José Blanco
La transición mexicana

La modernización y la transición democrática de México se caracterizan por un inmenso descreer en nuestras propias decisiones. Esas, producto de nuestros encuentros y desencuentros; las que hemos podido tomar en nuestro nivel real de desarrollo político y de acuerdo a la influencia efectiva de cada fuerza y a su visión de cómo conservar o ganar el poder.

El mundo está en transición, pero cada sociedad vivirá inevitablemente su propia experiencia histórica. La transición democrática operada por otros países no puede ser una enseñanza directa. Puede enriquecer nuestra reflexión, pero la transición mexicana será resultado de nuestra historia, cultura, idiosincrasia, diversidad; producto de nuestro exacto ser nacional.

El futuro del mundo aparece necesariamente indeterminado y el pasado no termina de extinguirse. Pocas cosas evidencian el sentido específico de la transformación mundial. El agotamiento, presente en las manifestaciones de crisis que aparecen en muchos órdenes de la vida social, y en todas las sociedades más o menos desarrolladas, es reconocido por éstas, pero las salidas son todavía inciertas. De todo ello está teñida nuestra transición profundamente.

La transición española sigue siendo aquí sueño y ejemplo para muchos. Pero nada hay en México que dé una transición a la española. Nada. Las organizaciones sociales, los sindicatos, los partidos, la forma de gobierno, la idiosincrasia, la cultura política, eran y son enteramente distintos a los mexicanos. Ergo, en México todo, en todo y por todo, será distinto. Hoy España es gobernada por una derecha política que disgusta a muchos mexicanos, pero eso es parte de la transición española.

Esa transición, de otra parte, no se dio en el marco de las formas de globalización que enfrenta la sociedad mexicana, y eso hace una diferencia inconmensurable. Recuérdese también que en España no existían los niveles de pobreza mexicanos, y menos aún la desigualdad social que padecemos. Nuestra modernización pasa por una vía que, entre otras cosas, debe ineludiblemente abatir esa desigualdad, sin lo cual no tendremos bases sociales y materiales que den soporte y continuidad a la modernización y a la transición democrática.

La transición mexicana será, para todo efecto práctico, mexicana. Una más de sus características es que será dilatada, como ya lo ha sido. Se trata del ritmo que queremos y podemos darle.

Hoy podemos decir que la rápida restauración democrática de diversos países de América del Sur (como en su momento se llamó a los procesos de democratización de tales países), fue un proceso en buena medida epiteleal, aunque en medida distinta para cada uno. Acaso el más sólido sea el caso chileno.

No hay duda de que la transición mexicana es un laboratorio social con rasgos y condiciones únicos. Será la primera que se dé en un marco de franca globalización. ¿Cuál Estado puede crearse en un mundo cuya integración demanda por necesidad la desregulación? ¿Cuál Estado surge de justas representaciones políticas, acordes a la diversidad social, multicultural y multiétnica que es México? ¿Cuál Estado es eficaz para garantizar a la sociedad mexicana un lugar adecuado en el ámbito de una competencia internacional exacerbada? ¿Cuál sociedad, con qué educación y conocimientos es capaz de crear un Estado así? ¿Cuáles élites --en el sentido cultural y de dirigencia social--, debemos ser capaces de crear para encabezar una sociedad y un Estado como los aludidos?

Hoy sabemos que el progreso social no es automático. Requerimos educación en vastísimas cantidades y una organización política de la sociedad, que hoy no tenemos. Requerimos una cultura de la legalidad de la que hoy carecemos, y trascender la inmadurez de una sociedad que aún no logra hacerse cargo de que el futuro depende de ella misma, y que ello exige grandes dosis de conocimiento y también de reconocimiento de los límites que en cada momento son insalvables. Requerimos aprender a procesar decisiones nacionales aceptando nuestra real diversidad, y saber lo necesario y suficiente para asumir que una sociedad puede ser una nación sólo si sus ciudadanos admiten que son necesarios objetivos nacionales comunes, sin lo cual no hay comunidad ni puede haber nación. Requerimos dar soluciones a todos esos requerimientos. Ha habido ya un largo tránsito, pero la vía que hemos escogido carece de atajos. Sin embargo, el optimismo dice que el resultado final puede ser así más sólido. El futuro espera.