La Jornada Semanal, 1o. de diciembre de 1996
Como la mayoría de los corredores aficionados, Gonzague Gagnon
detestaba y temía la distancia que hay entre el tercio y la
mitad de un trayecto.
En el sendero de tierra donde diariamente corría diez kilómetros antes de regresar caminando, había plantado estacas que identificaban las principales etapas del recorrido: la décima parte, la quinta, la cuarta, la tercera, la mitad, las dos terceras, etcétera.
Siempre era más fácil correr el primer tercio, porque Gonzague Gagnon no sentía aún la fuerza del cansancio. Además, esos tercios se dividían en numerosas fracciones y daban la impresión de avanzar rápidamente.
Pero una vez pasada la estaca del primer tercio, Gonzague Gagnon entraba en una no fraction's land, un kilómetro y dos tercios sin estaca, con la tentación de volver a casa porque las piernas le empezaban a doler.
Poco instruido, Gonzague Gagnon ignoraba que por un excéntrico capricho de las matemáticas, la distancia entre el tercio y la mitad es realmente dos veces mayor que entre el cuarto y el tercio. Según él era una ilusión, y a fin de cuentas daba lo mismo.
Por si fuera poco, cerca del tercio de la carrera, el camino que hasta entonces había sido agradablemente sombreado a lo largo de un arroyo, desembocaba en campo raso y se volvía recto en un paisaje plano, sin árboles. A la derecha se distinguían los rieles casi abandonados del ferrocarril y a lo lejos se podía ver el río, muy ancho en este lugar, corriendo entre dos riberas planas, sin interés. La estaca que marcaba la mitad de la carrera había sido plantada justo atrás del puentecito que cruzaba el río Saint-Nicol. A partir de ahí, el camino se volvía sombreado, lleno de esas desviaciones que transforman la carrera más monótona en una experiencia variada, y dan la impresión de avanzar mucho más rápidamente que a campo traviesa.
En fin, después de la mitad todo se volvía fácil nuevamente. Gonzague Gagnon sabía que lo más duro había pasado y que ya no era pertinente abandonar la carrera, porque alcanzados los dos tercios llegaba rápido a los tres cuartos, luego a los cuatro quintos, después a la estaca que marcaba su destino final.
La carrera le hubiera parecido increíblemente fácil tal vez demasiado sin ese maldito espacio entre el tercio y la mitad.
Gonzague Gagnon era gasolinero en el garage mecánico Gagnon, la única estación de servicio de Saint-Nicol, y compartía un pequeño alojamiento arriba del garage con Gaston Gagnon, mecánico del garage Gagnon y vago primo suyo, puesto que todo el mundo en Saint-Nicol era más o menos primo y se apellidaba Gagnon. Pero Gonzague y Gaston no tenían nada en común, fuera de su patrón y su alojamiento. No tenían nada que decirse y prácticamente no se hablaban jamás. A Gaston le parecía ridícula la pasión por correr y a Gonzague le parecía ridículo carecer de ésta.
Sin haber visto nunca estadísticas sobre el tema, Gonzague Gagnon sabía que la mayor parte de los hombres mueren alrededor de los setenta años. Y se decía que correr lo ayudaría a superar un poco la edad a la que morían los viejos de Saint-Nicol, y con suerte llegaba a los setenta y cinco.
Cuando Gonzague Gagnon cumplió veinticinco años, calculó que había alcanzado el tercio de su vida, así que se resignó a enfrentar la parte más difícil de su existencia, entre veinticinco y treinta y siete años y medio: esta llana y larga espera entre el tercio y la mitad.
No es que el primer tercio de su vida hubiera sido particularmente fértil en acontecimientos: su venida al mundo, seis años de escuela, la muerte de su madre, las centenas de millares de litros de gasolina servidos en los mismos autos y camiones, semana tras semana, habían sido los únicos hechos notables hasta entonces. Pero el tiempo no le había resultado lento porque ese primer tercio de su existencia era justamente el primero, y porque nunca antes había vivido lo que ahora estaba viviendo.
El principio del segundo tercio en cambio le pareció excesivamente repetitivo y monótono, sobre todo porque aún le faltaban doce años y seis meses para alcanzar otra fracción importante de su vida.
Se puso en busca de distracciones.
La televisión le daba sueño, beber más de una botella de cerveza también. Las dos principales distracciones de los nicolenses no pudieron socorrerlo.
