Alberto Palacios
La ciencia como un libro abierto/I

El avance del conocimiento científico se finca en la búsqueda irrestricta de la verdad. A diferencia de la conducta humana habitual, los científicos asumen la responsabilidad social de observar la realidad, los hechos naturales y los fenómenos físicos o biológicos con otros ojos. Su obligación es mirar, escudriñar, interpretar y demostrar que tales sucesos tienen vigencia relativa o que son universales. Pero antes deben asegurarse que han agotado todas las pruebas que sugieren que sus observaciones son falsas. Deben aprender a dudar sistemáticamente y abrir sus conocimientos para que sean criticados por otros. Gracias a esta minuciosa tarea se han descubierto medicamentos, prevenido catástrofes, construido computadoras o refrigeradores y desarrollado vacunas. Ajenos al desarrollo científico y tecnólogico no podríamos comunicarnos y nunca habríamos explorado el espacio o la profundidad de los mares y de nuestros tejidos. Todos necesitamos de la ciencia; sin ella, cualquier enfermedad pondría en peligro nuestras vidas, no podríamos siquiera desplazarnos o el cielo se desplomaría una y otra vez sobre nuestra ignorancia.

No obstante, el quehacer científico está recibiendo críticas inmerecidas desde distintos frentes. Porque es caro para el Estado, porque es elitista y no todos pueden acceder a su conocimiento; porque es pretencioso y favorece a unos cuantos, porque avanza lentamente. No se trata de críticas originales, pues la ciencia ha superado durante siglos a la inquisición y al oscurantismo. El desarrollo científico ha probado ser benéfico, genuinamente democrático y capaz de deshacerse sin rencores de sus ángeles caídos y sus podredumbres. Es de las pocas empresas humanas que ha creado Comisiones de Integridad para la Investigación que supervisan el trabajo científico y la veracidad de sus comunicaciones. Los científicos están obligados a mantener bitácoras detalladas de sus experimentos para que puedan revisarse o auditarse en cualquier momento. Así se enseña a investigar y a reconocer con racionalidad y sentido ético la naturaleza de sus observaciones.

En laboratorios y escuelas, los estudiantes repiten hasta el cansancio una prueba científica en investigaciones sucesivas, variando apenas las condiciones experimentales para demostrar que sus hipótesis son falsas. Obligados a cegarse a intereses personales o de grupo, deben recorrer el arduo camino de la falsacionismo popperiano.

Es decir, partir de la evidencia cruda sin manipular los hechos, para asegurarse que lo que prefiguran es falso hasta no demostrar lo contrario. Con esta mentalidad, los científicos aprenden a rechazar las ideas dogmáticas y a evitar la exageración retórica de sus hallazgos. Cuando una observación deriva en un resultado contrario a lo que habían predecido con sus teorías, los verdaderos científicos se obligan a tomar otro sendero. Sólo así avanza la ciencia, sólo así sabemos que nos beneficia a todos por igual sin desviaciones. Este principio impide que el avance del conocimiento científico se vea influenciado por presiones políticas, económicas o religiosas.

Desde luego, no todos los que intentan hacer ciencia se apegan a estas reglas elementales de disciplina y honestidad. Siempre habrá quien persiga intereses mezquinos y se escude en las universidades o institutos de investigación para obtener ganancias o prestigio individual. Pero eso no descalifica al conocimiento científico, ni lo hace menos. La adhesión a la integridad y a la verdad por encima de las suposiciones o las creencias personales resiste la prueba del tiempo. Las falacias se desmenuzan y se olvidan.

La ciencia también requiere de experiencia. Conforme se preparan en maestrías y doctorados, los investigadores van adquiriendo destrezas que mejoran la calidad de su oficio y su credibilidad. Conducir un experimento para que produzca resultados confiables requiere de habilidades y arte; no basta con repetir recetas o procedimientos.

Por eso, juzgar a otros investigadores o evaluar sus resultados implica una seria dosis de humildad y consideración por su carrera científica. La ciencia nos enseña a no admitir sentencias viscerales ni prejuicios.

``En la catedral de la Ciencia -decía el premio Nobel Max Delbrück- cada ladrillo es importante''. De ahí que debamos pugnar por que el reconocimiento científico se distribuya de manera equitativa para todos los que trabajan en la investigación. Es tan valioso el que dirige un equipo de investigadores como el que calibra un instrumento de precisión necesario para llevar a cabo los experimentos. Pero también debemos evitar los falsos privilegios y los compadrazgos. La ciencia es implacable con quienes la decepcionan. Más tarde o más temprano se sabe quién contribuye al conocimiento y quién, por el contrario, promueve sus propios iconos.

La revisión autorizada del trabajo científico, su reproducibilidad en otros laboratorios, la comunicación abierta y crítica son las bases indispensables para que avance el conocimiento. Nadie puede estar más allá de la verdad científica. La fabricación y el plagio deben ser detectados y sometidos para preservar la integridad del quehacer en ciencia. La sociedad en conjunto espera esto y más de sus investigadores científicos: como un libro abierto, mediante mensajes legibles y que nos beneficien a todos.