La Jornada Semanal, 1o. de diciembre de 1996


El Profesor

Ann Ireland

Ann Ireland obtuvo el Premio Seal para Primera Novela con A Certain Mr. Takahashi, publicada en 1985. Ha vivido en Nueva York, San Miguel de Allende y Toronto. El profesor trata de las relaciones de pasión y poder entre un maestro y su alumna. Ofrecemos un fragmento de esta singular novela, que al decir del crítico José Manuel Springer avanza "en secuencias narrativas breves que hacen pensar en el lenguaje cinematográfico de Martin Scorsese".



Qué es esto?" Tomaste un pedazo de cuerda de tu mochila y lo extendiste a lo largo del escritorio.

Nadie habló.

"Qué es esto?", repetiste, y jalaste el lazo bajo la mesa, lo pasaste por una de las patas y de un tirón lo desataste.

Se produjo un sonido como el chasquido de un látigo.

"Alguna idea?"

El lazo se deslizó sobre el piso manchado, y de repente comenzaste a pasarlo por tu cuerpo, doblándolo de mil maneras.

"Es un pedazo de cuerda", alguien dijo por fin. Era un hombre de unos 30 años que sonaba inseguro, como si tuviera miedo de que te estuvieras burlando de nosotros.

Tú seguiste pasando la cuerda por tu pierna, por tu vientre y tu pecho, alrededor de tu cuello.

"Una serpiente", aventuró alguien.

No pusiste atención alguna a estas respuestas, producto de mentes inferiores. El lazo pasó por tu pelo, y repentinamente trepaste al escritorio de espaldas, subiste las piernas de un golpe y quedaste recostado. El lazo rodeó tu cuello, dio vueltas por tu costado, luego pasó entre tus piernas sin detener su recorrido. Un cigarro colgaba a un lado de tu boca, dejando caer ceniza al piso. Pese al prominente letrero de no fumar. La clase comenzó a reír de nervios. Detrás de tu cuerpo boca abajo estaba la puerta y sobre ella un segundo letrero: técnicas experimentales de dibujo.

"Es una línea!", dejé salir las palabras. "Es una línea!"

Tu mano dejó de moverse. Levantaste la cabeza y nos dirigiste una mirada.

"Quién dijo eso?"

El tono de tu voz era brusco, casi acusatorio.

"Fui yo." Haciendo a un lado el tripié, escondida a medias por la tabla para dibujar, sacudí la mano. A mis 19 años era la más joven de la clase.

"Cómo te llamas?"

"Simone Paris."

"Bien, Simone Paris, le atinaste."

Todos me estaban viendo.

Deslizaste tus piernas por la orilla del escritorio y te pusiste de pie. Tus ojos, que estaban hinchados como si nunca durmieras lo suficiente, vieron a toda la clase éramos una docena, sentados en un semicírculo, mirando obedientemente.

"Si yo fuera uno de esos suamis", dijiste, "me tragaría toda esta cuerda y se las arrojaría desde mis entrañas. Porque una línea debe de ser lo más vulgar y carente de principios posible. Una línea pausa es áspera. No graciosa ni delicada sino brusca." Tomaste el lazo, lo metiste debajo de tu axila, y lo sacaste lentamente. "Nunca tímida." La pasaste por la ingle y la sacaste por el otro lado. Para lograrlo tuviste que doblarte de tal manera que viéramos la curva de tu espina dorsal.

Más risas nerviosas. Pero no mías. Yo estaba fascinada con tu actuación. Nunca había visto algo similar.

"Una línea no tiene cerebro." Ya te habías enderezado. "Claro, ustedes creen tenerlo. Como cualquier persona civilizada, ustedes practican la gracia y la abstinencia. Les disgustan, por sobre todas las cosas..." Te detuviste, dándonos suficiente tiempo para completar la frase. Encendiste un cigarro, rodeaste el cerillo con la mano y lo apagaste de un soplo.

"Los malos olores!"

Nadie rió, pero tú sí. Fue una gran y deliciosa carcajada.

