La Jornada 28 de noviembre de 1996

Octavio Rodríguez Araujo
Un reto para el EZLN

En estas páginas y en otras he insistido en criticar a la democracia de élites como un factor conveniente y funcional al modelo de dominación en México. Entiendo por democracia de élites la apariencia de democracia correspondiente a una lógica de fetichización de la voluntad popular mediante la interpretación que de ésta hacen los dirigentes de organizaciones estatales, partidarias o de clase o sectores de clase.

Esta democracia de élites, que por definición no es democracia en su acepción etimológica, ha sido posible desde hace muchos años gracias a la expropiación política de que ha sido víctima la población mayoritaria a partir de la instauración de los gobiernos posrevolucionarios. El estatismo en la economía, la cultura y demás que caracterizó a nuestro régimen hasta antes de la imposición del modelo neoliberal, fue útil para sojuzgar a la sociedad en su mayoría, tratándola como menor de edad que sólo contaba para las decisiones del poder si formaba parte de las corporaciones del partido oficial o de partidos reconocidos por los gobiernos en turno.

En la actualidad, en esta época en que el estatismo pertenece al pasado, la sociedad podría sacudirse la tutela estatal-gubernamental, de no ser por la individualización a la que ha sido obligada por la ya larga crisis económica. Es la individualización de la sociedad, es decir una sociedad que no se asume como tal sino como conjunto de individuos que luchan entre sí por sobrevivir, lo que permite ahora al gobierno impopular mantenerse en el poder. Al efecto, este poder cuenta también con su mascarada democrática inscrita en el modelo de la democracia de élites que, quiérase o no, suscriben los partidos de oposición reconocidos por el gobierno.

La crítica a la democracia de élites, sin embargo, no es fácil ni tiene soluciones alternativas obvias. Hay dos corrientes de pensamiento que han querido trivializar el problema: el anarquismo y el llamado posmodernismo. Para estas corrientes el problema se resuelve tirando a la basura la teoría de la representación y las estructuras estatales (anarquismo) o haciendo iguales, artificialmente, a quienes son desiguales: el principio de identidad en la sociedad civil como si ésta estuviera compuesta por comunidades y no por clases sociales con intereses diversos y frecuentemente contradictorios (posmodernismo). Ambas corrientes coinciden en un punto, pese a sus diferencias en el cuerpo central de sus argumentos: la teoría de la representación usurpa la voluntad popular convirtiéndola en asunto de élites, es decir de representantes que al gozar de los privilegios de un cierto grado de poder abandonan a sus representados.

La antítesis a esta democracia de élites se sintetiza en una expresión zapatista: mandar obedeciendo; lo cual supone la reorganización de la sociedad y su participación responsable para poder condicionar su apoyo y para saber exigir el cumplimiento de compromisos adquiridos por sus representantes.

Pero esta antítesis de la democracia de élites no es tampoco asunto trivial y de fácil solución. Supone, en primer lugar que la sociedad organizada y no organizada se asuma como sociedad y no como agregado de individuos con sus intereses egoístas. En segundo lugar, una vez asumida como sociedad, como parte del cuerpo social con ciertas identidades en las diferencias, se espera que cambie su cultura política y use su arbitrio social para exigir a sus representantes sociales, partidarios y estatales congruencia entre lo que prometen y lo que hacen, entre lo que aceptaron hacer y lo que una vez en posiciones de dirigencia y representación hacen. En tercer lugar, y aquí se trata de una estrategia muy fina, que quienes se asumen como sociedad, más que aspirar al poder o a cargos públicos, ejerzan presión sobre el poder (sin corresponsabilizarse de sus acciones) para que, entonces sí, el que mande lo haga obedeciendo.

Aquí radica la genialidad del EZLN, en mi interpretación, puesto que se ubica al margen del anarquismo, del posmodernismo y del autoritarismo que ha caracterizado por igual a la izquierda tradicional y al poder que se expresa en las élites que lo componen. Pero esta genialidad requiere, para ser viable, que la sociedad se asuma como sociedad y, además, organizada al margen de las élites y del poder mismo. Tarea enorme que, según entrevista de Marcos a La Jornada (26/11/96), parece ser un reto que vale la pena.