Letra S, 5 de diciembre de 1996


Jonathan Mann, ex-director del Programa Global sobre Sida de la OMS, habla de la creciente vulnerabilidad al VIH en los países en desarrollo y de la precaria distribución de recursos económicos para combatirlo a nivel global.

Entrevista con Jonathan Mann

Un mundo, una esperanza?

Carlos Bonfil y Alejandro Brito



Hace cuatro años usted habló de enormes desigualdades en los recursos mundiales destinados a combatir el sida. ¿Ha cambiado hoy esa situación?

En lo esencial, la situación sigue siendo la misma. Al examinar la distribución de recursos para la prevención y atención del sida, la comparamos con la expansión del VIH a nivel mundial, y tomando en cuenta la situación de hace cuatro años, descubrimos un cambio radical: 93 por ciento de la epidemia se localiza hoy en los países en vías de desarrollo, y sólo 5 o 6 por ciento de los recursos disponibles se canalizan hacia esos países. Sigue pues existiendo, por desgracia, la misma disparidad.

Usted ha hablado de una ``paradoja de la salud pública'', ¿en qué consiste esa paradoja?

Es algo que caracteriza a casi todos los aspectos de la salud internacional. Existe un nuevo desequilibrio entre los recursos y el problema del sida. Esto se refleja, en parte, en la manera en que la gente percibe la salud internacional, de acuerdo a la situación de su propio país, con una eventual ayuda a algún país pobre, pero sin ver jamás al mundo como mundo y sin cuestionarse acerca del empleo de los recursos para promover la salud global.

¿Existe una relación entre la lucha por los derechos humanos y el combate por una mejor distribución de los recursos mundiales contra el sida?

Es imposible hablar de derechos humanos sin pensar en un contexto internacional, ya que de hecho se trata de derechos internacionales. En mi opinión, parte del problema reside en que el movimiento de derechos humanos rebasa, con mucho, a los organismos y estructuras administrativas existentes. Es difícil saber cuál es verdaderamente la actitud de la gente. Cuando oímos de una nueva epidemia del virus del Ebola en Zaire o una plaga en la India, la gente entiende de inmediato que lo que sucede allá puede llegar a afectarnos aquí. Pero nuestras instituciones no tienen el mismo comportamiento, todavía permanecen en el nivel de soberanía individual y nacional. Esto se aplica incluso a la Organización Mundial de la Salud (OMS) o a la Organización de las Naciones Unidas (ONU), o algún concepto global parecido. Es un club de países. Por ello pienso que la infraestructura nacional y esa manera de pensar son un impedimento para el desarrollo de una conciencia más global. Necesitamos crear instituciones capaces de capturar la energía y atender las preocupaciones de la gente. Hasta entonces, el lenguaje de derechos humanos se seguirá utilizando meramente como retórica para poder estimular un sentido de solidaridad global. Pero la retórica no basta.

Esto nos lleva al tema de la discriminación. Usted fue una de las primeras personas en mencionar el vínculo entre discriminación y la propagación de la epidemia. ¿Cómo se plantea esta cuestión en los países desarrollados y en aquellos en vías de desarrollo?

Creo que en todos los países la evolución de la epidemia sigue afectando a personas que desde antes de la enfermedad estaban marginadas, discriminadas y estigmatizadas socialmente. En términos generales, sigue prevaleciendo esa misma situación. No creo que el fenómeno del sida haya ayudado a erradicar ese estigma o a mejorar la situación de los derechos humanos a nivel internacional. Los avances perceptibles son producto de presiones a nivel popular y a nivel mundial, pero aún así el proceso es muy lento. Por eso creo que en los países desarrollados y en aquellos en vías de desarrollo, persiste todavía este problema de discriminación y falta de respeto por los derechos humanos y la dignidad. Esto es causa primordial de una vulnerabilidad al VIH, y no creo que hayamos logrado, a ese nivel, muchos avances para reducir dicha vulnerabilidad.

¿Qué efectos han tenido las campañas de prevención del sida en el incremento o disminución de la homofobia, una de las formas de discriminación?