"Quién se cree que es?", comenzaron los susurros.

Me senté tan alto como pude en el banco, la columna rígida, los ojos fijos hacia adelante. Si dejé de parpadear durante una hora fue porque temía perderme de algo. Tú llevabas pantalones de mezclilla parchados, una camisa roja con botones perla y una chamarra gastada. No me fijé en tu cara sino en tu cuerpo. Te movías lentamente, realizando gestos pensados que te hacían ver relajado, pero yo podía ver que estabas tan tenso que toda la presentación amenazaba con venirse abajo.

[...]

No quería admitir, aun para mí, que extrañaba nuestras rutinas de viaje, nuestras repentinas paradas y arranques, la forma en que nos esmerábamos para ver en el mapa qué pueblito o aldea visitaríamos a continuación. Y especialmente las horas interminables en la camioneta, cuando podía dormitar sabiendo que ibas a estar a unos centímetros de mí en cuanto abriera los ojos.

Me estudiabas mientras comía una enchilada roja, luego amablemente me pasaste la revista que habías estado leyendo al otro lado de la mesa. "Busca trece imágenes que sean parecidas."

Reconocí el cambio de tu voz a la de maestro e instantáneamente comencé a pasar las páginas, dejándome llevar entusiasmada por el reto.

"Qué par de imágenes no tienen absolutamente nada en común?" Hablabas con la boca llena, sin dejarte llevar por las convenciones. "Ponlas lado a lado y ve qué es lo que pasa. Cómo reaccionan una y otra?"

Yo sabía que no deseabas que encontrara una simetría literal. Querías algo distinto, algo que fuera más allá de lo óptico. Tenía que haber una similaridad conceptual, algo como trece ejemplos de aperturas: ojales, umbrales, bocas...

Como maestro y estudiante había algo muy correcto, casi austero en nuestra relación. Tú eras el que sabía las respuestas y me correspondía a mi buscarlas. Durante estos intercambios no se me ocurría tocarte de manera íntima. Más tarde tú podrías, si querías, meterte de puntitas en mi recámara (donde yo pretendía estar absorta en mi trabajo) y pasar tus brazos por mi cintura.

Nunca entraba en tu estudio sin anunciarme.

En una ocasión me ordenaste que hiciera una barra de color, una tira de tonos armónicos. "No estoy hablando de pigmentos, Simone."

Experimenté con las pinturas, colocándolas lado a lado en docenas de combinaciones, añadiendo y sustrayendo blanco, cambiando los matices y la intensidad, hasta que finalmente vi que algo sucedía, vi cómo cualquier color, si se ajustaba el tono, vibraba a la par con otro. Funcionaba igual que las armonías, dos pisadas puestas con habilidad sobre un violín.

Sosteniendo con el brazo estirado mi trabajo, asentiste. "Eso es. Ahora ve y haz una pintura de verdad, usando lo que has aprendido." Sonriendo, añadiste: "Tienes buen ojo, Simone."

Buen ojo! Brillé, y me apuré a regresar a mi cuarto. Estaba descubriendo información secreta que sería mi iniciación en la tribu de los-que-saben. Simultáneamente, estaba siendo abierta a golpes y colmada hasta la orilla.

"Cómo va?"

"Muy Bien."

"Quieres que le eche una ojeada?"

"Todavía no."

"Podría ser de alguna utilidad."

Sí. Pero no podría describir el sentimiento que me embargaba, aferrarme a algo que era mío.

Sonreíste con dulzura. "De qué tienes miedo?"

[...]

Prueba: un pelo largo enredado en tu ojal.

Y qué? Muchas chavas en la escuela usan el pelo suelto hasta la cintura. Chavitas. Yo puse el pelo sobre una hoja de papel oscuro y la coloqué contra la luz. Vi lo que ya sabía que iba a ver, lo que me temía la raíz era canosa.

Adela probablemente dejaba pelos como este en todas partes, tapando el lavamanos y flotando en la sopa.

