Fue el dinero el que dio al traste con las negociaciones entre los partidos y el gobierno. Y no tanto por la forma de distribución que quedó establecida desde los primeros acuerdos constitucionales, ni por el hecho de que el financiamiento público prevaleciera sobre el privado, cuanto porque nadie quiso compartir el costo político que suponía aprobar la suma elevadísima que exigió el PRI para comenzar a desligarse de sus redes gubernamentales, y someter sus gastos a la fiscalización del nuevo Consejo General del IFE. Todo lo demás ha sido una larga escaramuza de papel.
De todos modos, el IFE no ha salido bien librado de esas batallas entre los partidos, en buena medida, porque los nuevos consejeros electorales decidimos mantenernos al margen de unas negociaciones a las que, por otra parte, nunca fuimos invitados; aunque también porque las ocho columnas y los protagonistas les siguen ganando la batalla a los análisis de fondo. El impresionismo sigue siendo la escuela preferida. En cambio, la prudencia política por la que optamos --hermana de la ética de la responsabilidad-- durante los 21 días en que nos vimos obligados a trabajar con una ley que se moría, mientras la nueva se declaraba entre gritos como muerta de antemano, llegó a leerse incluso como el acomodo de los nuevos consejeros a los aparatos de poder. Y no faltó quien hubiera preferido ver entre nosotros una renuncia colectiva ante la falta de consenso, como un buen punto de partida para provocar un nuevo escándalo político que hubiese muerto, ése sí, con el periódico del día anterior. Pero el colmo ha sido la información según la cual optamos libremente por aquel financiamiento --la manzana de la discordia-- que, en realidad, llegó amarrado desde el Poder Legislativo, y que todo mundo conocía perfectamente. De modo que la aprobación del IFE no fue un juicio de valor ni mucho menos una toma de partido: fue un imperativo legal, y nada más. Así que, inconformarnos con el todo por una de sus partes, no sólo hubiera significado la cancelación de los muchos otros caminos nuevos que sí nos ofrece la ley para seguir construyendo el edificio democrático, sino una prueba irrefutable de que nos movemos solamente por la dirección en la que sopla el viento de los medios. Y algo más: ingenuidad política e irresponsabilidad legal, dos muy malas señas si de lo que se trata es de empujar en favor de la vida democrática.
La verdad es que el país ganaría mucho si se entendiera mejor el papel que le corresponde a cada una de las instituciones que participan en esta obra colectiva. Que cada quien haga su tarea. Es cierto que algunos de los partidos políticos consideran que varios artículos del nuevo Cofipe no promulgado sino hasta el día 22 de noviembre podrían ser inconstitucionales. Pero no le toca al IFE sustituir a la Suprema Corte de Justicia, que es el conducto legal para resolver ese conflicto. Lo nuestro, en cambio, es llevar la ley que ya tenemos hasta el límite de sus posibilidades, que no son pocas y que son mucho mejores que las anteriores. Pronto nombraremos a los nuevos directores ejecutivos del aparato electoral, a los consejeros electorales locales de cada una de las entidades del país, y revisaremos también la estructura ejecutiva del IFE en todos los estados. Todo eso, sumado a la puesta en marcha de las comisiones de consejeros que se aprobaron el mismo día 22, será una operación mayor para reunir al enorme equipo de mexicanos que sembrará el terreno de los próximos comicios federales, al margen de intereses partidarios y de presiones de papel. Esa sí será nuestra responsabilidad. De ahí en adelante, ojalá se nos comience a juzgar por lo que haremos y ya no por lo que hicieron o dejaron de hacer otros.