Es difícil saberlo. Algunos estudios han señalado que en Estados Unidos existen dos tipos de homofobia: una instrumental y otra de naturaleza más incisiva. La instrumental concierne a las pocas personas que le temen a la gente gay por temor al sida; en realidad, este tipo de homofobia es a menudo un recubrimiento de formas más profundas y complejas de desprecio al homosexual. Es por ello muy difícil determinar si el sida, el miedo al sida, o el control del sida, tienen una influencia directa sobre la homofobia. Lo que es indudable es que el sida sí ha tenido un efecto real: ha dado un ímpetu muy vigoroso, una fuerza muy real, a la gente gay y lesbiana en todo el mundo. Los ha vuelto mucho más activos, más centrados y más presentes en las discusiones sociales. Y esto ha sido muy positivo.

Existe una tendencia manifiesta a encauzar la prevención del sida más hacia la población en general y no hacia las minorías sexuales y étnicas, a pesar de los altos niveles de incidencia que las estadísticas registran en estos últimos grupos.

Si usted tranquiliza a la gente diciéndole que el VIH no se transmite con facilidad, entonces algunas personas se tranquilizan tanto que se vuelven irresponsables; si usted le dice a la gente que los condones son buenos, de hecho muy buenos, pero no perfectos, entonces alguna gente dirá, si no son perfectos mejor no los uso. Si usted dice que hay una millonésima parte de riesgo de adquirir, de alguna forma, la infección por el VIH, entonces alguna gente dirá, siendo así, mejor no hago nada. Si en lugares como Estados Unidos donde los programas de investigación han avanzado más, observamos qué personas se han infectado recientemente, habremos de concluir que el mayor esfuerzo de prevención debería dirigirse hacia minorías sexuales, mujeres y narcodependientes. Pero existe un gran problema para la población gay. ¿Cómo señalar la importancia de que otros grupos cada vez más afectados reciban la atención necesaria sin que esto sirva de pretexto para ignorar un problema amplio y persistente en la población gay? Es muy difícil enviar a un mismo tiempo todos estos mensajes múltiples. A la gente sólo le gusta escuchar un mensaje.

Muchos trabajadores mexicanos emigran a Estados Unidos y regresan infectados por el VIH, mismo que pueden transmitir a su esposa e hijos. ¿Cómo se plantea en este caso el problema del racismo y su relación con el sida?

Este problema tiene una dimensión a la vez nacional e internacional, y esto debe tomarse en cuenta. El racismo en Estados Unidos, desafortunadamente, está muy arraigado y representa una barrera muy seria para un control más efectivo del VIH. No hay duda de que los índices de infección entre latinos y afroamericanos son muchos más elevados que entre las poblaciones no hispánicas o no africanas. También se debe considerar el racismo en México mismo. Muchos conocedores de este país sugieren que aquí existen subpoblaciones y que Chiapas no es un fenómeno aislado. Existen poblaciones discriminadas en México, así que al hablar de racismo habrá que plantearlo internacionalmente, como es el caso de la situación del trabajador mexicano en Estados Unidos, y localmente, evocando el racismo dentro de la sociedad a la que uno pertenece. Ambas discriminaciones incrementan la vulnerabilidad para infectarse con el VIH.

Existe también una discriminación de clases. ¿Quién tiene acceso a la salud en los países en desarrollo? ¿Quién tiene acceso a los condones, a la seguridad?

Existe en la salud pública el mito de que todos somos iguales y que si todos disponemos de información y de algunos servicios básicos, entonces somos esencialmente los mismos en términos de nuestra capacidad de optar por ciertas opciones y asumir nuestras responsabilidades. Y esto es un mito. Me parece irresponsable decir que un niño de la calle es irresponsable porque se dedica a la prostitución. Esa es una declaración irresponsable. Con una educación, se puede elegir; sin ella, no existen las opciones. Es un mundo diferente. Y es muy difícil pedirle a la gente que no viva en el mundo real y se instale en el mundo del mito. Decir, por ejemplo, hagamos unos folletos para los niños de la calle, eso es ridículo. Si no tomamos en cuenta las razones por las que ellos están en la calle, o las condiciones a las que se enfrentan en la calle, no hablamos de nada serio.