Me producía un placer perverso hacer una crónica minuciosa de los detalles de tus amoríos; tu mano al meterse dentro de su blusa, su mirada distraída, el tacón empujando la puerta de la oficina para tener privacía, las uñas pintadas de rojo deslizándose en tus pantalones. Cuando cerré mis ojos llegué a sentir lo que sería estar dentro de su boca, el sabor distante del cilantro y el cigarro, cómo tus labios y lengua se hundían dentro de ese lugar oscuro y húmedo. Yo me convertiría en los dos, tú y ella, primero uno, después el otro, luego simultáneamente. Un hermafrodita; yo era tu cuerpo duro hundíendose en el de ella, luego el otro cuerpo carnoso y suave jalándote con mis muslos.

Prueba: prendiste el fuego, arrodillado en el piso de cerámica, haciéndolo con un fósforo de madera. Mi ojo se fijó en la caja, atraído por el raro logotipo.

"Restaurante Don Vasco?" Leí en voz alta. "Siempre juraste que nunca volverías a poner un pie en ese lugar."

El Don Vasco era un lugar de ligue famoso, administrado por la hija del jefe de la policía.

Tú sólo sonreíste. "No se te olvida nada, verdad Simone?"

Prueba: "Qué es esto?" Pasé la mano sobre tu manga. La camisa blanca tenía una mancha púrpura del tamaño de una moneda de cien pesos. Había llovido esa tarde, el aguacero inesperado había sido tragado por la tierra sin dejar huella, excepto por tu pelo húmedo y esta muestra de color.

Restregaste la tela, maldiciendo. "Mi única camisa decente. Se le podrá quitar?"

Púrpura.

El chal de Adela, por supuesto. Siempre lo usaba sobre los hombros, con los flecos colgando en la espalda.

"Dámelo", dije, tomando la prenda. "Puedo tratar de hacer algo con ella."

Quería tener la oportunidad de examinarla de cerca, verificar el tono y las fibras.

[...]

No había una pizca de color en tu cara; te veías molido, exhausto. Si lo toco, pensé, se va desmoronar, como esas figuras de barro que extraen de las tumbas, luego de siglos de no tener contacto con el aire, para deshacerse con una caricia humana.

"Fue Kip quien te dijo eso?", dijiste con una voz preocupada.

"Sí." Había esperado tu regreso hasta la madrugada.

"Es verdad", dijiste finalmente. "Lo hice. Sí, llamé tan frecuentemente como pude."

"Pero por qué"

"Por qué?" De repente ya no sonabas somnoliento. "Porque tenía que hacerlo."

Y qué tal todas esas otras estudiantes. Mi propia voz se oía fatigada. "Soy la última de una larga lista?"

"No te hagas esto a ti misma."

A mí misma? Hice una risa forzada. Me había pasado horas en la terraza fría, tomando Kahlúa con café, esperando este momento.

Te agachaste para desabrocharte las botas. "Yo quería que esto funcionara, tienes que creerme. Yo pensé que podía hacer a un lado mi vida real, seguir alimentando el sueño."

"El sueño?" Se alzó mi voz. "Yo pensé que finalmente había empezado mi verdadera vida!"

"Yo lo sé." Me extendiste una mano que yo ignoré.

"Me has dicho una y otra vez `ve lo que está ahí', no lo que yo pienso que debía estar ahí, o estaba ahí cuando volteé la última vez. No dejarme atrapar por los hábitos de la vista. Yo creí en todo eso, Otto!" Una sacudida de indignación recorrió mi cuerpo. "Esto no es sólo una traición moral es una traición estética. He sido engañada desde el primer día!"

Te pusiste de pie. "Qué tan lejos estarías dispuesta a llegar, Simone? Después de que ya hubieras obtenido lo que querías de mí? Un año? Quizá dos? Y qué iba a pasar cuando hubieras acabado con todo, entonces qué? Tengo cuarenta y cinco años."

"Qué tiene que ver eso con esto?"

"Todo. Lo siento: quieres una escena pero no puedo hacerla. Ha sido un día largo e inmensamente difícil."

