Las luchas entre liberales y conservadores han marcado la historia del México independiente; en ellas, frecuentemente el clero ha estado presente; un caso se dio en 1856, en el convento grande de San Francisco. Estando como presidente don Ignacio Comonfort, frente al descontento de los que ahora llamaríamos ``de derecha'' --otros los clasificarían de ``mochos''-- organizaron tremenda ``grilla'' en el mencionado centro religioso.
La conspiración contó con el apoyo de los religiosos que prestaron las instalaciones del fabuloso convento y muchos de ellos tuvieron activa participación. Enterado el gobierno liberal, la noche que se daría el golpe tomó el sitio y apresó a los conspiradores. Al día siguiente se emitió un decreto expropiatorio que establecía: ``Para la mejora y embellecimiento de la capital de la República, en el término de quince días, contados desde la fecha de este decreto, quedará abierta la calle llamada callejón de Dolores, hasta salir y comunicar con la calle de San Juan de Letrán y se denominará calle de la Independencia''. Así nació la actual 16 de Septiembre y se inició la mutilación de la bella construcción. Tras la presurosa salida inicial y la demolición de la parte correspondiente, el benévolo Comonfort permitió a los franciscanos regresar a ocupar el resto del convento, lo que no era poca cosa pues era inmenso: 32 mil 490 metros cuadrados de superficie. En el refectorio o comedor cabía la friolera de 500 personas y tenía once capillas, cada una de las dimensiones de una iglesia y todas compitiendo entre sí en lujo de adornos y arquitectura.
De ellas nos hablan los cronistas antiguos y deslumbra conocer sus contenidos. Cada una estaba patrocinada por algún grupo de españoles, que se unián por su origen provincial y trataban de tener la mejor; así, la famosa de Balvanera fue costeada por los naturales de la Rioja; la de Aranzazú por vizcaínos y navarros; la de Burgos por los montañeses, etcétera. Todas ostentaban bellos retablos, finos confesionarios y valiosos órganos. No se quedaban atrás las capillas interiores: la de la Virgen de la Macana, que hemos comentado debe ser la patrona de los granaderos, y que en ese entonces era de los novicios; la de la enfermería, y la soberbia de San Antonio en las habitaciones de los padres provinciales; esta última aún existe y aloja, en la parte baja a la librería Pórtico, especializada en la ciudad de México, y en la alta, al Consejo de la Crónica.
Ya hemos hablado de este antiguo convento, pero su historia es tan rica que hay cientos de cosas interesantes que contar, entre otras, las impresionantes ceremonias que celebraban varias veces al año. Destacaba la del santo patrono, cuyo festejo duraba dos días y participaba ``gran número de fieles'', según la deliciosa descripción que nos hace García Cubas.
Hasta el siglo XVIII, los festejos concluían con un espléndido festín, mismo que se suspendió a raíz de una amonestación ``privada'' que les hizo el virrey Conde de Revillagigedo, en la cual mencionaba que ``no era justo ni decoroso, desviar los fondos destinados a objetos piadosos, extraviando la inversión de las limosnas, con escándalo de los fieles, en lujosos banquetes''.
Una festividad que hizo época fue la que se llevo a cabo los tres primeros días de junio de 1855, con motivo de la ``Declaración Dogmática de la Inmaculada Concepción de Nuestra Señora''; en ella los franciscanos verdaderamente ``tiraron la casa por la ventana''; sacaron todos sus adornos y vestimentas, decoraron las iglesias y varias calles.
Estas fiestas conocidas como el ``triduo'', finalizaron con una impresionante procesión que, según los cronistas, fue ``una de las más célebres que se registran en los anales de la Iglesia mexicana''.
Una breve reseña: la presidian siete batidores montados en soberbios alazanes, seguidos de una banda de música, todo ello para abrirle el paso a un bellísimo y elegante carro triunfal, que conducía ``La Purísima'', jalado con gruesos cordones de seda roja, por obispos, canónigos, sacerdotes, caballeros de Guadalupe y generales. Lo seguían corporaciones, empleados, cofradías con sus lujosos estandartes y pendones, alumnos de los colegios, comunidades religiosas y sacerdotes del clero secular, todos con sus mejores galas.
De estos recuerdos del convento grande de San Francisco, sólo nos quedan cuatro evidencias arquitectónicas, entre ellas el templo principal, que está en la calle de Madero y que ahora podemos admirar desde los ventanales del nuevo restaurante D'Abolengo que acaba de abrir sus puertas en donde estuvo por años el famoso Centro Vasco y que ahora renovado, pero guardando el estilo de su antecesor, ofrece sabrosa comida sinaloense en la que destacan los mariscos; deliciosas, sus machacas marinas y el pescado zarandeado. Se entra por el Pasaje América y la señal son unos preciosos coches antiguos.