Montejo es un poeta excepcional, esto es, un buen poeta, un magnífico poeta. Con el mismo puño de su obra poética está escrito El taller blanco, con el puño de un poeta cuyo oficio fue cocinado en el horno del pan, en el taller de la medida moral y rígida con lo que es imprescindible y necesario, con el conocimiento de la raíz de la apariencia, con el secreto de la lengua. La levadura que Eugenio Montejo utilizó para la escritura de esta reunión de ensayos tiene también parentezco cercano con la que utilizaría el novelista, el contador de historias, el urdidor de mentiras. Las mentiras de Montejo son siempre ciertas, como las del buen novelista. Escultor de Olivetti en ristre, nos regala una lengua visible que en su inteligencia y sabiduría puede darnos casa y acogernos.
Su pensamiento tiene lo inesperado y excitante del juego de niños, y la sabiduría del inmóvil reflexivo, de un sabio prisionero. Es, a su manera, un puente entre estas dos facciones. Un aventurero abandonado en una playa desierta, que encuentra en el pescador borracho al poeta. El pescador encuentra en él Atenas, Montejo en el pescador su propia existencia congelada en el pasado inmóvil, y la evocación de Conrad viajando por las costas venezolanas, encontrando minas de plata inexistentes. Esta nieve imaginaria tiene algo de herramienta. Es un mago Montejo, hace aparecer la nieve-plata escondida en las costas caribeñas, y la hecha a actuar, maquinaria para escarbar en la imaginación el verdadero conocimiento. La nieve de Montejo es la nieve caribeña, la que quema vía el frío extremo y el extremo calor de las cosas.
Eugenio Montejo es un poeta al que le debo mucho como lectora, como persona. También estoy con él en deuda como escritora: en un poema suyo encontré la posibilidad de escribir una novela, no el tono de Son vacas, somos puercos, sino el verso que encerraba la preocupación que estallada me llevaría a su escritura. No conozco a Eugenio Montejo (y el destino ingrato ha escrito que tampoco lo encuentre hoy), pero mi relación con él es íntima e imprescindible, como la que uno tiene con los grandes escritores.
Me despido de él sin conocerlo, pero antes de hacerlo aprovecharé la lectura que he hecho del El taller blanco para hacer una comparación que su fineza no merece, pero que no puedo contenerme de formular. Sé que la elegancia de espíritu de Montejo no merece la mención que aquí hago, pero sé también que él será capaz de perdonármelo: en un libro de texto, llamado Guía escolar para alumnos de quinto de primaria, editado por Fernández editores, encuentro que los redactores confunden cabe el verbo, con cabe la decrépita preposición en desuso, y obligan a nuestros niños a aprender y ejercitar esta burrada. No podemos considerar esta burrada un error privado, sino parte culpable del mismo espíritu que permite la impresión anual de libros de texto gratuitos y desechables, dispendio injustificable, y crimen en contra de la noción del libro, y otra retórica tomada de pelo a los ciudadanos. La estulticia y la tontería, la garantía de prolongar un mundo descompuesto, se manifiestan en la impresión anual de libros que debieran (como ocurre en los países europeos) pertenecer a la escuela y ser prestados a los alumnos, año con año. El libro regresaría a su lugar: no sería un objeto desechable, víctima por hacerdor del hurto a los bolsillos del erario público. Dice Montejo: ``En el centro de la armonía social, y fatalmente dependiendo de ella, coloca el sabio (Confucio) la vigilancia de la palabra''. Vigilancia que no podemos encontrar en estos tiempos borrascosos y deprimentes para nuestro país, sumido por la ineptitud de un terror (¿cómo más interpretar sus operativos policiacos, en contra de un par de colonias, acusadas de ser cuevas de hampones, esgrimiendo como prueba el cuchillo de la cocina, y el reloj y la cadenita que encontraron en los cuellos y en los puños, mientras que los que han saqueado al país no son procesados legalmente por ese crimen?), un aparato estatal que en cambio se manifiesta lerdo o completamente renuente a sus más elementales responsabilidades. Cuando los depósitos de gasolina estallan, los policías asaltan, los libros de texto gratuitos siguen dilapidadores exhibiendo los bienes que no tenemos (¿a quién le salen gratis? ¿Al país? ¿Al erario público? ¿A nuestros impuestos?), y los libros no-gratuitos viven felices con sus errores, nada me parece más recomendable que leer a Eugenio Montejo, otro en la corta legión de los inmortales. No estamos tan perdidos como los sucederes diarios nos quieren hacer creer. El error de cabe la preposición tomada como un verbo, es de importancia bestial, transmite el mensaje del caos y la destrucción. El acierto de Montejo, la limpieza de su escritura, el tino inesperado de su pensamiento, nos traen en cambio del sur a un ``cartógrafo de la esperanza''.