"Cómo piensas...?" Me detuve. "Dónde estoy en todo esto?"

Nos quedamos en silencio durante varios segundos.

"Me gustaría saberlo, Simone."

"Eso no basta."

Extendiste tus manos. "Qué otra cosa puedo decirte, esto es lo que hay: este es quien soy un hombre viejo y derrotado."

"No estás viejo!"

"Bueno, me siento viejo, querida." Y entonces caminaste a mi lado, atravesaste el patio y te metiste a la cocina. Sin prender la luz abriste el refrigerador y sacaste una cerveza.

Y luego nada.

Debiste haber bebido la cerveza de pie, en la oscuridad. Si yo quería más, tenía que seguirte hasta ahí. Sentí el olor del hule quemado que venía de algún lugar en las colinas. Era un olor fuerte, sin sentido; los muchachos amontonaban llantas, luego las prendían sólo por diversión. No te fijaste cuando entré, pero dijiste en un tono sordo: "No va a mejorar la cosa, o sí?"

"Qué quieres decir?" No podía ocultar el temblor de mi voz.

Metiste la mano en la bolsa de tu saco y sacaste un sobre pequeño.

"Tengo algo para ti."

Aun en la oscuridad pude reconocer el logotipo de Canadian Airlines.

"Lo siento mucho." Sostuviste el paquete y esperaste a que yo lo tomara. "Pensé que te quería aquí. Me equivoqué."


Traducción: José Manuel Springer


La Jornada Semanal, 1o. de diciembre de 1996


Encuentro con Dany Laferrière

"Soy un escritor primitivo"

Carlos Soldevila

El escritor canadiense nacido en Haití Dany Laferrière, autor de Cómo hacer el amor a un negro sin cansarse?, acaba de lanzar su última novela, Pays sans chapeau, donde narra su retorno a la tierra nativa . En esta entrevista, Laferrière conversa con Carlos Soldevila sobre un tema central de la literatura finisecular: la identidad del escritor inmigrante. Soldevila nació en Quebec, en 1969, es autor del libro Cuba y tiene a su cargo la sección literaria del programa de televisión Sous la Couverture.



En el paisaje literario canadiense, Dany Laferrière es como una toronja que brotara de un pino. Inclasificable, original, Laferrière no deja de sorprender a sus lectores, quienes cada día conforman un grupo más amplio. Nacido en Haití, las primeras novelas de Laferrière, todas publicadas por editoriales de Montreal VLB y Lanctôt Éditeur son rotundamente modernas. En ellas, trata de encuentros entre razas y de sexo. Dejó de lado el exotismo tropical y lo mágico de su tierra natal en sus primeras obras (destaquemos: Cómo hacer el amor a un negro sin cansarse?), temas a los que parecía sentenciado por sus orígenes, constriñéndose a redefinir la literatura como una bomba. De la fruta bomba, sin duda el fruto que lo caracteriza mejor, Laferrière creo bombas literarias que hicieron estallar las palabras y que hicieron volar en pedazos los estereotipos de la raza negra y del sexo.

En comparación con el resto de su obra literaria, Pays sans chapeau marca una nueva pauta para Laferrière, que deja de lado las bombas. De forma cuasi autobiográfica, el novelista nos invita a un viaje por los aromas sutiles de su isla, unos veinte años después de mudarseaCanadá. Aquí, lo moderno de sus libros inspirados por la sociedad montrealesadeja paso a unos textos simples y sorprendentemente ingenuos. "Soy un escritor naif" dice en varias ocasiones en esta plática, como excusándose de que Haití se describe mejor a través de las formas del arte naif. El escritor polémico ya no es más que el niño bueno en el regazo de su madre, la figura principal de su novela, portadora del alma haitiana. En Pays sans chapeau, Laferrière no comenta tanto, no guarda, en sus conversaciones con los haitianos, la distancia sarcástica que caracterizó sus obras canadienses. Aquí, Laferrière escucha a su madre y a sus amigos haitianos reverentemente, diluyendo sus puntos de vista sarcásticos en divertidas ironías. "En la novela dice Laferrière durante nuestra entrevista en su casa de Miami no he tomado demasiada distancia con Haití. No soy un extranjero que descubre el país, tampoco soy alguien que ha vivido los últimos veinte años en su país de origen. Por ejemplo, alguien que no conoce Haití no puede entender todas las referencias irónicas a las divinidades que hay en mi trabajo", asegura Laferrière.

