La Jornada 4 de diciembre de 1996

Luis Linares Zapata
Privilegiado

Al ser uno de los trabajadores de la prensa demandados por el triunfal comerciante Ricardo Benjamín Salinas Pliego me atrevo a pensar que entré de lleno al salón de los articulistas privilegiados. Conocedor profundo de los electrodomésticos y practicante asiduo de la quintaesencia informativa que ilumina la libertad, el insigne empresario ha emprendido una verdadera cruzada en los tribunales civiles y penales del país. Ninguna mácula deberá quedar adherida a su nombre al finalizar la contienda. El dinero y tiempo empleado en ello no le importa. Si algún residuo pecuniario pudiera derivarse, será para beneficio de su abogado y de los niños pobres que tanta conciencia le remueven.

Transformado en perseguidor de todos los difamadores que, como caterva incontenible le van apareciendo sin razón alguna en el horizonte límpido de su optimismo confesado, Ricardo Benjamín Salinas Pliego, contable de profesión y oficio comunicador recientemente adquirido, quiere emplear todo el rigor de la ley para aplacar a sus muchos ofensores. De aquí en adelante llevarán todos ellos el estigma y los costos de su querella. Al fin simples periodiqueros envidiosos, incapacitados de reconocer el portento levantado a fuerza de mercadeo e imaginación para convertir en intereses, cobrables en mensualidades, las penurias presupuestarias de la plebe. Personaje tocado, qué duda cabe, de abrazador éxito. Después de la férrea batalla por rescatar incólume su honor, volverá a posicionarse, según la jerga vendedoril, más allá de todo improperio lanzado al viento.

Don Ricardo, como un recordado precursor suyo, el célebre comanche (Sergio Ramos) de la serie televisiva de hace algunos años, es un ``celoso guardián de su deber''. Que la consigna sea similar a la del gran Fidel (el cubano) de los sesenta: ``al que asome la cabeza, duro con él''.

Pero por encima de las ironías y los recursos fabricados por abogados que pueden hacer farragosa la ley, la pretensión real es la de analizar un fenómeno de este nuestro tiempo: la función y los estándares que regirán la conducta de los hombres y mujeres que, por una u otra causa o sin ella, se mueven en el ámbito público. Y no sólo ello sino diseñar y emplear instrumentos adecuados para exigirles cuentas por su accionar. Es preciso darse a la tarea de hacer transparente, usuable y asequible el espacio de todos. Así las cosas, entran a la escena de la discusión tanto el papel como la responsabilidad de la prensa y, con ella, los que desde sus distintas categorías inciden en los requerimientos informativos, de crítica y orientación que tienen los ciudadanos en cuanto lectores o tele-espectadores. Allí aparecen también los hombres de empresa así como la validez y trascendencia que para la convivencia tiene la construcción de emporios que trastocan o alojan necesidades personales pero, al mismo tiempo las más amplias de la comunidad.

Por ello, los juicios iniciados contra numerosos colegas por el negociante Ricardo Benjamín Salinas Pliego es un síntoma de todos estos reacomodos que padecen las fuerzas sociales y productivas en un México cuya transición ha sido por demás dilatada y cuyo espacio público pretende ser, a cada paso, incautado.

Es verdad que la ocupación del ámbito colectivo por agentes como la prensa ha sido una lucha sin tregua y con serias penalidades. Ensanchar la vida democrática a través de contribuir a la formación de una opinión pública cada vez mejor informada y participativa no se da en el vacío. Por el contrario, son cotos de crecimiento arrancados, con dificultades y errores, al conjunto de intereses encontrados de toda sociedad. Por ello, el balance entre distintos puntos de vista e intereses es difícil de lograr y muchas veces se da a costa de contrariar los flujos del capital, la marcha normal de las empresas, el buen nombre de los protagonistas o la fluidez de los programas de gobierno.

Los excesos son parte lateral de la batalla pero no por ello deben éstos perseguirse, con afán reprimible, en cualquier tiempo, modo o lugar. Los desaguisados que en el proceso se causen a los individuos en tanto espectadores casuales, pueden y deben, en lo posible, ser reparados. Aquéllos infligidos a los actores del reparto hay que someterlos a reglas especiales que no pueden ser dirimidas con la simpleza de un juicio civil o penal.

Los hombres del poder, los negociantes, las cofradías, las corporaciones o el gobierno no son pares de los periodistas en la disputa por el oído o la vista de los lectores, las audiencias y las reputaciones. De ahí que la defensa de aquéllos sea posible solamente en su conjunto gremial, con prerrogativas a la circulación de las ideas y la extensión de las razones expresadas bajo formas más abarcantes que los reducidos contenidos legales de la palabra. Que los ofendidos puedan entender y convivir con semejante conflicto es parte de una pelea inconclusa y a la que algunos, a pesar de los costos involucrados, le están dispuestos a entrar.