Las disimetrías entre los números y datos oficiales con la dura realidad son alarmantes: ``alguien'' debe ser miope. La bonanza de las estadísticas gubernamentales, alabada en muchos de sus renglones, ya sea educación, salud o vivienda, así como la reiteración de la tan trillada como estúpida cita de que la crisis ``ya tocó fondo'', merecen considerarse cabalmente. A renglón seguido, la obligación es otra: proponer, al menos, algunos antídotos que ofrezcan esperanza.
Leamos algunas cifras. Se asevera que en México hay 20 millones de habitantes en la pobreza y otros tantos en la miseria. Se ha dicho también que el poder adquisitivo de la clase trabajadora ha disminuido cerca de 50 por ciento en la última década. Asimismo, si se evalúa la calidad de la atención médica de uno de nuestros grandes bastiones, el Instituto Mexicano del Seguro Social, por medio del tiempo dedicado a cada paciente -entre 5 y 10 minutos por consulta-, o si se cavila en el creciente número de trabajadores que continúan cruzando el río Bravo a pesar de los riesgos implícitos, la interpretación de los datos es otra. Huelga decir que el enlistado es gigante y abigarrado.
Si bien el inicio de los tropiezos se conoce -gobierno-, en cambio, su fin sigue siendo incierto: de allí la idea de limitar mi enlistado y la cabalidad de afirmar que aún no hemos ``tocado fondo''. Ya sea porque no existe el fondo o bien, porque la deconstrucción generada por la corrupción e impunidad imperantes en el poder hagan inalcanzable cualquier fondo. O finalmente, porque la magnitud de la crisis heredada y perpetuada sea de tal envergadura, que ``tocar fondo'' es sencillamente imposible. La realidad es más simple que la retórica: 40 millones de connacionales muy pobres son suficientes vidas para aseverar que el fondo es lejano.
Ante tales desencuentros, cifras gubernamentales contra la miseria de la población, es inmoral guardar silencio: siempre queda si no la certidumbre, sí al menos la esperanza de que la voz y la letra contengan algún valor, algún significado. Quizá, la posibilidad de cambio pueda emerger tan sólo por no ser cómplices.
La magnitud de la crisis, la peor de las últimas décadas, debería vacunar contra el mutismo. Precisamente, las ideas y antídotos para contrarrestar los sinsabores de la época actual encuentran eco en otra idea trillada: el mayor logro de la suma de los gobiernos priístas es haber conglomerado a la gran mayoría de la opinión pública ``pensante'' en su contra. De ahí que todo silencio deba ser leído como anuencia, como complicidad. Aunado a la política del ``no silencio'', sería deseable cultivar la filosofía de la insolencia.
La sociedad mexicana ha oscilado entre condescendencia y mutismo alarmantes. Incluso en algunos países con la misma idiosincrasia que la nuestra los movimientos sociales han sido más vigorosos. ¿Qué pasa en México?
Se ha dicho que la conciencia de la población quedó muy sensibilizada por la violencia de la Revolución. Sin embargo, tal hipótesis carece de sustento; de ser cierta, la misma conciencia evitaría los atropellos repetitivos de los últimos gobiernos. En los últimos años, el número de movimientos que en México han propugnado por generar una conciencia social no guardan paralelo a las imposiciones provenientes del poder. Voz apenas audible por un lado y demasiada fuerza por el otro.
La filosofía del no silencio y de la insolencia es lo que requiere nuestra nación. Maurice Blanchot consideraba que ``... la insolencia era una disciplina que incluía la voluntad de rechazar lo convenido, la costumbre, lo habitual... (y que) desgarra el orden convencional... (y que) se manifiesta en relación a los demás, por un movimiento que tiene en cuenta intensamente al otro''. En los últimos sexenios, los gobiernos se han encargado de edificar un México de acarreados, habitado por seres inopinados, impensados, silentes, con mayorías desprovistas de educación y, por extensión, de voz. Una nación en la que las comparsas cantan los sones requeridos y las plañideras redimen y exculpan todo atropello. Fomentar la insolencia, dándole la posibilidad de tener voz a la conciencia social de las clases hostigadas, puede ser una de las vías para construir otra forma de gobierno. El punto total es educar: diseminar la idea, con insolencia, de que no podemos seguir siendo una nación atropellada.