examen, el sinodal era el emperador mismo.

-Es una buena idea -sonrió el presidente.

El narrador continuó: ``las preguntas a las que el emperador sometía a sus súbditos en este tipo de exámenes iban siempre dirigidas a que éstos detallaran las maneras en las que el país podía ser mejor administrado''.

-¡Ah, eso es muy importante! -convino el presidente.

Luego del examen, el emperador escogía a los tres hombres que mejor habían respondido y les asignaba un puesto y el más brillante de ellos ocupaba el sexto puesto en jerarquía después del emperador:

-Como Luis Téllez -siguió en tono festivo Gurría.

Los escogidos vivían un momento irrepetible en su vida. Podían caminar por la escalera central del salón del Trono, sitio en el que únicamente el emperador podía pisar. Sólo ese día. Nunca más.

Entre los miembros de la comitiva la anécdota inspiró toda clase de comentarios: ``atrás Gurría -dijo José Luis Barros Horcasitas-, no nos vayan a hacer preguntas''.

-Sí por ejemplo cuál es la capital de Tlatelolco -secundó el canciller y dirigiéndose al subsecretario de Asuntos Bilaterales alertó: ¡Aguas (Juan) Rebolledo!

Precisamente en el Palacio de la Pureza Celestial, en el mismo en el que emperador examinaba a sus futuros colaboradores, es donde se encuentra el tapete tras el cual se escondía, celosamente, el nombre del sucesor. Sobre el tapete la inscripción recordaba todo el tiempo al gobernante su deber: manejarse dentro de la ley, con justeza, moral y luminosidad.

Cuando el presidente, su esposa Nilda Patricia Velasco de Zedillo y la comitiva caminaron por la Senda Imperial y tuvieron frente el bellísimo edificio que alberga el salón del Trono, el canciller exclamó maravillado:

-¡Este sale en la película ``El Ultimo Emperador''!

Efectivamente, una de las escenas más deslumbrantes del filme de Bernardo Bertolucci, tiene como fondo el primero de los varios palacios cuyas puertas fueron abiertas aquí al presidente Zedillo y que guardan aún una buena parte del esplendor del antiguo Imperio Chino.

Hace 570 años, en la construcción de este fastuoso conjunto de edificios intervinieron más de 200 mil chinos. La dinastía Ming restableció el poder nacional chino que había sido dominado por los mongoles y Pekín se convirtió en el centro político, social y económico: La Ciudad Prohibida es lo que queda de aquella época.

A la caída del Imperio marcada por la abdicación de Pu Yi en 1911, la sede real, asentada en una área de 720 mil metros cuadrados, reunía más de un millón de finos objetos, distribuidos en 9 mil salones. Hoy algunos de ellos se exhiben al público.

El presidente de México fue introducido a este mundo chino de puentes adintelados, pórticos triunfales, bambúes, refinadas porcelanas en las que, pintados a mano, se multiplican los dragones, figura central de esta cultura, unicornios, jades, marfiles, lacas, filigranas de maderas preciosas.

Zedillo hizo un rápido recorrido que lo llevó del esplendor de los Ming al amaneramiento de las formas en la época de los Qing, amaneramiento que marcó la decadencia y que convirtió a los Qing, -los manchúes que vinieron del norte a gobernar el Imperio-, en la última dinastía.

Enseguida, la comitiva fue llevada a los recintos privados de la corte. Entraron a la Cámara Nupcial. En Colchas y cortinas de la riquísima alcoba, los figuras de niños se repiten. Esto -explicó Huanlu- no refleja sino la importancia que los chinos dan a la descendencia.

-Sí hombre -admitió Zedillo-, tanto que han llegado ya a los mil 200 millones.

Antes y en lo que fue su último día en Pekín, el presidente subió a la Muralla China, construida siglos antes del comienzo de la era cristiana para detener al invasor del norte. La empinada cuesta dejó en el camino a la mayoría de los reporteros y empresarios que lo acompañaban. Lo mismo a Lorenzo Zambrano que a Héctor Larios. La gruesa columna se fue diezmando.

Tras la exclusiva, Víctor Manuel Suberza de Radio Red desafió: ``señor, ¿le daría una entrevista al que llegue primero a la cima?'' ``Sale'', aceptó el presidente. Apretó el paso y a grandes trancos, casi corriendo, se adelantó a todos. No hubo exclusiva. Por la noche, los viajeros llegaron a Shanghai, otro de los mil rostros de China.