(segunda y última parte)
En las Naciones Unidas, el tema del secretario general se inscribe dentro de un debate más amplio --la reforma de la organización-- que muchos países han propiciado en la última década. Esas reformas van desde crear una fuerza militar de res-puesta rápida hasta aumentar los miembros permanentes del Consejo de Seguridad y mejorar la administración presupuestaria. Para lograr esto último se creó el alto cargo de contralor, nombrándose a un amigo del presidente George Bush. Poco después de su llegada, Boutros Ghali designó a otro recomendado de la Casa Blanca, el señor Joseph E. Connor, quien, junto con otros altos funcionarios estadu-nidenses en la ONU, ha manifestado públicamente su desacuerdo con Wa-shington.
Frente a esa andanada, ¿qué pudo hacer Boutros Ghali? Si se quedaba cruzado de brazos, seguro perdía la partida. Un portavoz de la ONU salió de inmediato al quite para defenderlo con la misma vehemencia que había sido atacado. Eso estuvo bien, pero había que hacer más. Y aquí las opciones eran pocas. Primero, pudo tratar de seguir movilizando a su grupo regional (Africa), como ya lo hizo en Camerún en junio, pero ahí corría el riesgo de dividirlo aún más. Muchos africanos no consideran a este egipcio copto como uno de los suyos. Segundo, pudo declararle la guerra a Estados Unidos, despidiendo a nacio-nales de ese país para recortar gastos y reducir así parte del déficit que Wa-shington ha causado. O, tercero, pudo haber recurrido a la misma artimaña parlamentaria de 1950. Para ello, ha-bría sido necesario obtener el apoyo decidido de una mayoría de los 185 miembros de la ONU, difícil de conseguir dada la fuerza de Estados Unidos en la ONU hoy, y la consecuente docilidad de otros países, grandes y pequeños. Pocos dirigentes de los países que sí creen en la ONU han alzado su voz en público para apoyar la reelección del secretario general. Esto es triste, pero cierto. Seguramente algunos han platicado con funciona-rios estadunidenses sobre el tema. Más aún, no se trata de defender a Boutros Ghali; se trata de defender la dignidad de la ONU. Tanto el presidente Clinton como su secretario de Estado son muy razonables y saben escuchar. Y quizás, a pesar de la amenaza de veto, las cosas cambien ahora. Las campañas presidenciales en Estados Unidos suelen afectar hasta al más cuerdo.
¿Por qué echar a Boutros Ghali? ¿Será más eficaz su relevo? El problema no es el secretario general, sino Estados Unidos. Ese país goza de los mayores privilegios en la ONU. Hace lo que quiere (o casi) en el Consejo de Seguridad, nacionales suyos ocupan puestos clave en la organización, y la ciudad de Nueva York recibe de las misiones diplomáticas más de cinco veces el monto total de la cuota anual de Estados Unidos. A pesar de ello, Washington no paga lo que debe.
Instalado en la cabina de pilotos del nuevo orden mundial, el presidente Clinton no tiene porqué recurrir a tales tácticas. Su reelección no depen-dió de cuestiones de política exterior, y mucho menos del tema de la ONU y su secretario general.
El llamado futbol americano es muy violento, de muchos golpes, pero aún en ese juego rudo, el árbitro puede pe-nalizar a un jugador por rudeza inne-cesaria.
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* Cónsul general de México en Barcelona y autor de Votos y vetos en la Asamblea General de las Naciones Unidas (México, 1994). Sus opiniones no son necesariamente las de su gobierno