Durante sus primeros veinticinco años, Gonzague Gagnon se había conformado con fantasear vagamente sobre su mecedora en la que ni siguiera se mecía. Pasaba el verano sobre el balcón de su casa, detrás del Garage Gagnon, frente a los campos donde pastaban las vacas, prácticamente inmóviles, y el invierno en su cuarto con la puerta cerrada, para no escuchar la televisión de Gaston Gagnon.
La certeza de estar en ese largo y fastidioso intervalo entre el tercio y la mitad de su vida volvió el tiempo de Gonzague Gagnon todavía más tedioso de lo que hasta entonces le había parecido.
Justo en esa época se abrió en Saint-Nicol una biblioteca pública. El alcalde había conseguido un programa de subvenciones para ello, pues necesitaba reparar el camión de servicio de incendios. Pidió a los Servicios de Propagación de la Cultura en Medio Inculto una subvención para el establecimiento de una biblioteca que permitió reparar el camión.
Sobraron doscientos dólares que el alcalde, hombre concienzudo y honesto, consagró efectivamente a la constitución de una biblioteca pública. Mandó instalar una repisa en el local de bomberos voluntarios y suscribió la municipalidad de Saint-Nicol a una colección titulada "Grandes Misterios del Universo".
Esta colección, según un comercial, estaba constituida de libros apasionantes, encuadernados elegantemente, con muchas fotos e ilustraciones a color. El alcalde de Saint-Nicol pensó que la colección le gustaría a los amantes de la lectura, a los amantes de las buenas encuadernaciones, a los amantes de la fotografía en blanco y negro y a los amantes de las ilustraciones de color. Muy pronto contempló con satisfacción los primeros volúmenes de los "Grandes Misterios del Universo", cuidadosamente ordenados sobre su repisa en el local de los bomberos voluntarios.
Gonzague Gagnon era bombero voluntario, aunque no se tratara más que de una distracción esporádica, pues los incendios eran poco frecuentes en Saint-Nicol. De cualquier modo, cuando ocurrían, los bomberos llegaban siempre demasiado tarde. Sin embargo, se había sentido obligado a proponer su candidatura porque era el corredor más rápido del pueblo, y el que siempre llegaba primero.
Un día, descubrió los volúmenes empolvados. Nunca había leído un libro, ni siquiera había tenido uno entre las manos, excepto los manuales escolares, sucios, gastados, con varias páginas arrancadas.
El primer volumen de la colección se llamaba Y si usted pudiera... Gonzague Gagnon lo leyó en dos noches, sentado frente al volante del camión de bomberos. Leyó en seguida los otros volúmenes, aunque lentamente, pues era incapaz de entender el sentido de las palabras sin pronunciarlas en voz alta. Según Y si usted pudiera... todo el mundo tenía poderes especiales, aunque la mayoría de la gente lo ignorara. Bastaba sin embargo que un individuo emprendiera una investigación sistemática para descubrir cuáles poderes le habían sido otorgados por la naturaleza o por una fuerza superior.
Por eso, el último capítulo de Y si usted pudiera... incluía una lista de novecientos y un poderes parapsicológicos, cada uno precedido de dos cuadritos de "Sí" y "No", en los que el lector podía hacer una cruz en caso de que se revelara, o no, dotado de esta facultad. He aquí algunos elementos de la lista:
Doblar los tenedores a distancia.
Poner a levitar animales ligeros
(pájaros, gatos, conejos).
Poner a levitar algunos muebles
(sillas, pianos, televisiones).
Cambiar el color de los objetos sin
pintarlos.
Hacer llover.
Detener las tormentas de nieve.
La lista se extendía sobre veinte páginas y abrió a Gonzague Gagnon perspectivas fascinantes.
Probó cada experiencia: cazar con la vista, por ejemplo, lo que le hubiera permitido derribar a una perdiz o a una liebre con sólo guiñar el ojo; calentar agua con las manos; encontrar al instante el resultado de operaciones matemáticas muy complejas.
Pero nada le funcionó. Las perdices continuaban su vuelo sin disminuir la velocidad; las liebres se alejaban a pierna suelta; el agua seguía fría en la olla y Gonzague Gagnon daba los resultados más imaginativos a las operaciones más sencillas.
El autor de Y si usted pudiera... especificaba que esos poderes no eran necesariamente estables, que se podían adquirir o perder con la edad, que algunos poderes sólo funcionaban en lunes para ciertas personas, que los poderes inexplicables tenían por definición tendencia a aparecer y desaparecer inexplicablemente.
