La idea de que vivimos un acelerado proceso de globalización ha permeado el discurso político de nuestro tiempo, ha influido en el análisis académico, ha condicionado la actividad económica y ha justificado muchas acciones expansionistas de las grandes potencias.
De manera sistemática se afirma que la globalización sustituyó a la polaridad. Las potencias económicas postulan la idea de la globalidad, para así hacer menos perceptible su participación hegemónica en el mundo de nuestros días, y los países medianos y pequeños se acogen al concepto de la globalización, como una manera de sentirse incorporados en supuesta igualdad de condiciones al panorama mundial contemporáneo.
La globalidad tiene mucho de realidad y no poco de ficción. Lo que tiene de realidad es el ocultamiento de las hegemonías subsistentes; lo que tiene de ficción es la paridad de las potencias y el equilibrio entre los actores de la vida internacional. Lo cierto es que la polaridad estaba referida no sólo a las formas de atribuir la propiedad de los medios de producción, sino a la fuerza expansiva de cada uno de los modelos.
El problema central de la bipolaridad, no consistía en la imposibilidad de que coexistieron los regímenes estatistas y los liberales, supuesto que a la fecha subsisten algunos estados donde el régimen de la propiedad sigue estando sujeta al Estado, como en el caso de China, para mencionar un ejemplo.
Lo que importaba, por tanto, no era superar la dualidad economía de Estado y economía de empresa, sino la rivalidad expansiva de ambos modelos. Una vez que el modelo de economía de Estado perdió su función paradigmática, un equilibrio entre la libertad y la racionalidad porque quienes lo aplican carecen de posibilidades reales para influir en su adopción por parte de terceros países, la dualidad ya no estorba, y la contradicción resulta irrelevante.
No era tanto un problema de espacio para las ideas, sino de espacio para la influencia económica. Cuando las economías estatizadas se convierten en clientes, se les incorpora a la globalidad, como los casos de China y Vietnam; cuando no lo hacen, o lo hacen de manera parcial, se les mantiene al margen, como ocurre con Cuba.
Una ventaja conceptual de la globalidad es que todos se pueden sentir parte de ella. Aun cuando para hacerlo tengan que entregar parte de su riqueza, despojarse de algo de su personalidad o sacrificar un poco de su soberanía. Si se quiere ver desde otra perspectiva, habrá que decir que la riqueza se comparte, que la personalidad se renueva y que la soberanía se moderniza. Pero la triste realidad viene a ser la misma: más influyentes los poderosos y más condicionados los débiles.