Ruy Pérez Tamayo
Galileo, Darwin y el Papa
En 1633, en el convento dominicano de Santa María Sopra Minerva, en Roma, Galileo fue condenado por la Santa Inquisición a la prohibición de su libro, Diálogo concerniente a los dos principales sistemas del mundo (publicado un año antes), a prisión perpetua, y a repetición de salmos penitenciarios una vez por semana durante tres años. Su crimen había sido defender el modelo copernicano del universo, que desde 1616 había sido considerado por los teólogos oficiales como una teoría: ``...tonta y absurda, filosófica y formalmente hereje, en la medida que contradice expresamente la doctrina de las Sagradas Escrituras en muchos pasajes, tanto en su sentido literal como en la interpretación general de los Padres y Doctores.'' Galileo firmó su sentencia y se retiró a su prisión, que fue su granja en las colinas de Florencia; poco tiempo después perdió la vista y finalmente murió, nueve años después de haber sido condenado. Con ese juicio la Iglesia Católica se hizo más daño a sí misma que a Galileo, no sólo por la arbitrariedad demostrada en ese momento sino porque Galileo tenía razón, como ahora ya nadie en posesión de un juicio normal discute.
Durante 300 años la horrenda injusticia cometida con Galileo pesó en forma negativa en la historia de la Iglesia Católica, hasta que hace un par de años el Papa Juan Pablo II aceptó que Galileo estaba en lo cierto, que en realidad es correcto que el sol ocupa el centro del sistema planetario y que la tierra es un satélite que gira alrededor del sol. Lo sensacional de este cambio de opinión en la postura tradicional de la Iglesia Católíca ocultó un poco la trascendencia de un hecho colateral al problema específico: que la Iglesia también puede equivocarse en sus dogmas, pero que (dado cierto tiempo) lo acepta y lo corrige.
Algo muy semejante acaba de ocurrir en estas semanas: en un discuro ante la Academia Pontificia de Ciencias, el Papa Juan Pablo II señaló que, en 1950, el Papa Pío XII había considerado: ``...la doctrina del `evolucionismo' como una hipótesis seria, digna de someterse a investigaciones más profundas''. Pero el Papa Juan Pablo II agregó: ``Hoy, los nuevos conocimientos nos llevan a reconocer que la teoría de la evolución es más que una hipótesis.'' De todos modos, persiste incólume otro postulado de Pío XII sobre el origen del alma humana: Dios. Si recordamos que Darwin publicó por primera vez su hipótesis sobre el mecanismo de la evolución en su libro, El origen de las especies, en 1858, nos daremos cuenta de que esta vez la Iglesia Católica sólo se tardó 136 años en aceptar formalmente lo que desde hace mucho tiempo es la teoría central de la biología moderna. Aquí yo aplaudo dos cosas: una, que la Iglesia Católica haya reducido a más de la mitad el tiempo que le toma admitir que la realidad puede no seguir los dictados de las Sagradas Escrituras, y otra, que espontáneamente se retire a un campo en donde puede ejercer su autoridad absoluta sin la molesta interferencia del mundo exterior y de la realidad verificable. Si el mundo mexicano religioso acepta la postura del Papa actual sobre la evolución (realmente, sobre la selección natural como uno de los mecanismos de la evolución), todavía le falta mucho para completar su esquema de la realidad, pero no hay duda que sería un paso en la buena dirección.
Otro elemento importante, que no está incluido en la teoría de la evolución, pero que fue mencionado en forma prominente por el Papa, es el alma. De acuerdo con el Papa, el alma proviene de Dios, y ahí es donde debe centrarse al interés de todos. El alma resulta ser otro reducto más (¿el último?) de la retirada de la religión de su hegemonía en el mundo secular. Si el alma humana realmente existe (esa: ``...sustancia espiritual e inmoral, capaz de entender, querer y sentir, que informa al cuerpo humano y con él constituye la esencia del hombre''), habría que ponderar los conceptos del Papa. Pero (yo me pregunto), ¿y si el alma no existe?.