Sealtiel Alatriste
Carta de batalla

En el centro de la ciudad de México, frente al Palacio de las Bellas Artes, en una esquina da la Alameda Central, hubo durante mucho tiempo una librería que daba abolengo al viejo barrio universitario y constituía una de sus garitas. Era una pérgola amplia, transparente, cubierta de cristales, por lo que se la conocía como la Librería de Cristal. Yo la acostumbraba visitar con mi padre, en los años fragorosos del final de los sesenta, para encontrarme entre sus anaqueles muchos de los títulos que me dieron el ánimo suficiente para sumarme al movimiento estudiantil de cimbró las calles de mi ciudad.

En esa Librería de Cristal, un viernes del año 69, conocí a Mario Vargas Llosa. Acababa de ingresar a la Facultad de Filosofía y Letras y había oído de él por boca de Germán Dehesa, quien, más avanzado que yo, pensaba hacer su tesis sobre la obra del, todavía desconocido para mí, autor peruano. Buscando en la mesa de novedades me encontré con los dos tomitos del Tirant lo blanc, que acababa de publicar Alianza Editorial, y que llevaba como prólogo la ``Carta de batalla'' escrita por Vargas Llosa.

Aquellos años, en México, en toda la América Latina y en España, el intercambio librero era rápido, eficaz, casi podría decir que total. Los libros publicados en Madrid llegaban a México a las pocas semanas, y lo mismo sucedía con los argentinos, los chilenos o los colombianos. Es curioso, pero en términos literarios, los países de la lengua española ya conformaban eso que después se llamaría ``aldea global''.

Bueno, pues tomé los libritos del Tirant, empecé a leer el prólogo, y me sorprendí de que Vargas Llosa hablara de modernidad en relación a las novelas de caballería. Yo era lector asiduo de relatos de aventuras, de Dumases, Sabatines, y de los mil libros del mundo caballeresco, mundo al que había llegado por el camino de los comics que dibujaba mi padre, y me había acostumbrado (no sé por qué pues ahí se nutrían mis fantasías) a juzgar esas novelas como antiguas; divertidas sí, profundas, veraces, sensatas, maravillosas, lo que quieran ustedes, pero no modernas, y para decir verdad, un tanto démod, igual que los lectores que los frecuentábamos. Sin embargo, Vargas Llosa empezaba diciendo que Tirant era ``una de las novelas más asombrosas, y, desde el punto de vista de su construcción, tal vez la más actual entre las clásicas''. Compré el libro más intrigado que otra cosa. Esa noche leí el prólogo y durante el fin de semana la novela entera. Ahora recuerdo vagamente varias de sus anécdotas, pero revivo con facilidad la huella que me dejó Vargas Llosa con su prólogo: en efecto, Tirant lo blanc es una novela total, multifacética, actual, a la que es difícil hincarle el diente de las clasificaciones, pero ese prólogo, esa huella que me dejó leerlo, fue más importante por ser mi boleto de entrada a la literatura de Vargas Llosa, de quien, desde entonces, me volví un lector furibundo. Leí La ciudad y los perros, La casa verde y Conversación en la catedral, en los siguientes meses, y en todas fui descubriendo ese anhelo totalizador que el novelista peruano atribuía al Joanot Martorrel, el autor de Tirant lo blanc. Leyendo aquellas primeras novelas de Vargas Llosa, tuve la impresión de que él no pretendía tanto suplantar a Dios (idea eje de su prólogo) sino que quería suplantar la realidad con su literatura, o hacer una realidad superior, digamos que literaria; que Vargas Llosa era como el personaje de Borges (citado por él mismo) que pretendía construir un mapa mundi de tamaño natural.

De esto hace casi 30 años. Mario Vargas Llosa ha seguido trazando los continentes mágicos, literarios, con los que quiere suplir la realidad, mientras la aldea global de la lectura, en la cual crecí, se ha venido abajo. Ahora, con un desatino de proporciones insoslayables, hablamos de ``nuestras literaturas'', en vez de ``nuestra literatura''. Quizá, entre otras cosas, por eso es tan importante el acto de hoy, porque en Alfaguara queremos hacer coincidir nuestras intenciones editoriales con las literarias de Vargas Llosa, y trazar (o si se quiere restaurar) el mapa mundi de la lengua española. Con él, ahora, y desde hace tiempo, con Onetti, con Carlos Fuentes, José Donoso, Pérez-Reverte, Javier Marías, Angeles Mastretta, Mario Benedetti, Juan José Millás, Andrés Rivera, Alvaro Mutis, Juan Villoro, y todos los autores de la casa. Me gustaría pensar que ahora que damos a conocer que publicaremos la novela de Mario Vargas Llosa, Los cuadernos de don Rigoberto, y que iniciamos la edición definitiva de toda su obra anterior, los editores de Alfaguara estamos firmando nuestra propia ``Carta de batalla'' por la literatura escrita en lengua española.