Arnoldo Kraus
Los días y el sida

El uno de diciembre ha sido ocupado: le corresponde a las hojas del calendario recordarnos la existencia del sida. La cuestión, molesta e insoslayable, es definir si ese día quedará o no ocupado indefectiblemente por la pandemia más temida de las últimas décadas. Sin entrar en conjeturas innecesarias, la respuesta es afirmativa: San Eligio compartirá los almanaques para siempre con la enfermedad. El primero ha sido inmortalizado por distingos divinos; la segunda, sacralizada y desacralizada por conciencias laceradas y políticas de salud mundiales entre miopes y ciegas. No siempre es bueno ocupar un rincón en los calendarios; son demasiados los ejemplos provenientes de las culpas, las deudas, las tristezas. El ``Año de la Tolerancia'', el ``Año de la Mujer'', el ``Día Internacional de la Violencia Contra la Mujer'', el ``Día del Niño Maltratado'', son tan sólo algunos ejemplos. Ahora hay que agregar, cada uno de diciembre, la Jornada Mundial de Lucha Contra el Sida.

El papel protagónico y paradójico del sida, sin duda en número de pacientes menos frecuente que otras enfermedades igualmente mortales tales como la desnutrición o las diarreas de origen infeccioso, obtuvo su candelarización debido a que compendia intolerancia, estigmatización, homofobia y otra larga serie de sinsabores. Hay que recordar, para confirmar el carácter altamente social del sida, que a pesar de que en los males de la pobreza el papel de las desigualdades comunitarias es igualmente palpable, las dismetrías ``de valor'' entre éstas y el sida, es grande. La diferencia es que las patologías de la pobreza son creadas por la sociedad --repartición inequitativa de la riqueza--, la religión las perpetúa --Dios desea que nos reproduzcamos ad infinitum sin importar cuántos millones de niños fallezcan de hambre-- y los gobiernos son cómplices favorecidos --la desigualdad mantiene la hegemonía y perpetúa el poder de ``los mismos''. En cambio, en relación a la viremia, la sociedad se hace cómplice --hay subgrupos comunitarios que enfermaron por vivir en ``otros'' entornos: homosexuales, drogadictos, hemofílicos--, la religión lo celebra --un virus consiguió lo que siglos de mandatos divinos no lograron-- y, los gobiernos, ricos y pobres, declaran su ineptitud: no hay medios suficientes para tratar a ``todos'' los seres que padecen la enfermedad.

Mientras que los modelos económicos generados desde las aulas del Primer Mundo, y que han imperado en las últimas décadas, son, sin duda, los responsables de ``las enfermedades de la pobreza'', las Organizaciones No Gubernamentales argentinas resumen bien la relación viremia-sociedad: ``genocidio silencioso''.

El primero de diciembre ha sido ocupado: cohabitan santos y sida. Los primeros beatificados y queridos. El segundo, carcelero de 6 millones de almas más contagiadas que muertas por el virus de inmunodeficiencia humana. La metáfora es simple: en la gran mayoría de los males infecciosos pesa y duele más la muerte que el contagio. En cambio, en el sida, la situación es inversa: el contagio hiere y desgarra las cuerdas del alma y del corazón irreversiblemente, mientras que la muerte, sólo mata. Así como los santos no renuncian ni abandonan los días deshojados de los calendarios, la Jornada Mundial de Lucha Contra el Sida habitará, incólume, imborrable, perennemente, el día que le asignaron las buenas conciencias.