Pertenecía a la Banda Emérita de los Olvidados, como pomposamente llamábamos entonces a un grupo de personas, selecto, es cierto, pero fuera de registro sensorial, olvidado, escurridizo.
A estas personas les sucede un día que dejan de estar para los demás. No que se mueran, ni que se vayan físicamente, sino que, por así decirlo, dejan de importar.
A Plácido le pasó y al principio no supo cómo comportarse. Una mañana cualquiera bajó a desayunar después de bañarse; estaban los niños, la esposa, la muchacha, el perro y dos primos de los niños.
Preguntó por el periódico.
Silencio.
Que le pasaran la leche,
y todos, como si nada.
No que les hubiera hecho algo y le aplicaran la ley del hielo. Ni que estuviera enfermo. Evidentemente, no estaba muerto. Y si lo estuviera ellos lo extrañarían, lo llorarían, o algo. Esa mañana todos se veían tranquilos, contentos. Normales, pues.
Si se hubiera muerto, no estaria allí él, viéndolos, oyéndolos, bebiendo una verdadera taza de café.
Se fueron yendo al día sin despedirse de él, los chicos a la escuela, los grandes a la universidad, la mujer al trajín y el perro a la buena vida. La muchacha barría la banqueta.
A Plácido le tocaba, en el script de la vida, ir al trabajo. Sin despedirse de sí mismo, Plácido también salió y fue a la oficina.
``Me habré vuelto invisible?'', se preguntaba pellizcándose. No lo pelaban. No que no lo pelaran; igual que la familia. No que lo hubieran dejado de querer, o respetar. Sencillamente lo habían olvidado.
Como es de suponer, los primeros tiempos de su nueva condición fueron difíciles. Luego se acostumbró. El encuentro con la Banda Emérita de los Olvidados fue emocionante.
Todo empezó porque empezó a encontrar gente, cetrina como él, que lo veía y lo trababa como un ser real y no como un espectro borrado. En el Metro, en los cines, en los templos, los parques, cafés, cantinas y demás luguares propicios. Empezaban por saludarse. Es decir, se veían.
Encontró que muchos de esos olvidados (así se autodenominaban) habían sido personalidades importantes, gente más o menos lúcida, políticos con cargo, escritores becados, carteros, peones agrícolas, actores de telenovela.
Los unía la experiencia traumática de un día en el cual dejaron de estar para los demás, sin perder por ello su espacio. Plácido, por ejemplo, conservaba su escritorio en la oficina, y podía, si así lo deseaba, llegar a dormir a su cama con su esposa, que ni se enteraba.
A veces alguien en la calle, por lo general un desconocido, parecía reconocerlo, como si lo fuera a saludar. Pero no se acordaba. O lo estaba confundiendo.
Eran momentos de tibia esperanza para los olvidados, humillados por la edad, pero aún dignos, enteros, con buena dieta y ganas de ser. Plácido nunca abrigó demasiadas ambiciones. Su estatus no fue malo y le bastó. Permitió a sus hijos ser como ellos quisieron ser, que para Plácido siempre fue la mejor manera de ser padre. No lo había hecho mal, ¿No digo que hasta lo querían?
La Banda Emérita la creó el ayuntamiento a insistencia de familias e instituciones, que requerían canalizar sus olvidos de una manera humana, que ayudara a los afectados a sentirse útiles para la sociedad. La ilusión, inútil, pero ilusión, exigía cierto financiamiento.
La suprema prueba de que los olvidados eran vivientes es que, eventualmente, morían. De muertes tranquilas, discretas, higiénicas. Era un borrarse de entre los borrados, esfumarse de la Banda Emérita, en un mundo que ya de antes los tenía archivados.
Plácido vivió todavía muchos años. Alcanzó grados en la Banda Emérita, varios trienios perteneció a la Junta Directiva. Le hubiera gustado tantas veces compartir con su mujer los triunfos, como antes.
Inútil. Ser olvidado tendría sus ventajas, pero debía representar ante todo una situación desventajosa.
La Banda, sus ceremonias, torneos, marchas, convivios llenos de aplausos y voces encomiásticas, era un artilugio para la consolación.
Bien es verdad que con el tiempo, extrañamente, la ciudad se pobló de fantasmas. O así decía la gente. Fantasmas plácidos, que incluso si espantaban o hacían chocarrerías, lo hacían en buen plan.
Pronto empezamos a asociar esta sensación de fantasmas con la Banda de los Olvidados, y una especie de ternura inconscientes nos invadió a todos. Beatus ille, suspiramos luego.
A Plácido una vez más le vino bien el nombre. También a nosotros; no nos pesa ni debe haberlo olvidado, y hay noches que nos divertimos preguntándonos quién habrá dejado abiertos el refrigerador o la ventana.
No lo sabemos, pero en esos momentos de duermevela estamos a punto de recordar a Plácido. Como un rahído, un pequeñísimo petit mal, dura unos instantes, y pasa