La Jornada 4 de diciembre de 1996

Víctor Flores Olea
¿Jefe del Estado o del partido?

El Presidente de la República, como Jefe del Estado, lo es de todos los mexicanos. Claro está que se accede al puesto por la postulación de un partido político pero, una vez obtenida la mayoría, la función de Jefe del Estado queda desvinculada --es diferentes, es otra-- de su papel dentro de un partido político.

Es verdad que el sistema republicano presidencial presenta ambigüedades porque el Presidente de la República conserva el doble papel de Jefe del Estado y de Jefe del gobierno. Pero no hay duda que la función de Jefe del Estado es la primordial, aquélla en que se sustenta la autoridad presidencial, el uso legítimo de su poder, su capacidad de representación de la totalidad de los mexicanos. Cuando Ernesto Zedillo viaja al extranjero lo hace en su calidad de Jefe del Estado y no sólo como Jefe de un gobierno, y mucho menos como jefe de un partido político.

Por eso han sido entendidos como despropósitos extravagantes varias expresiones del Presidente de la República, pronunciadas en México o precisamente durante su viaje a Asia. Por ejemplo, que utilizará el ``mayoriteo'' cada vez que lo requiera, que tenía ``absolutamente razón'' frente a los otros que no la tenían (acerca del monto del financiamiento a los partidos), y el ``ya basta'' ante la interrogación periodística de si utilizaría el derecho presidencial del veto ante una decisión del Legislativo que amputaba la reforma electoral.

Significativas expresiones en varios sentidos. En el análisis sicológico ya algunos especialistas hablan de inseguridades profundas compensadas por el exabrupto. Desde el ángulo político denotan sin duda confusiones y ausencia de una plena identidad de la función desempeñada: la de Jefe del Estado por arriba de los partidos políticos, es decir, más allá de los beneficios a un partido, aun cuando sea el que lo llevó a la presidencia de la República.

El presidente Zedillo declaró en el pasado que no utilizaría el poder presidencial con la prepotencia de sus predecesores. Y su intención de constituirse en el ``puente'' de la transición democrática en México. (Es la sustancia de sus expresiones, más allá de la literalidad de las mismas.) Por desgracia, en su gestión real se ha alejado dramáticamente de esos propósitos, que representaban lo más positivo de su programa anunciado, de sus empeños gubernamentales.

En sus expresiones recientes reveló un impulsivo partidarismo que no se compadece ni con su función de Jefe de Estado ni con sus intenciones programáticas: la reforma electoral --pese a los avances que contiene-- políticamente quedó desmantelada; el propósito del consenso, negado; la función presidencial, reducida a la función partidarista.

Palabras casi facciosas que desconocen en la República y en la democracia el valor del otro, la existencia del otro, la inevitable diversidad y pluralidad de las opiniones, el contraste de las voces en una sociedad que se multiplica y renueva. Que denotan, han dicho algunos, un modo profundamente autoritario de ejercer el poder, de entender el poder, y un modo marcadamente administrativo de ejercerlo, en que el conflicto se zanja por la exclusiva decisión del administrador, del ``técnico''.

No, en política los conflictos no se ``solucionan'' por vía de la ``administración'' y mucho menos por la ``instrucción'' jerárquica. Al contrario, esos conflictos se recrudecen y estallan a un nivel más agudo y hasta violento. Y mucho más cuando el ukase presidencial implica desvanecer negociaciones que se habían tejido difícilmente durante dos años, cuando la decisión rompe un consenso que resultaba esencial, cuando se desprecia la opinión de la contraparte y se niega la existencia del otro, cuando se hacen oídos sordos a las razones del otro, que es el valor profundo de la tolerancia y la democracia.

Ahora el presidente Zedillo, porque fue él, evidentemente, echa atrás a través del Tribunal Electoral del estado de México el atraco político y jurídico que le otorgaba al PRI una inmerecida mayoría de curules. Una enmienda necesaria, ciertamente. Pero el problema sigue siendo el mismo: una de cal por las que van de arena. Actos erráticos y vacilantes en la conducción política del país. Confusión entre la función del Jefe del Estado y el jefe de un partido político; incertidumbre y desconfianza, ligereza y hasta capricho en las decisiones. Volubilidad que no ofrece certezas a nadie --ni a los militantes del propio partido-- en esta época de necesario avance democrático en que la función del estadista debería prevalecer sobre las decisiones erráticas y las veleidades.