Después de que se rompieron los consensos para sacar adelante la reforma electoral, se abrió en el país un curioso periodo de justificación gubernamental. La premisa es muy sencilla, pero es digna de análisis porque expresa muy bien el momento por el que atravesamos y, sobre todo, retrata la visión de los actores sobre el actual proceso político: se trataba de sacar adelante una reforma que dejara en el pasado los litigios electorales y posibilitara, de una vez por todas, iniciar otra etapa de equidad y transparencia. Este punto de partida tenía múltiples razones y justificaciones, desde los costos políticos y económicos, hasta los peligros de violencia y desintegración que tocan a la puerta del país cada vez con mayor insistencia. El ofrecimiento lo hizo el presidente Zedillo desde antes de tomar posesión, hace casi dos años. En todo ese periodo los partidos políticos más importantes se dedicaron a buscar el clima de consenso necesario para hacer la reforma ``definitiva'' que México necesitaba de forma urgente. Dos años después tenemos una reforma electoral mayoriteada por el PRI, con lagunas e inequidades y una larga cadena de justificaciones del gobierno y del mismo presidente que afirman que esta reforma es una maravilla.
Fue tan costoso para el PRI y para el gobierno zedillista el rompimiento del consenso con la oposición y la decisión de dar marcha atrás en varios acuerdos muy importantes de la reforma, que al parecer no encontraron mejor excusa que afirmar que se trató de una razón de Estado. La falacia resulta por demás a la vista: la realidad es que se trató de una razón eminentemente partidista, de un cálculo del PRI para agarrarse de donde considera que puede ser el camino más seguro para conservar el poder: del dinero para las campañas, del cierre de posibilidades de una coalición opositora, de candados y trampas legales a un futuro gobernante del Distrito Federal y de la no penalidad jurídica por si acaso se les pasa la mano en el gasto de las campañas.
Ahora resulta que las cantidades que va a gastar el PRI en campañas millonarias para un país empobrecido, son para que los partidos no se vean ``obligados'' a conseguir recursos extranjeros o del narcotráfico; en conclusión, ahora los partidos van a ser ricos y con esos recursos van a fortalecer nuestra soberanía. Por lo visto hemos avanzado en la capacidad retórica, no hay duda.
Para seguir con el cuadro, el presidente Zedillo, que quedó mal parado entre su ofrecimiento y los resultados que le impuso su partido: en lugar de usar su recurso de veto, con lo cual se hubiera fortalecido como un presidente con visión de largo plazo, mejor prefirió señalar que esta reforma sería la única de su sexenio. Después vino la cascada de justificaciones sobre la danza de los millones, se confundió el principio, sobre el que nadie estaba en desacuerdo --que el financiamiento de los partidos políticos sea fundamentalmente de carácter público-- con los montos exagerados que fueron la razón del fracaso del consenso, porque no sólo resulta injustificado tener gastos de país súper rico para competencias electorales, cuando en realidad la gran mayoría de los mexicanos tiene el agua al cuello y no tiene ni para alimentarse.
Luego empezaron los argumentos sobre el costo de la democracia. Se quiso crear un clima de opinión para legitimar la reversa priísta. Lo cual no resulta extraño en mentalidades tecnocráticas. El argumento es que la democracia es un proceso muy importante --lo cual no está en duda prácticamente para nadie-- por lo tanto, bien vale la pena asegurarle un camino feliz lleno de dinero, porque al final de cuentas se trata de una inversión. En este tono, el secretario de Gobernación, Emilio Chuayffet, hizo una apología a la inversión pública en la política con motivo del aniversario de la Revolución Mexicana. El argumento de nuevo fue similar: como los recursos públicos provienen de los ciudadanos son legítimos y, por lo tanto, garantizan que los gobernantes atiendan los reclamos populares. Se quiso voltear el dicho del que paga manda, pero ahora con cargo al contribuyente, al ciudadano o al pueblo, según se necesiten los recursos de la retórica para argumentar.
El gran fondo de todo este problema tiene su origen en una suplencia: si ante el PRI se surtía de los recursos públicos, de forma ilegítima, pero acorde a los esquemas de un partido de Estado, ahora, con el avance de la competencia ya no se justifica, ni tampoco se ve bien, o simplemente se dificulta; entonces se tiene que reforzar de forma ``legítima'', vía el financiamiento público. Se trata de una transferencia de recursos que de todos modos la pagamos los ciudadanos. En este punto se encuentra el problema, cuánto cuesta que el PRI se convierta en un partido político y deje de ser el aparato electoral del gobierno. Los ciudadanos pagamos durante décadas los costos de corrupción y de impunidad que impuso el priísmo, y ahora tendremos que pagar los costos económicos de sus campañas millonarias.