Por eso, Gonzague Gagnon releía varias veces a la semana la lista y ya casi la conocía de memoria. Esta ocupación le hizo sentir mucho menos largo el tiempo entre el tercio y la mitad de su vida.
Además, el autor de Y si usted pudiera..., quien afirmaba haber hecho numerosas investigaciones para conformar la lista de poderes parapsicológicos más completa posible, incitaba a sus lectores a realizar sus propias experiencias.
Así, Gonzague Gagnon dio rienda suelta a su imaginación. Sus carreras cotidianas le sugerían numerosas posibilidades: transformar en leche el agua del río Saint-Nicol... hacer que creciera trigo en medio de la nieve durante el invierno... acercar las casas... esculpir las nubes a su semejanza... hacer que las vacas enloquecieran, transformar los postes del alambrado en cirios pascuales... Por qué no?, sólo era cuestión de intentarlo todo. Un día algo iba a funcionar.
La telepatía llamó mucho tiempo su atención. Le parecía "más normal" que hacer volar a un buey o cantar a una culebra. Ya una vez había pasado que su patrón y él hablaban al mismo tiempo y del mismo tema sin haberse puesto de acuerdo.
Es hora de cambiarle el aceite al Ford habían dicho los dos en el mismo momento.
Cuando debutó en el oficio, a los tres años, Gonzague Gagnon inventó un juego: adivinar si el conductor del auto que se acercaba a la estación de servicio iba a pedir de la super o de la ordinaria. Pero tuvo que abandonarlo en cuanto supo cuáles conductores tomaban de la super y cuáles de la ordinaria. Además, ese juego no le ayudaba verdaderamente a pasar el tiempo, pues sólo podía jugarse en el momento en que se aproximaba un auto, es decir, cuando por fin iba a hacer algo.
Varios años después, Gonzague Gagnon volvió a la telepatía diciéndose que tal vez estaba dotado con ese fenómeno.
Para comenzar trató de emitir pensamientos. Por ejemplo, fijaba la vista en la nuca de su patrón mientras éste le daba la espalda e intentaba darle órdenes: "Agáchate!... saca tu billetera!... ráscate la nalga derecha!" Pero el patrón no reaccionaba jamás. Salvo una vez, en que giró hacia Gonzague Gagnon mientras éste le ordenaba voltear hacia él, y preguntó: "Por qué me miras así?"
El gasolinero le tartamudeó el clásico proverbio: "un perro bien puede mirar a un obispo". El patrón levantó los hombros y siguió desarmando la transmisión del Chevrolet de Nésimo Gagnon. Obligado a reconocer que no tenía talento para la emisión telepática, Gonzague Gagnon concluyó que en cambio debía ser excelente en la recepción de pensamientos.
Por si fuera poco, vivía con un sujeto ideal, Gaston Gagnon, quien pasaba horas frente a su televisor, mirando programas que no parecían interesarle, y por lo tanto pasaba horas pensando.
Muchas tardes, Gonzague se instaló en el sofá vecino al de Gaston. Cerraba los ojos, espantaba de su mente cualquier pensamiento y se concentraba, listo para captar la menor reflexión, la menor imagen mental, los menores jirones de frase o de idea que brotaran de su primo.
Sin embargo, quizá porque Gaston nunca pensaba nada, Gonzague nunca captó nada.
Había tenido más éxito con Gruñón, el perro de su jefe, un bastardo albino que se las daba de perro feroz pero que tenía miedo de las mulas. En el verano, Gonzague Gagnon le daba órdenes: "agacha la cabeza!... dobla la oreja izquierda!.. parpadea!" Y Gruñón las acataba.Pero no había de qué enorgullecerse, pues el perro no reaccionaba ante órdenes más complejas: "ladra cinco veces, da un salto peligroso, habla".
No había ningún mérito en hacer que un perro estúpido hiciera cosas estúpidas.
Cuando llegó a su trigésimo quinto cumpleaños, Gonzague Gagnon había renunciado a descubrirse poderes paranormales.
Ya sólo estaba a dos años y dos meses de la mitad de su vida. A partir de entonces, los meses y los años se pondrían a desfilar tan rápido como los kilómetros una vez pasada la mitad de la carrera.
