Augusto Monterroso
El Premio Juan Rulfo
Los términos Latinoamérica y Caribe como un todo designan regiones tan vastas, que la misma imaginación, un tanto abrumada, se encuentra en problemas para abarcarlos de una sola vez. Mientras, como puede, la mente acomoda en ese gran conglomerado a El Salvador, a Brasil o a La Martinica con sus lagos, sus ríos y sus montañas, así como a sus 400 millones de habitantes de diversas culturas, colores, lenguas y dialectos. Pues bien, de esos millones de inquietos seres humanos son muy pocos, poquísimos, los lectores; pero muchos, muchísimos, los escritores: novelistas, poetas, y meros hombres de pluma en general.
Entre estos últimos me ha tocado en esta ocasión a mí, salido de la porción quizá más pequeña de aquel desmesurado conjunto de pueblos y nacionalidades, y por decisión de un jurado tan valiente como generoso, recibir este Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo, que me honra inmensamente pero que, y lo digo con toda sinceridad, ni mis más cercanos amigos pensaron jamás que yo mereciera, aun cuando mi esposa, Bárbara Jacobs, una optimista sin remedio posible, lo había venido dando por descontado cada año, desde el primero de su fundación. A nadie deberá extrañar, entonces, que sea a ella a quien lo dedico, por ésta y mil otras razones.
Me referí antes a la inmensidad del continente que habitamos. ¿No es doblemente milagroso ver cómo este premio, que lleva el nombre y sobre todo el sello personal de ese genial escritor surgido de la entraña más profunda de México, de aquel hombre silencioso por sabio y naturalmente hosco por indignación, de cuya amistad gocé desde mis primeros años en este país hasta el día de su muerte, ver como este premio nos une ahora a través de nuestros libros, del juicio de nuestros críticos y profesores, y de la conciencia, que deseo crecientemente aguda, de nuestra irremediable hermandad continental? Pues es un hecho cierto que cada vez más las voces apagadas de los fantasmas de Pedro Páramo y de los personajes igualmente fantasmales de El llano en llamas recorren nuestros caminos y saltan nuestras fronteras artificiales para ir a unirse a esos otros espíritus desolados que salen por las noches de los libros del uruguayo Horacio Quiroga, del venezolano Rómulo Gallegos, del argentino Roberto Arlt, del periano José Maria Arguedas, del guatemalteco Miguel Angel Asturias o del salvadoreño Salvador Salazar Arrué, Salarrué; esas voces de los destinos duros y sin esperanza, que siguen emitiéndose sin ser escuchadas en este continente que Luis Carlos Prestes llamó a mediados de este siglo el ``Continente de la Esperanza'', y hoy se quiere olvidar, y de hecho se olvida, qué esperanza fuera aquélla y, por supuesto, desde qué trinchera hablaba el dirigente legendario. Pero Juan Rulfo sí lo sabía y, apretando los dientes, se identificaba con aquellas voces y con aquellos autores, y hoy forma un gran todo con ellos en nuestro desmemoriado continente. Y me gusta pensar que este premio es también de ellos y para ellos.
Cinco grandes poetas y prosistas --si es que la distinción de poesía y prosa puede hacerse en sus casos concretos-- me han precedido en la obtención de este premio; cinco escritores iberoamericanos de los que, no por casualidad, he tenido la fortuna de llamarme amigo, y en los países de los cuales he permanecido mayor o menor tiempo, en una ocasión o en otra, enfrentado a circunstancias dramáticas o dichosas.
Nicanor Parra, en cuya patria viví dos años de destierro, cuando el gobierno de Estados Unidos acabó con el régimen democrático de Jacobo Arbenz en Guatemala, y 19 antes de que aquel gobierno decidiera también hacer lo mismo con el de Salvador Allende, en Chile, en tanto que en las espléndidas alamedas se escuchaba la voz triste de Violeta Parra, la hermana del poeta, dando gracias a la vida: dos años de exilio chileno en que aprendí la fuerza de la solidaridad y las maravillas de la cueca y el vino.
Juan José Arreola, maestro indiscutible de la palabra y la imaginación, autor de cuentos prodigiosos que en buena parte tuve la oportunidad y la suerte, gracias a nuestra fraternal amistad, de ver nacer tema por tema, casi línea por línea, y compañero incomparable, junto con Juan Rulfo, Ernesto Mejía Sánchez, Rubén Bonifaz Nuño y José Durand, de mis largos años de exilio y aprendizaje literario --que aún no termina-- en un México hoy casi de leyenda.
Hago aquí un breve paréntesis. En dos ocasiones asomó en los párrafos anteriores el término exilio, esa palabra que hasta hace muy pocos años mantuvo su vigencia en nuestros países, y que argentinos, chilenos y guatemaltecos conocemos especialmente bien. Hace tan sólo unos meses yo mismo volví por primera vez a mi patria, Guatemala, después de 42 años de ejercer ese obligado destino. ¿Qué me movió a hacerlo? Una vez más, la esperanza, la esperanza apoyada en ciertas señales de cambio, pero en particular la venturosa coyuntura de que en aquellos días, y en estos días, la buena voluntad, o la profunda convicción de ambas partes en conflicto de que así tiene que ser, ha hecho que la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca y el gobierno de Guatemala estén muy cerca de lograr la paz definitiva. Manifiesto aquí mi esperanza de que en el futuro no se dé nunca más la literatura guatemalteca en el exilio, y de que se cumpla el deseo de Arthur Rimbaud cuando en su propia temporada en el infierno se preguntaba: ``¿Cuándo iremos más allá de las playas y los montes a saludar el nacimiento del nuevo trabajo, la nueva sabiduría , la fuga de los tiranos y de los demonios, el fin de la superstición?''
Eliseo Diego, todo talento, todo amor por la literatura, todo él creador de íntimas obras maestras irrepetibles en que la prosa y la poesía cumplen con claridad el ya señalado ideal de ser la misma cosa, y a quien conocí y aprendí a querer en su Cuba indoblegable y en nuestro México, que también nos vio unidos.
Julio Ramón Ribeyro, con cuyos cuentos brillantes y misteriosos, que me obsequió en París con Juan Rulfo como testigo, pasé tres noches de insomnio maravillado, en tanto que durante los días correspondientes Juan Rulfo y yo buscábamos con cierta desesperación, en tiendas especializadas en instrumentos musicales, una caja sin violín para el violín sin caja de su hijo Juan Pablo, y en todas esas tiendas tenían cajas sin guitarra para guitarras sin caja, pero en ninguna cajas sin violín.
Nélida Piñón, admirada autora de admirados cuentos y novelas, ciudadana de La república de los sueños con quien, en la desvelada compañía del argentino Osvaldo Soriano, perito en tangos y en Gardel, firmemente instalados, para variar, en la esperanza de la Nicaragua sandinista, revivimos la buena tradición de las posadas cervantinas y durante varias noches pobladas de recuerdos nos contamos nuestras vidas, al mismo tiempo que el dulce acento brasileño de Nélida nos hacía sentir vivamente unidos a la gran literatura de su país.
Así, pues, difícilmente podría exagerar la alegría que siento ahora, cuando la suerte me ha unido, en el espíritu de Juan Rulfo, a este grupo de extraordinarios creadores de la gran patria de todos, gracias al Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo, que nos convoca en esta grande y bella ciudad de Guadalajara, que hoy abre una vez más sus puertas a los mexicanos y al mundo.