La política es el arte de gobernar a los pueblos, a las naciones. En épocas anteriores al siglo XIX, la forma normal y aceptada de gobierno era la monarquía. Alguien, una persona, una familia, como sucedió en la llamada república de Venecia, o un grupo de familias tenía en su haber la facultad de gobernar; eran los soberanos.
A partir de la Revolución Francesa y de sus ideas precursoras, el principio de la igualdad de todos los hombres se estableció como una verdad generalmente aceptada y el sentido de igualdad dio paso a los gobiernos democráticos en sustitución de las monarquías o de los gobiernos aristocráticos.
La convicción de que todos somos iguales ante la ley y todos tenemos en materia política y de gobierno idénticos derechos, que es otra manera de definir la democracia, se hizo universal, se abrió camino y se incorporó a todas las constituciones modernas y a las declaraciones de derechos humanos, lo mismo nacionales que internacionales como las de la ONU y de la OEA.
Pero dar el paso de la aceptación del principio en las reglas de derecho a la realidad sociológica es otra cosa.
En México, desde hace ya casi un siglo, aceptamos y reconocemos que no hay democracia, aun cuando estamos, generación tras generación, dispuestos a implantarla.
Desde el levantamiento de Madero hasta las reuniones de Chapultepec, de Bucareli o de Barcelona; desde el lema de Sufragio Efectivo hasta la discusión acerca de si la recién aprobada reforma electoral es en verdad la última o definitiva o, como parece más cierto, un regateo más en esta materia, muchos mexicanos hemos dedicado parte importante de nuestra acción y de nuestro tiempo a buscar y procurar la democracia. En unas épocas y en ciertos lugares, muchos también han derramado su sangre por ese objetivo.
En el camino se han removido muchos obstáculos, barreras y dificultades; siempre hay quienes prefieren formas de tomar decisiones más autoritarias y menos participativas que la democracia, pero como no han faltado tampoco otros que nos tomamos en serio lo que dicen las leyes, participamos en las elecciones como si fuera una realidad plena el respeto al voto y a las decisiones colectivas y democráticas. El proceso ha sido largo, como una gran guerra, como una lucha en la que un siglo se nos ha ido volando y al final del cual todavía no hemos alcanzado una victoria definitiva.
Los avances se han entorpecido con errores, abandonos, contemporizaciones y aun con francas traiciones. Pero unos dejan de luchar y atrás vienen otros con nuevos bríos, y así se ha logrado lo poco que tenemos en este campo.
Hoy pienso que uno de los elementos perturbadores de la democracia es el asunto del dinero. Las competencias entre candidatos, partidos, puntos de vista y programas se han pervertido con la presencia en las pugnas políticas del dinero, de mucho, muchísimo dinero.
Al estilo estadunidense, en México las campañas políticas también requieren ahora de grandes sumas monetarias. La política, así, pasa de ser un asunto de todos, a uno de los hombres del dinero, de los que pueden disponer de él, independientemente de su procedencia.
En Estados Unidos, ya se sabe, los partidos y los candidatos recurren a cerradas competencias de equipos de publicistas, expertos en opinión pública, técnicos en cuestiones del mercado y de la imagen y todos cobran, y cobran mucho. Un candidato pobre en esas condiciones, emulando al filósofo-político Hank González, diremos que es un pobre candidato.
Y tal mala costumbre la hemos venido adoptando cada vez más. La Convención Nacional del PAN de hace un par de semanas fue algo muy distinto a lo que me tocó ver y vivir hace algunos años. Las ideas, los programas, las propuestas pasan a un segundo plano y lo que importa es el escenario, el aparato, los rayos láser, las pantallas gigantes de televisión, el show.
Lo que estamos testificando en Nuevo León va por el mismo camino: el actual gobernador, del PRI, y el flamante candidato del ``opositor'' PAN, son de la misma familia, socios de la misma empresa, del mismo grupo cerrado --de la misma clase social, diría Marx-- y ambos de gran fortuna personal.
La democracia cede el paso a la plutocracia, al gobierno del dinero porque la política da dinero y se hace con dinero en estos tiempos oscuros.
Rescatar la democracia será con este nuevo obstáculo de la riqueza, no tan fácil, pero posible. Tenemos que volver a la política que se dirige a la inteligencia, al alma de los votantes y no a sus ojos; pobre candidato el que tiene que recurrir a sus expertos para que le cambien el look; pobre del pueblo que vota por razones de cosméticos más o menos bien empleados.