En sus andanzas por Haití, su personaje reencuentra amistades y amores perdidos. Pero pronto un hombre le propone un viaje al país de los muertos, el país sin sombreros. Fascinado y un poco escéptico, Laferrière emprende su indagación y se aventura hacia el entendimiento del alma haitiana. La mayor cualidad de esta novela es que se acerca a los mundos visibles e invisibles que forman parte de la cosmogonía haitiana, sin caer en lo pintoresco. La narración, intimista, alterna capítulos titulados "País real" y "País soñado". En los pasajes del "País real", la situación social de Haití sobresale: pobreza, injusticia, corrupción... Es el punto de vista racional, occidental. En "País soñado" Laferrière da, con cierta distancia irónica, el punto de vista de los haitianos: creencias, fantasmas, zombis.

En el último capítulo del libro, Laferrière narra su viaje por el complejo país de los muertos, donde se encuentra con los dioses del vudú. "Escribí este capítulo porque quería hablar de tú a tú con un dios me dice. No era un homenaje a la cultura vudú, sino la exploración del encuentro entre el individuo y el Otro."

Escritor sin país

Que nadie le pregunte a Laferrière si es un escritor haitiano, canadiense o inmigrante. La identidad nacional de un escritor es pertinente? En Canadá, y sobre todo en Quebec, la identidad es uno de los temas predilectos de los intelectuales. Canadá, en parte francesa y en parteinglesa, también fue siempre un país de inmigrantes, por lo que nadie se sorprendió cuando algunos autores venidos de fuera empezaron a ganar premios literarios. Sergio Kokis, de origen brasileño, y Yin Cheng, de origen chino, fueron los últimos escritores neo-quebequenses premiados en Quebec. Entonces, surge la pregunta: Qué es un escritor inmigrante?

"Escritor inmigrante y neo-quebequense son categorías que no tienen ningún valor. Eso no es más que mierda", dice Laferrière. "En la base, hay un escritor. Además, te diría que tampoco eso de `escritor haitiano' es otra cosa que mierda. Escribir es una manera de comportarse en la vida. Yo escribo para vigilarme, para saber cómo veo mi país, el mundo. Claro que hay gente que desea ser un escritor de un país u otro. Pero yo no quiero. No es algo natural, sino que he elegido ser así. Quiero escribir un libro sobre la esencia de Haití sin por ello ser un escritor haitiano. Haití es como un tesoro de temas donde todos vienen a robar. Por qué no podría hacerlo yo, siendo o no haitiano?"

"Tenemos que superar el concepto de cultura inmigrante. Es una cultura artificial, falsa, que no me interesa. Lo que sí me interesa es la cultura del errabundo. He pasado veinte años en la provincia de Quebec, pero no soy un escritor quebequense. Espero ser un escritor americano, del continente, del Caribe hasta el Norte. He decidido ser un escritor americano porque me gusta su lado directo. Tampoco soy un escritor sudamericano. Lo real-maravilloso no cuenta tanto para mí, aunque juegue con ello en Pays sans chapeau, a mi manera."

En la vida, como en su obra literaria, Laferrière huye de todo tipo de categorías: "Ser escritor es mucho más que escribir libros: es una actitud en la vida. Para mí, esa actitud es la siguiente: ando, pero ando solo. Estoy en la muchedumbre, pero ando solo."


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País soñado

Danny Laferrière


Nuestro vecino llegó como un vendaval.

Qué pasó, Pierre?

Nadie me había dicho que no estaba en Port-au-Prince. Imagínate, Marie! Hace dos días que el notario se fue al Noroeste, a Bombardopolis. Qué locura, son por lo menos tres personas conocidas las que se fueron ahí en el espacio de una semana.

