Corre el décimo primer año de vida de La Jornada. Soy de este proyecto desde que se concibió, aunque sólo he publicado unas 500 colaboraciones.
Desde que salimos de UnomásUno, todo ha cambiado en México, en su gente, en nuestro diario. En Puebla vivía cuando inició la empresa multitudinaria (éramos 130) con entusiasmo y energía suficientes para que nadie imaginara siquiera que parecía descabellada. Recuerdo una foto en el jardín de una notaría: un grupo de fundadores, reunidos bajo una palmera corpulenta, miramos hacia arriba a la cámara asomada a una ventana. Después de las firmas constitutivas y de las labores previas, vinieron las emociones de los primeros números. Y luego los días del sismo, del CEU al Congreso de la UNAM, 1988 y los seis meses de Han pasado 20 años, para rememorar 1968. Aquí se discutía, al mismo tiempo de manera apasionada y con fundamentos firmes. Y el diario crecía y se expandía.
Para entonces ya era evidente: ésta se convirtió en la principal tribuna, plural, abierta y tolerante, del debate de los grandes problemas nacionales; quien quería participar en él (desde la academia, la política o los laureles nórdicos) tenía que ganarse un sitio en estas páginas. El espectáculo de la Tormenta en el Desierto (la primera guerra verdaderamente mundial porque todos pudimos asistir a ella desde la primera línea de fuego gracias a la televisión) no fue analizado en ningún medio con mayor extensión y profundidad que aquí.
Y lo mismo sucedió casi desde la misma hora en que se inició el 1o de enero de 1994.
Mi enumeración no es exhaustiva y cada jornalero, periodista o lector, sigue su propio itinerario en este camino periodístico, en esta aventura intelectual que incluye a la mejor época de La Jornada Semanal y a la labor cada vez más importante de DobleJornada.
Para mí, este camino culminó con la puesta en marcha de La Jornada Ediciones, su casi medio centenar de títulos publicados (tres Memoriales y uno en proceso, la colección La democracia en México...), los proyectos que diseñé y no pude poner en marcha (entre ellos, la creación de un Centro de Investigaciones Periodísticas y Hemerográficas), y los dos números del suplemento Ciudadanía y Derechos Humanos. Hasta ahí he podido caminar.
Hacer lo que La Jornada hizo en doce años no sólo es un servicio único al desarrollo intelectual y político de este México imposible de concebir sin nuestro periódico. Hacer lo que sólo La Jornada hizo ha sido un gran negocio que dio independencia y solidez (aún con errores y crisis graves) a este proyecto, más bien a esta realidad.
Pero nuestro diario no ha dejado de cambiar. Las preocupaciones financieras que siempre lo acosaron, anteponen hoy un concepto de negocio que ubica al nuestro en la línea fundamental de los periódicos más importantes de este país. Eso hace más importante a La Jornada desde cierta óptica, y la ubica en una dimensión diferente de la que la vio nacer.
En esta renovación, los estilos varían y son incomprensibles o inaceptables para algunos.
En ello no hay agravio sino divergencia y distanciamiento, lo que debe considerarse normal (aunque no obligatorio) en el devenir de cualquier empresa de la envergadura de Demos.
En esas condiciones y con la pesadumbre que da alejarse de la casa que se contribuyó a edificar y a hacer crecer, escribo esta última colaboración antes de irme a escribir en otro diario. Esta es una despedida de La Nueva Jornada, en la que por ahora no hay sitio (ni siquiera espacio de interlocución interna) para personas como yo. Es un hasta luego, porque no dejo de estar entre los accionistas y porque sé que los vientos pueden cambiar de nuevo y que tal vez pueda volver.