La mañana de su cumpleaños, Gonzague Gagnon se puso los zapatos para correr y lograr un objetivo que se había impuesto desde hacía mucho tiempo: hacer diez kilómetros en treinta y cincominutos en su cumpleaños número treinta y cinco. Año tras año, se había impuesto objetivos semejantes: treinta y dos minutos a los treinta y dos años, treinta y tres a los treinta y tres, y así. Nunca lo había conseguido. Pero este objetivo se volvía cada vez más realizable conforme pasaban los años. No había alcanzado acaso los treinta y tres minutos el año anterior?
Seis de la mañana: tenía dos horas para correr sus diez kilómetros, volver a pie, tomar una ducha y bajar al trabajo.
Era una hermosa mañana de mayo y Gonzague Gagnon se alegró una vez más de haber nacido en mayo, y no como la mayoría de la gente del pueblo concebidos durante la primavera en noviembre o en diciembre. Corrió los dos primeros kilómetros más lentamente para calentarse las piernas. Después alargóla zancada y apuró el paso. Alcanzó la estaca del tercio tres minutos más tarde. Como de costumbre, comenzó a sentirse cansado. Pero si quería hacer menos de treinta y cinco minutos no era posible disminuir la velocidad, aun si cada paso parecía atrasar el transcurso del tiempo.
A lo lejos, Gonzague Gagnon distinguió el río Saint-Nicol. Justo del otro lado, encontraría la estaca de los cinco kilómetros. Pero ya le pesaban las piernas. Debía disminuir y arriesgarse a no correr los diez kilómetros en treinta y cinco minutos, o al contrario, mantener si no es que aumentar la cadencia, arriesgándose a no terminar el trayecto?
Un gruñido lejano lo distrajo. Era el tren de pasajeros. El silbido fue larguísimo y Gonzague Gagnon no pudo resistir las ganas de girar la cabeza, aun sabiendo que eso le haría perder una fracción de segundo.
El tren llegaba a toda velocidad, sobre el ferrocarril paralelo al sendero, a su derecha, embistiendo en la misma dirección que él.
Era el mismo tren, sin duda, con los mismos pasajeros y el mismo conductor.
Gonzague Gagnon volvió a mirar de frente. El puente de madera que cruzaba el río Saint-Nicol estaba muy cerca, ahora a cien pasos de distancia cuando mucho.
En ese momento, Gonzague Gagnon se sorprendió por no haber probado antes sus poderes sobre los objetos mecánicos. Por qué sólo había intentado mover mesas, sillas y otras cosas inmóviles? Y sí fueran en cambio los objetos móviles autos, trenes, camiones con los que Gonzague Gagnon, aprendiz de mecánico, tuviera más posibilidades?
Echó un vistazo a la derecha. El tren llegaba a su altura y se disponía a cruzar el puente mecánico sobre el río Saint-Nicol, subiendo al puente de madera.
Deténte! exclamó Gonzague Gagnon.
Lo dijo a media voz, con cierto miedo al ridículo. Aun si el tren hubiera tenido orejas y no hubiera hecho tanto ruido, difícilmente lo habría escuchado a semejante distancia.
Sin embargo, el tren frenó. Sus ruedas se bloquearon y rechinaron, sacando chispas. La locomotora se inmovilizó algunas vueltas de rueda antes del puentede metal. Gonzague Gagnon también se detuvo a unos cuantos pasos del puente de madera.
El mecánico y el ajustafrenos bajaron gesticulando del tren; aparentemente, el primero increpaba al segundo. Se agacharon sobre la vía, revisaron las ruedas y volvieron a subir. El tren arrancó, avanzó con lentitud, con prudencia. Gonzague Gagnon lo miró alejarse, tomar velocidad.
Olvidó la carrera. "Puedo hacer que los trenes se detengan", se repitió varias veces, caminando hacia su casa. Pero después de pensarlo un poco llegó a la conclusión de que la experiencia no era definitiva.
Esperó con ansiedad que pasara el tren de la semana siguiente. Cuando el tren estuvo a punto de atravesar el río Saint-Nicol, dijo otra vez: "Deténte", y el tren frenó de nuevo.
Ese verano, durante algunas semanas, Gonzague Gagnon le tomó un gusto perverso a detener trenes, y a mirar a los mecánicos saltando agitadísimos sobre la vía. Se observaba en la locomotora un número cada vez mayor de inspectores, de mécanicos, de gente que Gonzague Gagnon adivinaba especialistas de todo tipo, venidos de más y más lejos, de más y más arriba.
