La Jornada Semanal, 1o. de diciembre de 1996


Una ciudad llamada Deseo

R. H. Moreno-Durán

El escritor colombiano Rafael Humberto Moreno-Durán es autor de un libro definitivo sobre la literatura alemana, Taberna in fabula, publicado por Monte Ávila. Entre su vasta obra de ficción destacan la trilogía Fémina Suite, y las novelas Los felinos del Canciller y El Caballero de la Invicta. Moreno-Durán dirige la edición hispanoamericana de la revista Quimera y es autor de Como el halcón peregrino, un apasionante libro de reportajes sobre los protagonistas de la literatura en lengua española.



El viajero, incrédulo, con el papel de la dirección en la mano, excusa su despiste ante los transeúntes con las palabras que pronunció Blanche Du Bois en similares circunstancias: "Me dijeron que tomara un tranvía llamado Deseo, que transbordara a otro llamado Cementerio y que viajara seis cuadras y bajase en los Campos Elíseos." Y así lo hace, aunque la sensación se torna fúnebre. Parece que a lo largo del Barrio Francés, con algo de flores viejas al alcance del olfato, el viajero acaba de resumir su deambular por la vida, el tránsito del soñador sobre la tierra. Deseos nunca le faltaron y una vez lo doblegue el hastío o la impotencia, sabe muy bien que el próximo paso es el cementerio. Todavía resuena en sus oídos el pregón de la vendedora mexicana en la obra de Tennessee Williams, que disipa cualquier duda acerca del carácter de este viaje sin retorno: "Flores para los muertos!" Y como si esto no bastara, flota en su memoria la última escala de la travesía, pues el fin del trayecto, donde ahora se encuentra, es Campos Elíseos. No es ése el nombre que la mitología le daba a la estancia de los héroes y los hombres virtuosos al abandonar este mundo?

De héroe el viajero tiene poco, la verdad sea dicha, y de virtuoso ni hablar. Pero lo que sí sabe es que, muerto o vivo, se encuentra en uno de los lugares más sugerentes y extraños, más perturbadores del planeta. Nueva Orleáns y en especial su Barrio Francés han conseguido lo imposible: superar la persistente demagogia de las campañas de turismo, pues es una ciudad para gente que nada tiene que ver con la inocencia o la moral al uso, una ciudad mitificada aunque desde el lado oscuro de nuestra condición, desde la part maudite de nuestros más inconfesados instintos. Cabe recordar que fue Nueva Orleáns el lugar a donde la policía de la Regencia francesa envío a Manon Lescaut, envilecida por sus vicios, y a donde, pese a todo, la siguió por amor el Caballero Des Grieux. La novela del Abate Prévost hace las veces de notaría en la que pueden consultarse los prontuarios más salaces de una vida licenciosa que en Nueva Orleáns siempre tuvo aliento y técnica franceses.

Pero no hay que ir tan lejos en la memoria para comprobar la inquietante libido que cubre a la ciudad. La misma arquitectura es un reclamo amoroso, y así lo vio William Faulkner durante su estadía en Nueva Orleáns, de paso hacia Europa. Todo era sexo, incluidas las casas:

"Unas escaleras de color salmón ascendían abombadas, tan placenteras como el vientre de una mujer. Negros que nos rozaban al pasar: negras y morenas y amarillas caras que se retorcían ante la inminencia de la satisfacción física." El mejor guía que encuentra Faulkner es Williams Spratling, profesor de la Universidad de Tulane y pintor. Y mientras el amigo termina sus dibujos, el escritor "oía las frases truncadas de una raza que responde con presteza a las compulsiones de la carne y parte, luego, liberada temporalmente del cuerpo, hacia el sudor y el trabajo y el cántico". Y así una y otra vez, siempre. En un ambiente semejante se entiende por qué razón Faulkner confesó que el mejor empleo que podían ofrecerle era el de administrador de un burdel: "El lugar está tranquilo durante la mañana, que es la mejor parte del día para trabajar. En las noches hay la suficiente actividad social como para que el artista no se aburra..."

