Una grandiosa cultura de alrededor de cuatro mil años, contados a partir de la monarquía Hsia (c. 2000-c. 1520 aC) hasta la República Popular de hoy, en la que han florecido espíritus prominentes como los de Confucio, Mencio y Lao-Tse, durante el reino Chou, sólo comparables a los clásicos Sócrates, Platón y Aristóteles, de la civilización helénica, o bien, en años recientes, los de Sun Yat-sen, Chou Enlai, Mao Tse-tung y el reformista Deng Xiaoping, filósofos de la política que han modelado el nuevo pensamiento inspirado en los principios metodológicos de Marx y Engels. La profundidad de la cultura china asombra aún más si se la compara, por ejemplo, con la apenas bicentenaria de Norteamérica o la aún no bicentenaria mexicana.
Ahora bien, con motivo de la reciente y brevísima visita del presidente Ernesto Zedillo a la patria del Reino Celestial Taiping y de los mártires del Movimiento Yihetua, surge una interrogación fundamental: ¿cómo una China subdesarrollada tardía en su ingreso al mundo universal y perseguida por las ambiciones bárbaras del imperialismo metropolitano desatado en el ocaso del siglo XVIII por la revolución industrial inglesa, pudo desprenderse de esas aceradas ataduras y lograr su plena independencia?; y un país como México, el nuestro, avasallado ahora por semejantes aprisionamientos, ¿qué puede aprender de las grandes enseñanzas que ha legado a la humanidad aquel extraordinario pueblo del extremo Oriente? Quizá la respuesta más precisa sea la siguiente. De 1911, año en que Sun Yat-sen y la generación del Levantamiento de Wuchang, fundadores de la Primera República, al triunfo de Mao Tse-tung, hacia 1949, cimentador junto con su generación comunista, de la Segunda República, el innovador pueblo fue forjado al calor de las luchas contra el reparto de su Patria entre los agresivos poderes militares y económicos. En la segunda mitad del siglo XIX y el primer decenio del presente, Estados Unidos, Rusia, Inglaterra, Japón, Alemania y Francia se adueñaron del comercio, la industria y la banca con apoyo en los tratados desiguales que cada potencia arrancó de las élites dinásticas Ching, y de las que usurparon la anhelada República sunista --recuérdense las turbias maniobras de la emperatriz Ci Xi o las no menos turbias de Yuan Shikai y Chiang Kaichek--; sin embargo, el pueblo heroico lograría con el tremendo costo de un océano de sangre, sacrificios múltiples y a base de extraer de sí mismo el talento supremo que interpretó con verdad y gran precisión las circunstancias que lo hundían más y más en el vacío de las atlántidas perdidas, logró, tan maravilloso pueblo, salir de las prisiones y alcanzar las luces de su propio destino. La heteronomía imperial fue cambiada por una brillante autonomía nacional.
Esa hermosa lección que aún preside el desarrollo progresista de la patria de Mo-Tze, el célebre anticonfuciano del siglo V aC, encierra dos revelaciones muy significativas. En primer lugar, que ninguna fuerza minoritaria interior por enorme que sea, sustentada en la riqueza de que goza y en el apoyo externo, puede subyugar a un pueblo cuando éste toma conciencia de sus propios valores y decide hacer añicos la opresión al tomar en sus manos el manejo de su historia. ¿No es acaso ésa la situación de avasallamiento en que se encuentran las mayorías mexicanas respecto de las castas financieras y sus socios extranjeros, concentradores de altas proporciones del ingreso nacional? La otra revelación es también deslumbrante. No importan la pobreza y la desesperación del pueblo si, para liberarse de los aherrojamientos que sufre, asume como guía la templanza y los valores de su propia sabiduría. Las revoluciones del pueblo mexicano son momentos estelares de su rica sabiduría, pero aún falta el momento culminante. Es necesario dar fin al autoritarismo presidencialista que nos desvió del camino democrático; y para esto tendremos paralelamente que destrabarnos de las fuentes que vienen nutriendo desde hace muchos años las raíces de la parálisis histórica que padecemos: la ya insoportable carga de la plutocracia local y extranjera que con el pretexto de la modernización se ha adueñado de los timones políticos del país. Volvamos los ojos a la China que derrotó a la añosa aristocracia monárquica, a la falsa democracia tipo Chiang Kai-chek y al voraz y brutal imperialismo de Occidente. ¿O debemos no mirar la realidad?.