Cambiaron la locomotora. Luego el tren entero. Las autoridades mandaron remplazar un pedazo de los rieles. Después otro. Pero nada cambió. En el pueblo se empezó a hablar de una maldición, de una vía encantada. Cuando le comentaban el asunto, Gonzague Gagnon sonreía sin decir una palabra.
Sin embargo, cuando demolieron el viejo puente de metal para remplazarlo por uno nuevo, Gonzague Gagnon se dijo que había ido demasiado lejos y que se estaba arriesgando a que el tren desapareciera.
Las autoridades estuvieron felices de que el nuevo puente solucionara el problema de las paradas inexplicables del tren, aun si esas paradas seguían siendo inexplicables.
"Hoy es la mitad de mi vida", pensó Gonzague Gagnon una mañana de diciembre.
Se lavó los dientes, se puso sus mallas y los pants, sin olvidarse de deslizar una toallita doblada en cuatro para proteger del frío la parte más sensible de su anatomía.
Su camino habitual estaba bien despejado, pero un poco resbaloso, con un fondo de hielo que incitaba a la prudencia. Y Gonzague Gagnon lamentó no poder alcanzar su objetivo de treinta y siete minutos y medio a los treinta y siete años y medio. "Ya será para los treinta y ocho años", concluyó con filosofía, aunque bien hubiera podido sentir amargura después de los últimos fracasos. Durante mucho tiempo había estado convencido de que le iba a ser fácil correr diez kilómetros en el número de minutos equivalente a su edad. Pero envejecía más rápido de lo que su objetivo se prolongaba y cada año necesitaba más de un minuto suplementario para correr sus diez kilómetros.
Esa mañana corrió sin ambición precisa, sin apresurarse, sin otro fin más que sentir su cuerpo funcionar armoniosamente a los treinta y siete años y medio.
Pensaba con placer que una vez alcanzada la mitad de su vida, el resto sería fácil y lleno de acontecimientos, que pronto estaría en los dos tercios, luego en los tres cuartos, y que nunca más se aburriría como lo había hecho entre el tercio y la mitad.
Corría entonces alegremente pero sin mucha prisa. Se estaba acercando a la mitad: el río Saint-Nicol, y se disponía a cruzar el puente de madera cuando una silueta negra, frente al fondo blanco del río congelado, le llamó la atención. Disminuyó la velocidad. Alguien pescaba en el río, sentado sobre un tronco y agitando una caña corta sobre un agujero en el hielo.
El pescador desvió de repente los ojos hacía él como si hubiera sentido una presencia. Gonzague Gagnon se paró en seco. El pescador era una mujer. Ya había visto mujeres pescando, pero una mujer pescando sola, así, en el río, nunca.
Decidió acercarse y brincó la zanja que había al borde del camino, sintiendo la nieve infiltrarse en sus zapatos. Avanzó con dificultad hundido hasta los muslos.
Pronto estuvo en el río, donde el viento había prácticamente despejado la nieve. La mujer lo miraba acercarse. Vio que era guapa y eso lo intimidó. Tuvo ganas de regresar, pero qué iba a pensar de él, después de haberlo visto venir hacía ella?: que tenía miedo.
Claro que tenía miedo, y de más en más conforme descubría lo bella que era. Qué le iba a decir?
Se detuvo a algunos pasos de distancia.
Hola dijo él.
Hola.
Hay pique?
Ella no respondió. Gonzague Gagnon sólo tenía que ver las decenas de truchas y los dos lucios regados alrededor de ella, sobre el hielo. Los más recientes saltaban todavía antes de congelarse y morir.
Permaneció un buen rato sin moverse, mirándola. De repente, la mujer jaló la caña, se levantó y sacó del agujero una hermosa trucha saltarina. Gonzague Gagnon se acercó para desenganchar el pescado.
Lo puedo hacer yo dijo la mujer quitándose los guantes.
Gonzague Gagnon retrocedió dos pasos. Le hubiera gustado quedarse el día ahí sin decir nada, sólo mirándola. Pero se sintió obligado a hablar. Durante mucho tiempo estuvo buscando un tema de conversación interesante o, mejor aún, que lo hiciera interesante a él, Gonzague Gagnon.
Soy corredor.
Se ve dijo ella.