La humedad y el aire caliente, el denso olor a salitre y una luz que apesadumbra hacen que, al promediar la tarde, el viajero se sienta como uno de esos bichos que inquietan a los extraños habitantes de la que probablemente es la pieza más breve de Tennessee Williams, La Marquesa de Larkspur Lotion, no por casualidad ambientada en el distrito francés de la ciudad. Pero, a qué bichos se refiere una de las protagonistas de la pieza? A ese repulsivo ortóptero que no falta ni siquiera en los barrios más elegantes, o a cierta clase de gente? La suspicacia se disuelve pronto: "Lo primeroque aprende una patrona del Barrio Francés es que no tiene que ver ni oír, sino limitarse a cobrar su dinero! Mientras me pagan, conforme: soy ciega, sorda y muda!" Y esa clase de patrona es la que hizo que de cada cinco casas del Barrio Francés tres se convirtieran en burdeles, en especial por los lados de Ramparts Street, sector que inspiró algunos de los blues más calientes e inolvidables. Todavía con el papel de la dirección en la mano y el rostro cubierto de un sudor espeso y ácido, el viajero descubre en la calle del fondo, entre viejas casas de madera y antejardines de flores rutilantes y césped salvaje, al profesor Urbina, casi volando por la prisa. Fue él quien lo metió en ese lío. Dieciocho meses atrás propuso su nombre como invitado especial del Congreso Internacional de LASA (Latín American Studies Association), y seis días antes, en Washington, le comunicó que la Universidad de Tulane le extendía una invitación para dictar una conferencia en Nueva Orleáns. Y cuando el viajero creía que todas las indicaciones y contactos habían fallado, y que él, como el anónimo escritor que comparte la soledad de la Marquesa de Larkspur Lotion, estaba condenado a sobrevivir de cualquier forma, vio cómo el anfitrión hacía acto de presencia y salía a su encuentro. Es bueno que el profesor Urbina pertenezca al mundo de la literatura, piensa, y sabe por qué. Acaso existe en este hemisferio una ciudad que, como Nueva Orleáns, esté absolutamente contaminada de literatura? Amplio es el imaginario que ha centrado en este lugar toda su atención, desde la temprana y picaresca visión del Abate Prévost hasta la reciente Conjura de los necios de John Kennedy Toole. Las historias reales o soñadas se multiplican. Y por eso Urbina y el viajero se dedican a deambular por las calles y librerías en busca de información que satisfaga su fetichismo literario. Eruditos dependientes de las librerías de viejo de las calles Chartres y Decatur ("Secondhand Booksellers in the French Quarter for 28 years", proclaman orgullosos) los ayudan, y lo que ellos no les cuentan el viajero y su guía se lo inventan.

A los 16 años de edad, Katherine Anne Porter se fuga de su hogar y se refugia en Nueva Orleáns, donde se casa sólo para huir de nuevo, pocos años después. Aquí vivió Walt Whitman y mientras se desempeñaba como redactor del Crescent descubrió la sensibilidad y fuerza del Profundo Sur. Precoz trotamundos, Eugene O'Neill fue actor secundario en El conde de Montecristo, interpretado por su padre en las salas de esta ciudad, a la que dejó para dedicarse por completo a la dramaturgia. Faulkner se vanagloriaba de haber sido contrabandista de licores en Nueva Orleáns en 1925, y de ello deja testimonio en las dos partes del texto titulado Una vez a bordo del Lugre. En total, el autor de El sonido y la furia escribió once relatos y una novela en esta ciudad, aunque su experiencia más importante fue que aquí decidió hacerse escritor, bajo la venerable influencia de Sherwood Anderson. El mismo Faulkner lo recuerda con inocultable afecto: "Yo vivía en Nueva Orleáns, trabajando en lo que fuera necesario para ganar un poco de dinero de vez en cuando. Conocí a Sherwood Anderson. Por las tardes solíamos caminar por la ciudad y hablar con la gente. Por las noches volvíamos a reunirnos y nos tomábamos una o dos botellas mientras él hablaba y yo escuchaba. Antes de mediodía nunca lo veía. Él estaba encerrado, escribiendo. Al día siguiente volvíamos a hacer lo mismo. Yo decidí que si ésa era la vida de un escritor, entonces eso era lo mío y me puse a escribir mi primer libro. Enseguida descubrí que escribir era una ocupación divertida. Incluso me olvidé de que no había visto al señor Anderson durante tres semanas, hasta que él tocó a mi puerta era la primera vez que venía a verme y me preguntó: 'Qué sucede? Está usted enojado conmigo?' Le dije que estaba escribiendo un libro. Él dijo: 'Dios mío', y se fue. Cuando terminé el libro, La paga de los soldados, me encontré con la señora Anderson en la calle. Me preguntó cómo iba el libro y le dije que ya lo había terminado. Ella me dijo: 'Sherwood dice que está dispuesto a hacer un trato con usted. Si usted no le pide que lea los originales, él le dirá a su editor que acepte el libro.' Yo le dije: 'Trato hecho', y así fue como me hice escritor..."

