Adolfo Sánchez Rebolledo
Otro fracaso

Es necesaria una explicación acerca de la destitución del procurador Lozano Gracia. Así lo exigen las reglas de la convivencia democrática, como reclama el PAN, pero también la salud política de esta República tan maltratrada en estos tiempos. Lo exige, por último, la credibilidad de la justicia, cuya restauración supone un verdadero esfuerzo nacional y un diálogo que permita ver más allá y abarcar el bosque entero.

Poco cabe añadir a todo lo dicho con monótona regularidad en torno al caso. En pocas palabras: si Lozano Gracia fracasó en el esclarecimiento de los crímenes políticos que nos lanzaron al despeñadero en el cual todavía nos encontramos, ésa ya sería una causa más que suficiente para hacerle dimitir.

Lozano cometió un grave error al confiar las diligencias de los casos políticos al fiscal Chapa Bezanilla, a quien parecía guardarle un obsequioso e inexplicable respeto. El procurador siempre salió al paso de las críticas que se le hacían a su colaborador, a pesar de que todo el mundo suponía que era el mismo fiscal quien filtraba las informaciones procedentes de las investigaciones que él fabricaba a la medida. Lozano Gracia, a pesar de actuar con honradez personal, dejó que Chapa y su equipo alimentaran cotidianamente el sensacionalismo hasta levantar una creciente espiral de estupidez y truculencia que consiguió poner en ridículo a toda la justicia mexicana y, en consecuencia, al país entero, exhibido desde las más altas esferas del Ministerio Público como una nación sin remedio.

El procurador cayó muy pronto en el garlito de los investigadores ex oficio y le dio carta blanca a Chapa para, ``ahora sí'', dar con los autores de la o las conjuras criminales que, según ellos, no se aclaran porque ``alguien'' no quiere que se resuelvan. El resultado de este ejercicio de la voluntad fue un estropicio general del que nada ni nadie quedó a salvo. Una vez más el Ministerio Público fue incapaz de establecer una línea clara, inviolable, entre las presuntas responsabilidades políticas y las causas propiamente criminales y volvimos al pantano del que, momentáneamente, el nombramiento de Lozano nos había sacado.

Pero ésta no es la simple sustitución de un funcionario por otro que promete no incurrir en los mismos errores. Ese camino ya lo hemos andado sin provecho y la verdad es que ahora no tenemos por qué avivar las esperanzas. Estamos como al principio, sólo que la madeja está muchísimo más enredada. Además, Lozano Gracia no era cualquier procurador. Sobre su persona recayó la responsabilidad singular, inesperada en estos tiempos de crispación política, de darle peso, seriedad y vigencia a la posibilidad, hasta entonces teórica, de construir una especie de ``cohabitación'' a la mexicana, cuya legitimidad más profunda la daba la necesidad de encarar ciertas cuestiones de verdadero interés nacional, como la procuración de justicia y, en particular, el esclarecimiento de los asesinatos políticos al margen de las disputas partidistas. La caída de Lozano resume el fracaso de esa posibilidad.

Si bien es cierto que el presidente Zedillo asumió una actitud pragmática al nombrar a Lozano para evitar que la papa caliente de la investigación de los casos Colosio y Ruiz Massieu le quemara los dedos al inicio de su gestión, resulta evidente que la decisión de nombrar para ese cargo a un diputado panista tenía entonces, y tuvo hasta el día de hoy, una significación política que no dependía de manera sobresaliente de las capacidades técnicas del joven procurador Lozano como de su posición política dentro del gobierno. El Presidente daba a entender con ese nombramiento su disposición para ir hasta el fondo sin otra exigencia que la honradez y el estricto apego a la Ley. La carta de mantener a Lozano le otorgaba credibilidad inmediata a la decisión presidencial de establecer nuevas reglas del juego en esta materia. Eso se acabó. Y no es poca cosa. Es sobre este punto que sobran las especulaciones pero sigue faltando la explicación puntual. Del presidente, pero también del PAN.