Estuvo a punto de añadir que era aprendiz de mecánico, pero por primera vez en su vida tuvo vergüenza de su oficio. No porque de pronto le resultara demasiado humilde, sino que le parecía demasiado ordinario. Seguro que había un aprendiz de mecánico en cada pueblo del mundo entero, y tal vez en la ciudad de donde venía la mujer; porque se notaba que venía de la ciudad.
Gonzague Gagnon buscó, aún sin decir nada, algo que decir, pero lo interrumpió un ligero temblor en el aire, apenas perceptible.
"Es el tren", pensó aguzando el oído.
En efecto, el temblor se convirtió en un gruñido sordo y lejano.
Es el tren de pasajeros dijo Gonzague Gagnon.
La mujer asintió con la cabeza distraídamente. Toda su atención estaba centrada en la punta de su caña, sacudida por las vibraciones.
Gonzague Gagnon se volteó, el tren era cada vez más visible y grande.
Puedo detener trenes dijo.
Se arrepintió en el instante, pues la mujer lo miró con ojos incrédulos e indiferentes, como se mira a un loco.
"Le voy a demostrar que soy capaz de hacerlo", pensó él.
Ya verá.
Pero de pronto temió que su poder hubiera disminuido con el tiempo. Corrió hacia los rieles para estar más cerca del tren.
Entonces lo atacó otra duda: y si la mujer consideraba perfectamente inútil la facultad de detener los trenes? Quizá
sería más impresionante que al mismo tiempo le hiciera una demostración de su valor.
Se trepó a la rampa y se instaló frente al tren, sobre uno de los durmientes de la vía. El tren sólo estaba a doscientos o trescientos pasos. Gonzague Gagnon sintió vibrar el durmiente bajo sus pies. Esperó algunos segundos todavía. Después abrió los brazos formando una cruz y cerró los ojos.
Deténte! dijo con voz firme, y su poder se confirmó. El tren paró tan cerca que sintió sobre las mejillas el calor de la locomotora.
Abrió los ojos y de inmediato volteó hacia la mujer. Todavía estaba ahí, de pie, su silueta oscura en medio de un círculo formado por peces sobre el hielo. Él estaba demasiado lejos y no pudo ver si lo miraba. Pero sería posible que no lo estuviera mirando?
Escuchó hablar junto a él.
Hacía dos años que no pasaba dijo una voz ruda.
Un instante después, Gonzague Gagnon enfrenta a dos hombres en overol.
Qué estás haciendo ahí? le preguntó el más gordo de los dos.
Sólo quería detener el tren tartamudeó Gonzague Gagnon.
Te crees muy gracioso? dijo el gordo.
El más pequeño de los dos no dijo nada, pero estampó su puño en la nariz de Gonzague Gagnon.
Ese hombrecito era un antiguo campeón de box y eso explica que Gonzague Gagnon saliera volando. Batió el aire con sus brazos, esperándose a caer sobre la vía o a rodar sobre la rampa.
Pero estaba tan cerca del puente que cayó sobre el río, en un lugar donde el hielo era muy delgado.
La corriente se lo llevó en seguida. Trató de aferrarse con las uñas a la pared rugosa del hielo que había sobre él, pero la corriente era muy fuerte. Se dijo que era mejor dejarse ir y retener la respiración. El río libre de hielo no estaba muy lejos y un hombre con buena condición física como él no tenía más que dejarse llevar hasta reencontrar el aire libre. Permaneció sobre su espalda en el agua, empujando con las palmas la pared del hielo para ir más rápido.
Había una sombra a través del hielo y al final de ésta dos manchas más oscuras, y adivinó que se trataba de la mujer. Estuvo a punto de abrir la boca para decirle que no se preocupara, que volvería pronto, pero recordó que estaba en el agua y mantuvo la boca bien cerrada a pesar de que los pulmones ya le quemaban. Algunos instantes más tarde, decidió abrir la boca pues seguramente iba a ser menos insoportable que seguir aguantando el aire.
Todavía reconoció la sombra de los sauces en la ribera. Pensó que casi había llegado.
Después ya no vio nada.
"No puede ser", pensó, "a penas estoy a la mitad de mi vida."
En la primavera, Gaston Gagnon, hombre de sentimientos religiosos, clavó una tabla transversal sobre la estaca que del otro lado del río marcaba la media carrera de Gonzague Gagnon.
Traducción: Guadalupe Sánchez Nettel