Y las pesquisas siguen. En qué lugar escribía Truman Capote o dónde sucede lo que narra John Kennedy Toole? En qué parte se refugiaba Tennessee Williams o cuál era la atalaya de Lilian Hellman? Sí, todo es literatura en esta ciudad y hasta la cochambre adquiere una alta dignidad estética. El viajero, años atrás, se preguntaba en qué extraños meandros de la sensibilidad se había instalado lo que entonces llamó Estética de lo Cutre. Deambulaba con el autor de En tierra de paganos por las callejuelas del Barrio Chino y supo que la asepsia exagerada del hombre blanco era una deficiencia moral.

Anclada en un punto vital de los Estados Unidos, esta ciudad ilustra lo que más odian los gringos: un trópico exacerbante y vitalista, con caché cultural y refinada tradición europea, pues no es sólo Francia el país que monopoliza el modo de ser de sus gentes. Por doquier el viajero advierte una fuerte presencia española e irlandesa, sin olvidar la guinda del brindis: la avasalladora sensibilidad africana que sale a flote a cada instante en su célebre carnaval y en su comida, meras instancias de ese milagro único que es el Jazz. Y lo cierto es que la calle en especial la babilónica Rue Bourbon es un permanente concierto que nos hace recordar que aquí nació esa forma musical, cuando todo el placer del mundo se llamaba "Storyville". Los burdeles fueron los primeros conservatorios y algo de eso advierten el viajero y Urbina que se empeña en ser su guía en este Hades de la vitalidad en su recorrido por el Barrio. Todavía las bandas combaten musicalmente en las esquinas, como en los tiempos del trompetista Buddy Bolden, y por doquier surgen onomásticos ilustres: aquí nació Louis Armstrong, allí el "Rey" Joe Oliver, más allá el legendario Sidney Bechet y, para qué seguir?

Otros apetitos necesitan ser saciados: el Yambalaya y el Gumbo son dos de los más exquisitos y exóticos platos de la cocina créole y ningún lugar mejor para comprobarlo que el Gumbo Shop, en la St. Peter Street, a un costado de la catedral de St. Louis. Y cuando el viajero quiere penetrar en otros secretos de la gastronomía local, su anfitrión lo lleva al Café Rue Bourbon, piden una mesa en el balcón que da sobre la calle en el cruce exacto de Bourbon y Bienville Streets y se enfrentan a un "Carpetbagger Steak", filete tierno con ostras fritas y salsa demiglacé. Y mientras palpan el cielo con el paladar, observan el bullicio en los balcones del Desiré Oyster Bar, estruendosamente respondido desde la esquina de enfrente, nada menos que los dominios de la Old Absinthe House, que traslada el alma de sus parroquianos al Nirvana desde 1807. Otro día la cita será en el Galatoire's nos acompaña Elaine, quien tiene la profesión más idónea que pueda tener la mujer de un poeta: especialista en quebrantos del corazón y así, jornada tras jornada, se cumple un minucioso recorrido que casi siempre termina en el muelle, donde el viajero Mississippi parece recordar al socaire de las bandas de Jazz nuestro efímero paso sobre la tierra.