Pero que hay en Bombardopolis? pregunta mi madre, simplemente para demostrar algún interés en la conversación.

Yo no sé, Marie. Parece que los americanos están ahí. No me extrañaría que los americanos estén instalando una estación espacial en Bombardopolis.

Usted cree? pregunto yo.

Claro que sí, no han digerido que lleguemos allá arriba antes que ellos.

Arriba dónde, señor Pierre?

A la Luna.

Yo nunca oí hablar de eso digo.

Pero qué es lo que usted se cree! Qué los americanos iban a difundir la información de que no fueron los primeros en andar por la Luna? Parece que Kennedy se puso terriblemente rabioso cuando supo que había un haitiano por la Luna, llegado evidentemente antes que Armstrong.

Yo nunca oí esa historia.

Claro, es un secreto de Estado.

Mi madre trae café recién hecho.

Cómo ocurrió?

Primero, Armstrong llegó a la Luna con la convicción de ser el primer hombre en pisar aquel suelo. Empezaba sus legendarios saltos de canguro cuando oyó una voz detrás de él: "Eh, amigo! No tienes un cigarrillo? Hace tres días que no he fumado. Ya tú sabes lo que eso significa para un fumador." Armstrong se dio la vuelta para ver a sus espaldas a un haitiano sentado y sonriente. Pero de eso nunca se informó al público. Claro, las antenas ultrasensibles de la NASA captaron esa conversación, pero Kennedy prohibió su retransmisión. Kennedy contaba con esa operación para ser reelegido...

Entonces, un haitiano precedió a Armstrong en ocho días por lo menos.

Mi madre se sentó en una esquina para escucharnos, al acecho. Vigilaba en mí la menor sonrisa burlona. Mi madre se equivoca, esta historia me interesa de verdad, en la medida que me permite saber cómo funciona el espíritu haitiano.

Pero él no fue el primero. Fue un tal Occlève Siméon, un campesino de Dondon. Y pensar que no fue ni el primero.

Por qué el gobierno haitiano no lo hizo saber al mundo entero? Nos hubiera hecho buena publicidad.

El señor Pierre tiene un gesto de cansancio cuando me hace comprender que los occidentales son a menudo muy limitados. Claro, ellos se creen más inteligentes, más evolucionados que el resto del mundo, De qué sirve explicarles que algunas personas no necesitan un cohete para viajar a la Luna?

Hasta para mí, señor Pierre, es un poco difícil de entender...

Escuche, mi joven amigo... Ellos están interesados en el viaje del cuerpo. Nosotros, en el del espíritu. En cierto sentido, Kennedy tiene razón, fue la primera vez que un cuerpo humano estuvo presente sobre la Luna, pero no fue la primera vez que un espíritu estuviera allá, eso puedes decirlo tú.

Se ríe. Un gran estallido de risa sonora, alegre, feliz, la risa de un hombre seguro de los hechos que no tiene nada que demostrar al resto del planeta, la risa de un hombre seguro de estar en su casa, en su país.

Usted habla del espíritu, pero el hombre que Armstrong vio, el tipo que le pidió un cigarrillo?

Claro, Armstrong no vio musarañas. Lo había visto perfectamente, pero fue un cuerpo real o un cuerpo soñado? Yo creo que fue un cuerpo transparente. No es únicamente en la Luna donde se encuentran esos cuerpos proyectados. Para decir las cosas sin rodeos, a los haitianos les gusta circular así por el espacio.

Tengo la impresión de no haber entendido bien.

Que quiere usted decir? pregunto realmente interesado.

Sonrisa de mi madre.

Querido amigo me dice él, la mitad de la gente que usted se encuentra en la calle está en otro lugar al mismo tiempo. Me entiende usted?

No, yo no había entendido aún, pero no quería decírselo al señor Pierre para no decepcionarlo. Eso es lo que ocurre cuando uno ha pasado veinte años fuera de su país. Ya no se entienden las cosas más elementales.