El toro, desde el momento en el que nace hasta que pisa el ruedo no ha hecho o no han hecho con él,nada más que prepararle para la suerte de varas. En este supremo instante es cuando la res brava enseña su acento personal. Hasta entonces, ni el ganadero más experimentado ni el caporal más conocedor pueden saber lo que el toro trae adentro. Lástima que la suerte suprema, que no es la de la muerte, sino la de varas, se haya vuelto una vulgar pachanga a tono con la falta de casta de los bichos lidiados, a los cuales, para estar a ritmo con que sea la suerte suprema, se les mata a puyazos con todo el sadismo posible, como acontece domingo a domingo.
¿Dónde quedó la emoción -bruta si se quiere- del picador con el brazo armado y el toro como centella partiendo hasta el peto desde los medios? ¿Dónde quedaron los toros que al tomar la primera vara -que no es la primera estocada-, se crecían y entraban a la segunda con mayor coraje y a la tercera con más fiereza, siempre in crescendo, aguantaban cinco o seis puyazos, produciendo tumbos que cimbraban a la plaza de emoción? Y no lo sucedido ayer en la Plaza México, que los picadores cazaban a los toros de Lebrija, asestándoles estocadas disfrazadas de puyazos, tapándole la salida al toro, retorciéndoles la puya en las carnes, para dejar a los toritos sin fuerza para que los matadores se les acercaran, ya agónicos, cuando pedían una cama y su vaca para bien morir.
Los toros de Lebrija, mansos y descastados de salida, eran acribillados por los picadores para pegarles con ganas. Los toros salían sueltos y nueva ración de puya. Mansos, si por esto se entiende la embestida al caballo al llegar a banderillas. Se crecían y llegaron casi todos a la muleta -con excepción del cuarto y el sexto- suaves, deliciosos, de dulce para los toreros.
Así, inesperadamente, todo el brujesco y fatal encanto del toreo nos encalentó el espíritu en la tarde invernal, después de que el rejoneador casi nos duerme durante casi una hora.
Las embestidas de los toros, erráticas al principio, lentamente se rompían en la suavidad de terciopelo y la naturalidad de su acometer, que le da la profundidad a su quehacer en la muleta.
Lástima que los toreros se asustaron de su propio éxito. Seguramente hinoptizados por lo incierto de la salida de los torillos. Bote se fue a la enfermería que por una cornada que se dio por sus propios nervios.
El Zotoluco desaprovechó su primer toro, que era de consagración. Toro que no permitía dudas, y cambiaba de lidia y embestía mejor cada pase.
Alejandro Silveti, en cambio, se alzó como el gran triunfador al cortar una oreja y dar una vuelta al ruedo protestada. Toreo silvetista lleno de belleza que se dio en lo inesperado e improvisado, cuando nadie esperaba mucho de él. Pegó dos o tres tandas de pases naturales, superiores por su temple y mando -quizá con el defecto de usar el pico de la muleta y ésta atrasada.
La plaza se despertó y cuando todos esperábamos el faenón, Alejandro, sorpresivo otra vez, dejaba caer las faenas. De todos modos, triunfó aunque, no al igual que El Zotoluco, con faenas consagratorias a tono con la delicia de los de Lebrija, en la muleta.