Porque no hay que olvidar que Nueva Orleáns es puerto y por ende confluencia de gustos e intereses, algo que no siempre puede controlar ese gendarme implacable que lleva dentro todo norteamericano blanco. Y como si fuera poco, Nueva Orleáns se precia de hablar su propia lengua, el habla bastarda que revela la amorosa combinación de todas las razas, un homenaje vivo al mestizaje. El créole y el cajun no hacen referencia sólo al lenguaje, sino, también y sobre todo, a la semántica, a la simiente, al enorme y voluptuoso dormitorio donde se ha gestado la mayor parte de su historia. Una historia de la que ni siquiera escapa el protagonista de "El sacerdote", de Faulkner, quien, pese a que mañana va a recibir las sagradas órdenes, se puso a vagar por una ciudad que, toda Nueva Orleáns, es "la Mujer, el femenino sin nombre". El espacio cuasi cenagoso sobre el cual se levanta la ciudad no es menos femenino que el nombre de su estado, Louisiana, mujer por arriba y por debajo, en la vigilia y en el sueño, dama vieja y pícara doncella, sensualidad de hembra que arrolla por donde se la mire.

El viajero, como en las páginas de un libro, deambula en el más legendario de los barrios, el comprendido entre la Calle Canal y la Avenida Esplanade, y entre la calle North Rampart y el Mississippi, y siente que hoy todo huele a amor en las esquinas y hasta el strip-tease esconde un tratado de filosofía vital. Algo parecido a la santidad de la vagancia se desprende de la solitaria trompeta que acaricia sus oídos o de la apacible actitud de la mujer que espera bajo un farol, la pierna derecha en perfecto ángulo sobre la izquierda, la minifalda donde debe estar y el goloso ojo de Dios vigilante de su rebaño. Ése debe ser el mismo deseo que agobia al sacerdote, quien también Manon Lescaut cae poco antes de ingresar a la vida religiosa, en su doloroso purgatorio por la Calle Canal, sólo ve "chicas que iban a vestirse y a salir a bailar en medio de sensuales saxofones y baterías y luces de colores, pues mientras durabala juventud tomaban la vida como un coctel de una bandeja de plata..."

Parece que aquí todo transcurre de noche pero es un error óptico: la penumbra es el nombre de la luz verdadera en Nueva Orleáns y el día es sólo un pretexto para quienes quieren oxigenar sus compulsiones más íntimas. Hasta el más creyente quiere que lo entierren de noche y bajo una orgía de Jazz. El viajero encuentra en las páginas de una revista unas líneas que llaman su atención, casi tanto como el nombre de su autor, quien tiene el inconmensurable valor de llamarse Quo Vadis Gex-Breaux: "Ella tenía un cierto garbo grosero/ como la seda basta/ una cierta vulgaridad abierta/ sin ser sucia/ una forma de decir las cosas/ que le hacía parecer algo/ más de lo que ella quería decir/ (y a veces menos)." Cómo no pensar en una perturbadora mujer? Sin embargo, el símil se extiende y el viajero piensa en la ciudad por la que deambula. Pero la metáfora lo desborda: lo que ha leído es la más bella y sabia y profunda definición de la música de la ciudad, el Jazz. Y no olvida que Jazz, en la jerga de sus orígenes, quería decir sexo.

Todo es literatura en Nueva Orleáns, e incluso la ciudad está llena de letreros divertidos y curiosos. Truman Capote, tal vez el más díscolo y brillante de sus hijos, recogió en 1946, a sus 22 años, una verdadera antología de la pícara locuacidad de sus conciudadanos: "Si no tiene nada que hacer... no lo haga aquí." Letreros, en fin, en los que el viajero ve una feliz definición de la ciudad. Sería ésa la época en que el autor de Otras voces, otros ámbitos trabajaba como bailarín en un barco fluvial? A lo mejor ese Natchez que no cesamos de admirar en el puerto? Otros se jugaban la vida como tahúres y el viajero evoca decenas de libros y películas sobre el asunto, entre ellos a Steve McQueen en Cincinatti Kid, quien muerde el polvo de la derrota frente a la sabia dignidad de Edward G. Robinson en una infinita y suicida partida de poker. Piensa también en la inquietante pubescencia de Brooks Shields que el ojo exquisitamente perverso de Louis Malle atrapó en Pretty baby, y su manera de gozar el mundo entre meretrices y el sabor de la decadencia. Todo aquí es literatura, insiste el viajero, porque todo en Nueva Orleáns se confunde con una metafísica sensual. O si no, deténgase usted a pensar en lo que dice este letrero: "No se preocupe por la vida... jamás saldrá vivo de ella."