Por si los mexicanos no nos habíamos percatado del grado en que ``la globalización'' nos ha invadido, hace unos cuantos días tuvimos casi simultáneamente, pero en lugares muy lejanos entre sí y muy distantes de nuestro territorio, dos escenas circenses que nos llenaron de asombro y hasta de pavor. Una de ellas fue la que podríamos llamar Proclama de Singapur, mediante la cual el presidente Zedillo nos hizo saber que íbamos por el mejor de los caminos para superar la crisis nacional y que, además, él, como distinguido hombre público que era, estaba decidido a usar ``su mayoría'', en todos los casos que él mismo considerara que existía una razón de Estado para hacerlo.
Nos hizo saber, concretamente, que su voluntad representativa de ``la mayoría'' era la que, aun pasando por los intereses partidistas, había decidido dar fuerza legal al nuevo sistema electoral y a mecanismos de destinar miles de millones de pesos a financiar el costo de tales procesos, porque con ello se avanzaba en el proceso democrático, aunque se incrementara la miseria y el disgusto del incomprensivo y famélico pueblo mexicano.
El eje de la proclama consistió en la postura, llena de espíritu autocrático presidencialista de que ``su mayoría'' lo legitimaba para tomar todas las decisiones que estimara convenientes.
Además, la declaración de Singapur tuvo un mérito informativo adicional, pues en virtud de ella todos los pueblos globalizados del mundo actual y sus neoliberales gobernantes, quedaron enterados de que la población de México se siente profundamente complacida por la política económica salino-zedillista y está dispuesta a aceptar todos los sacrificios y todas las penurias que se le impongan, para conseguir que los salvadores inversionistas extranjeros, tan generosos como siempre, vengan a arrojarnos la balsa que nos libre del ahogo.
A muchos miles de kilómetros de distancia, en una pequeña isla del Mar del Norte, se presentó la otra pieza teatral, actuada por el ex presidente Salinas, sólo que éste actuó ante una numerosa comitiva de valiosos investigadores penales mexicanos, presidida por el cuarto de los procuradores especiales designados para averiguar el asesinato de Luis Donaldo Colosio.
Aparentemente, el parlamento que soltó Carlos Salinas tenía un tema distinto a la alegoría zedillista. Si la Tierra no fuera redonda, la distancia entre los dos lugares mencionados y la supuesta diferencia de los temas nos empujarían a decir que ambas piezas se encontraban en esquinas opuestas del globo.
Salinas dedicó su magistral pieza a montar una exculpación propia de la responsabilidad en la concepción, preparación y ocultamiento del crimen cometido contra Luis Donaldo Colosio. Surge aquí una extraña, casi incomprensible confusión, porque mientras muchos miles de mexicanos lo consideran cómplice o encubridor, en su momento, de tal crimen y, por lo tanto, esperaban como se pidió en numerosas denuncias contra Carlos Salinas y su mafia, que éste fuera sometido a un proceso penal que se iniciara con una averiguación relativa a una serie de datos, de indicios y de huellas, la maquinaria persecutoria que hasta ayer actuó, decidió no someter al ex presidente, como indiciado o sospechoso, a un proceso inquisitorio y, en su momento, a una acción persecutoria de índole penal. La maravilla de nuestra organización persecutoria decidió tratar a Carlos Salinas no como un indiciado o como un sospechoso y sentarlo en Almoloya, en algún banquillo, sujeto a proceso, sino interrogarlo como simple testigo, ante una plétora de agentes investigadores, cuyos gastos de viaje y estancia, fueron cubiertos con cargo al erario público. Contra toda lógica, el señor Salinas no ha sido sometido a proceso alguno, ni por el asesinato de Colosio, ni por los latrocinios en que incurrió, ni por las violaciones y agravios que cometió contra muchos ciudadanos.
Muy probablemente, la calidad jurídica con que fue sometido a un interrogatorio el ex presidente y la oportuna y feliz declaración del actual presidente, respecto a que no toca a él encarcelar a los delincuentes, trazan un vínculo entre el ex presidente Salinas, protegido por una gruesa capa de impunidad y su sucesor y seguidor, quien afirma, con profunda sapiencia, que no está obligado a encarcelar a los delincuentes, pero tampoco había hecho nada para que la máquina de persecución de delitos realice con efectividad sus funciones.
Entre Salinas, autodeclarándose inocente, y su digno sucesor, afirmando que a él no le corresponde encarcelar a los delincuentes, se cuela un cierto hilillo de identidad de propósitos.