Hermann Bellinghausen
El día de la venada

No está en la premisa que la realidad sea sólida. Podría ser una sombra que atraviesa el polvo, una fuerza que atraviesa una sombra.

Wallace Stevens.

1. Los pinos negros sacan brillo de la noctámbula intensidad matinal acabada de despertar. Verbo tras verbo, sin conjugar: saber es ignorar. Al jugar, todo se vale; hacer trampa, no.

Con tal de llenar las horas.

Unos días, como ayer, no son, o bien ocurrieron fuera, en otra parte. Otros, como hoy, no han ocurrido, ¿o qué serán? De mañana se conocen datos generales, no mucho más de lo que contiene el 170 Calendario del más antiguo Galván, y presuntas citas, apuestas de velocidad, promesas.

A los pinos qué les importa. Si no llega el hacha, ayer y mañana son cíclicamente carne de lo igual. Despiertan, y las palabras que no necesitan no se les dan.

(O al menos parecen palabras, en algún idioma, los rumores que los pinos alzan del viento.)

II

El cielo, tan grande como nunca. Todo se ve. Como de hilos, le cuelgan nubes de escenografía para marionetas. La montaña más alta, rocosa, lleva en la frente un parasol de nubes rojizas como la tierra cuando escurre. Cada hoja de cada rama de cada tronco de los bosques que visten de hula-hula las faldas de la montaña, cada una se agita, visiblemente, bajo la inquieta sombrilla.

La luz muy acostada, invernal, le pega a la montaña casi de frente, en la dilatada casualidad del horizonte. El planeta no tiembla, pero deja vibrar un halo blanco y púrpura.

Já, já, se escucha. ¿Quién dijo yo? La Luna madruga y trae puesta completa su piel de conejo y sube como si tuviera prisa. El Sol la enfrenta indiferente y al poniente. Se ven tan bien, juntos en el mismo cielo, el Sol y la Luna. Ni la burla perdonan.

Parecen inalámbricos; invisibles son los hilos con que se persiguen. El Sol y la Luna más viejos que cualquier cosa. Quién lo dijera, tan luminosos. Estaban ya cuando la montaña era aún más pequeña, o no estaba, y no se habían inventado los árboles ni lo que cuelga de las ramas.

III

Traca-traca, en alguna dirección del tránsito. A medio camino irrumpe una venada cola blanca, de buen tamaño y poco miedo. Inocente, tranquila, trota un tramo frente al carro sin acelerar, como abriendo brecha. Se orilla en una piedra parada. Parece arrinconarse pero no, trepa libre como cabra, poderosa entre los pinos, y se aleja cerro arriba a través de la sombra, donde no haya mirada que pueda alcanzarla