ASTROLABIO Mauricio Ortiz
DC-3

Despegó del aeropuerto de Tepic y en una amplia curvatura fijó el rumbo directo a la sierra. Era un carcachón de miedo aquel bimotor, volante hechizo de varilla corrugada, alambritos por aquí y por allá en el precario tablero de mando y máskines y mastiques por todas partes. Veintiún plazas, sus cinturones de seguridad, su fila de escotillas y el paisaje cada vez más preocupante de la inmensa pared montañosa que se venía encima. El piloto viró en el momento oportuno y al frente se abrió imponente el acertijo de cañones, grietas y cañadas que conducen al Gran Nayar, en el corazón de la Sierra Madre.

Al ruido de un motor no exento de achaques y quejidos y sobre un fuselaje precario al menos de apariencia, el DC-3 remontaba los cielos serranos con singular alegría y buen ánimo. Huaynamota City, anunció súbitamente el copiloto y ya estaba aterrizando el avión quién sabe dónde. Pasajeros, costales de sandías y de naranjas, arreos de cuero y forraje, bultos varios y maletas y en no más de diez minutos a los aires de nuevo y los abismos de piedra. Con 29 metros de envergadura, 1,200 caballos de fuerza en cada uno de los dos radiales Pratt & Whitney, velocidad mayor de 270 kilómetros por hora y, gran novedad para la época, tren de aterrizaje retráctil, los primeros DC-3 levantaron el vuelo en 1935 y muy pronto se convirtieron en el modelo favorito de las jóvenes aerolíneas del continente. Con una producción total de casi veinte mil artefactos, el Douglas Sleeper Transport, como se le nombraba oficialmente, marcó el paso definitivo de la aviación heroica a la aviación comercial.

El monoplaza del Aguila Solitaria, Emilio Carranza, se estrelló en los pantanos de Sandy Ridge, cerca del Monte Hollys, Nueva York, en julio de 1928. El biplano Douglas 0-38, Ejército Mexicano, de Pablo Sidar y su copiloto Carlos Rovirosa se desintegró en Costa Rica en mayo de 1930. El conquistador del cielo de Francisco Sarabia, tal vez el más famoso de los Lindberghs mexicanos, a poco de despegar de la ciudad de Washington terminó en las aguas del río Potomac en junio de 1939. Para 1940 la red aérea cubierta en el país ascendía a 60 mil kilómetros y había 140 aviones comerciales y 100 particulares. A partir de entonces las muertes aéreas ya no pasarían a nombrarse ni los restos mortales vendrían a merecer más un lugar en la rotonda de los hombres ilustres.

Pero no por anónimo menos heroico lo que hace el vetusto DC-3 en la sierra nayarita. ``Más ligero toma nuevamente la pista y se eleva, enfilándose a un cerro. Da, para esquivarlo, una vuelta temprana y pronunciada. Las cimas y las cañadas, las gargantas y cañones interminables se deslizan con equívoca suavidad por las escotillas: las paredes de la sierra se alejan momentáneamente y los horizontes se abren. Pronto sobrevuela Jesús María, el principal centro religioso y ceremonial de la tribu cora. Qué bonitos los tejados allá abajo, en las oscilaciones del río.''

Cuando despegó de nuevo una onda melancólica cristalizó en tierra a medida que se alejaba el ronquido de los motores y se perdía el punto plateado en el cielo de cristal. También los aviones, como los coches viejos están destinados a morir un día y éste podía ser su último viaje: el DC-3 se dejó de construir en 1946, medio siglo antes: chatarra eres y en chatarra te convertirás.