Usted habla de distintos niveles en la lucha contra el sida. En su opinión ¿en qué nivel se encuentra México y cuál sería la estrategia conveniente para nuestro país?

Nuestro primer paso fue informar a la gente, luego buscamos procurar a la gente los servicios indispensables sin discriminación alguna hacia la gente infectada. En los primeros años siempre definimos el problema en términos de un cambio en el comportamiento individual. Pero desde finales de los ochenta nos esforzamos en plantear el problema de manera diferente. Si se ve el problema como algo exclusivamente relativo al comportamiento individual, habrá mucha gente que hará caso omiso de la información y se desentenderá de su propia salud. Advertimos que los organismos de salud pública carecen de un vocabulario apropiado, o de un marco conceptual, para analizar a la sociedad. Tenemos la perspectiva económica, la perspectiva político-social, la perspectiva antropológica, la perspectiva sociológica, pero todas son diferentes entre sí en muchos aspectos. Lo que proponemos es que los derechos humanos, que específicamente describen los determinantes sociales para el bienestar humano, representan un marco superior para orientarnos en el análisis de los determinantes sociales y en la búsqueda de una respuesta.

Los marcos de la salud pública siempre fueron demasiado biomédicos, demasiado limitados, atentos siempre a los casos individuales. Y los derechos humanos, aunque se ocupan del individuo, siempre contemplan a la sociedad en su conjunto, y a lo que esta sociedad hace o deja de hacer, y considera que esos son los predeterminantes para el bienestar humano. Los derechos humanos ofrecen algo que antes nunca tuvimos: un marco conceptual coherente que describa los predeterminantes sociales para la salud, un vocabulario que nos permitiría comparar a un niño de la calle en Brasil con una trabajadora sexual en México o con los usuarios de drogas en Estados Unidos, a ver el factor común y algunos de los consensos en torno a la dirección del cambio social necesario para remediar la situación. Los economistas dirán que es preciso aumentar la productividad, erradicar la pobreza; y los antropólogos dirán que todo tiene que ver con los comportamientos sociales, pero nadie tiene una idea muy clara de cómo hacer esas cosas. Una vez alcanzado el nivel en la concepción de los derechos humanos de poder contemplar, por ejemplo, el derecho de asociación, de información, de no-discriminación en las escuelas, hablamos entonces de un nivel mucho más concreto.

¿Qué sucede en los países en desarrollo con el derecho al acceso a la salud, concretamente en el caso del sida, el acceso a los nuevos medicamentos?

La pregunta es muy interesante. En la Declaración Universal de los Derchos Humanos existe el derecho a compartir los beneficios del progreso científico. Sin embargo, esa misma Declaración muestra una contradicción al reconocer también los derechos de la propiedad intelectual. Lo que podríamos hacer en el caso del sida, particularmente si llega a haber una vacuna, es tratar de encontrar una vacuna, una nueva manera de equilibrar los intereses globales y el interés más concreto de una ganancia económica. De permanecer los actuales marcos institucionales, cuando una vacuna esté al fin disponible, ésta será distribuida de acuerdo a las leyes del mercado y no a las leyes de la epidemiología o la salud pública.

¿Pero, qué sucede concretamente con las dificultades de acceso a las nuevas terapias en el caso de personas ya infectadas?

Es indudable que se trata de una injusticia fundamental, pero desafortunadamente es una injusticia que también se presenta en el caso de ciertos antibióticos que para nosotros son de fácil acceso y que no están disponibles, por ejemplo, en Africa. Estamos frente a un dilema moral. Desafortunadamente, nunca he encontrado ningún organismo gubernamental ni internacional que verdaderamente se preocupe por esta cuestión. Todos temen que sus recursos limitados se vean totalmente desbordados por la demanda de cualquiera de las nuevas drogas. Por ejemplo, el AZT. Si se desea que el AZT esté al alcance de quien lo necesite en el mundo, eso conduciría a la bancarrota a cualquier organismo donador. Y el año próximo necesitarán todavía más AZT. Esto es muy frustrante y no tengo idea de cómo podrían mejorar las cosas en este momento.