La Jornada 28 de noviembre de 1996

Rolando Cordera Campos
Edomex o el desastre

Creo que soy de los pocos en esta casa nuestra que piensan que, en lo fundamental, la reforma electoral aprobada significa un avance importante para la normalización política de México. Sin embargo, como casi todos, estoy convencido de que esta normalidad no puede ser sino democrática, única forma civilizada de articular pluralidad social con paz y respeto por los derechos humanos.

Asimismo, pienso que el debate tiene que ir y pronto, más allá de las reales o supuestas perversidades incorporadas en la Ley a la última hora. Más rápido aún, deberíamos abandonar hipótesis absurdas como las que explican lo ocurrido por medio de una supuesta rebelión priísta que habría aprovechado el viaje presidencial a América del Sur. Eso sigue siendo presidencialismo, aunque se exprese en sentido contrario, y en nada ayuda a esclarecer los términos de la discusión y las eventuales propuestas para ir más lejos en la democratización, que es lo que importa.

Nada de lo dicho, sin embargo, me impide coincidir con quienes piensan que el trecho por andar es largo, y si no largo difícil, lleno de escollos; escollos que podrían ponernos en una ruta de regresión indeseable y harto destructiva. Más que en la Ley, estas posibilidades nefandas hay que ubicarlas en las conductas y las mentalidades que siguen ocupando por lo menos parte del escenario central de la política.

Hoy estamos ante un caso de esa especie. Lo acordado por el IEE del estado de México no se apoya en la ley ni tiene campo alguno para justificarse en la política de hoy, con y sin visión --o razón de Estado. Es, simplemente, una aberración jurídica y una atrocidad política. Contra eso hay que unir al máximo la voluntad democrática, como hay que hacerlo en torno al IFE y la exigencia de unas elecciones limpias y libres en 1997. Lo demás, será cosa de las políticas, las propuestas y los diagnósticos que ciudadanos sin y con partido podamos gestar con vistas a un Congreso de la Unión que pueda ser, en los hechos, un Congreso auténticamente renovador, es decir, normalizador por democrático.