De manera coincidente, dos obras de autores mexicanos, que se sitúan en familias de la clase media en los alrededores del día de la madre, están en escena. Por donde se mire, la familia ha interesado a nuestros dramaturgos desde hace décadas, ya sea para desentrañarla, ya sea para seguir los cambios --en ocasiones muy pocos-- que ha venido sufriendo. Jesús González Dávila lo ha hecho de manera preponderante no sólo en las obras que componen su famosa Trilogía, sino en muchas otras en que su disección del entorno familiar irradia hacia toda la sociedad, a veces incluso durante grandes acontecimientos citadinos --el 68, el sismo del 85-- que apenas son mencionados como un borroso marco del drama de sus personajes. Con esto quiero subrayar que la obra primera del autor está llena de sutilezas, claroscuros y ambigüedades que le dan un estilo muy personal; por desgracia, González Dávila tiende en los últimos tiempos hacia un tremendismo en sus propuestas que lo alejan de sus primarias intenciones.
Un ejemplo muy claro lo tenemos en Aroma de cariño, cuyo primer acto está constituido por la logradísima pieza corta, Crónica de un desayuno en la que presentaba una situación muy verosímil: el regreso de un padre pródigo y las reacciones que suscitaba en su esposa y sus tres hijos. Así, con Luzma, la madre definía --más allá de las aburridas desmitificaciones sufridas en los años anteriores-- a la luchona mujer clasemediera que, entre errores y debilidades, saca adelante a los hijos, pero que no puede menos que rendirse ante ``su hombre'', el marido desobligado y abusivo. Los hijos, y sobre todo el ausente Pedro --que sólo aparece al final para curarse la cruda y eructar groseramente su cerveza-- estaban muy justamente retratados mediante un diálogo ácido y muy real. Nunca estrenada oficialmente (no cuentan los montajes de grupos provincianos que muchas veces omiten hasta pedir permiso al autor), ahora cae en las muy eficaces manos de Xavier Rojas y con un reparto excelente. Pero el autor le añade un segundo acto que echa por tierra lo logrado en el primero.
En efecto, el tremendismo de este segundo acto vuelve inverosímil por lo menos al padre. Todos conocemos a esos seres de cinismo extremo, capaces de abusar de su familia, pero aun así resulta inverosímil la reacción de Pedro, pidiendo una cerveza, al enterarse del atentado cruel que sufrió el pequeño Teo, en lugar de preocuparse un momento por su hijo. Y la reacción de Luzma más interesada por definir su relación con el marido que en la suerte del niño, desdice mucho los antecedentes de su personaje. Y así por el estilo, con el resultado de que toda sutileza se pierde. Como, en algunos rangos, se pierde en la escenificación de Xavier Rojas, que sigue conservando su talento para el teatro círculo, del que es pionero entre nosotros, pero que acepta una escenografía muy extravagante, debida a Laura Rode, con esa especie de telaraña que envuelve la escena y que da al traste con el realismo pedido. O en la vestimenta excesivamente punk de Ernesto Laguardia, que personifica a Marcos y que posiblemente Luzma, la excelente María Rojo, no le permitiera usar. Bien, como siempre Eugenia Leñero y bien el niño Alan Fernando. Manuel Ojeda hace lo que puede en su inverosímil personaje.
Tremendista también, la visión que de la familia tiene José Dimayuga en su País de sensibles. No se niega que en una familia exista el alcoholismo y sabemos que el incesto --que también maneja González Dávila en la segunda parte de su obra-- no es cosa infrecuente. Pero ponga usted a una madre --rockera y alivianada-- y sus dos hijos sean todos alcohólicos, que haya un incesto consumado entre los hermanos y deseos incestuosos de la madre hacia el hijo, amén de que cualquiera pueda ser culpable de un viejo crimen por el que ya pagó con cárcel Haydeé, la hija, y entonces resulta todo una desmesura. Incluso me atrevería a decir que reaccionaria, nostálgica de la madrecita abnegada y dependiente. La mujer liberada no nos gusta, y menos si disfruta el rock: es puta, es mala madre y es alcohólica, muy lejos de la enternecedora figura de Libertad Lamarque o Marga López, madres de una pieza y como se debe.
En una escenografía muy prolija, pero que se niega al realismo pleno, en que asoman las columnas de metal --¿por qué los escenógrafos se niegan tanto a hacer una escenografía realista para una obra que sí lo es?-- y dirigidos con limpieza por José Enrique Gorlero, Mónica Serna como Imelda, la madre, sostiene las actuaciones de los todavía no muy formados Marisa Gómez y Luis Ibar, que van cobrando ritmo, hasta mantener uno, casi frenético, conforme se alejan de las discursivas primeras escenas. No es uno de los espectáculos más logrados de la mancuerna Gorlero-Serna, probablemente por la falsedad del texto mismo que en esta ocasión eligieron.