Jorge Alberto Manrique
Luciano Span˜: hacer hombres

Un hombre de espaldas, desnudo, delgado, con las nalgas apretadas, sostiene en la mano derecha un pincel. Está construido con rojos y blancos, a pinceladas gruesas, sueltas: el bermellón hace la base, marca sombras, delínea muslos, brazos..., el blanco da la luz, construye el volumen del cuerpo. Mira hacia una pareja de perfil --hombre y mujer, aparentemente--, a quienes semioculta del espectador; ya quedan en sombra, son ocres, no tienen blanco, sus volúmenes son mucho más planos; atrás el fondo muy oscuro, fondo indefinido, que hacia arriba se abre un poco en sepias. Per fare un uomo, para hacer un hombre, es el título del cuadro y el título de la exposición. La pieza es emblemática del conjunto de 27 obras de gran formato que presenta Luciano Span˜ en el Museo Universitario del Chopo. Lo es en su modo de trabajar las figuras y la superficie pictórica, lo es en el sentido retórico: el pintor hace hombres, al hacerlo se va haciendo hombre él mismo.

Span˜ llegó a México de su pequeña provincia italiana de Cuneo a los 15 años. A los 17 ya estaba en La Esmeralda. Con Ignacio Manrique se formó ahí como grabador, sin dejar de serlo estudia técnica de la pintura con Luis Nishizawa en San Carlos. Va siguiendo su camino, un camino que --son los tiempo-- tiene mucho de postmodernidad. Expone, envía a concursos, los primeros premios que se le otorgan son a cuadros en donde lo figurativo y lo abstracto (con un algo de rabioso, de incompleto) establecen un diálogo. Hay un dejo como de añoranza al mundo de la arquitectura clásica. Los tonos tienden a cinabrio, verde, siempre con blanco. Luego viene un cambio notable: su dedicación a la figura humana, trabajaba siempre con modelo. Coincide, si no tiene qué ver, con una especie de recuperación de su Italia natal. Siempre había dibujado mucho. Empieza a trabajar a partir de modelo en un lugar estrecho y mal iluminado. La necesidad tiene cara de hereje. De ahí vienen las entonaciones en sepia y tierra quemada, los escorzos violentos, necesarios. Desde luego hay un sentido barroco o neobarroco en los tonos, en los contrastes violentos de luz y sombra, en los escorzos. No hay, sin embargo, glosas directas de cuadros antiguos; él va construyendo sus hombres y sus mujeres en su propio espacio, en su propio terreno, a base de pinceladas cada vez más bruscas... que sin embargo no dejan de recordar al Españoleto o a Magnasco (más que a Caravaggio) y también de cuando en vez a Orozco y a Francisco Corzas.

Lo que más sorprende de su exposición actual --además de la dimensión de los cuadros-- es la novedad del color. Ahí están los sepias y los ocres, pero casi sólo a veces, sobre todo como fondo. Predominan el bermellón y el blanco para construir las figuras principales. Hay de entrada una luminosidad mayor. Composiciones más bien, simples, pero a veces sorprendentes por novedosas; una, dos, tres, si a caso cuatro figuras. Sigue habiendo escorzos, figuras con puntos de vista difíciles, como Cristos de Mantegna, pero predominan los cuerpos masculinos y femeninos de pie, verticales, con movimientos más pausados. Un hombre caminando en ¿Estábamos ahí? recuerda al Orozco del recuadro de Migraciones indígenas de Darmowth College.

De pronto algo salta de los ritmos de desnudos de pie, con movimiento cadencioso, de esos encuentros o desencuentros, despedidas duras pero dignas. Puede ser un cuadro que recuerda a Corzas, que es casi una cita de Corzas, un homenaje. O puede ser (A favor de la vida) uno en que la manera nerviosa de manejar los quemados en esa pareja que camina abrazada hace pensar en Rubens. O el cuadro inmenso, de un gran espacio ocre con ciertas raras flores y un cuerpo tendido abajo: Et in Arcadia ego, en indudable referencia --no formal-- al cuadro homónimo de Poussain y su sibulina frase (yo aquí en Arcadia) en una estela mortuoria, leída por desnudos poetas.

Volvemos al ritmo de los cuerpos con blanco y rojo, con ocres, a los fondos siempre indefinidos e indecisos. Hay moción reposada. Signos imprecisos, relaciones corpóreas no identificables, salvo cuando a veces parecen danzas misteriosas. Es la manera de pintar la que resulta arrebatada, casi se diría que los dibujos previos no son sino ensayo para trabajar directamente los denudos a golpe de pincel, ese pincel nervioso, grueso, a ratos casi grosero. Que establece un contrapunto, un terreno de ambigüedad con la semitranquilidad de los cuerpos. Así se hacen, quizá, los hombres