Desde sus orígenes, la ciencia económica se ha preocupado por el problema de la distribución del producto entre diversos sectores sociales. En el presente siglo, la acumulación de datos estadísticos permitió formular la hipótesis de que el proceso de crecimiento económico va acompañado de una regularidad definida en términos de la distribución: que la transformación de una sociedad agrícola en una donde la industria pasa a ser el eje de la economía va acompañada por una distribución más desigual del ingreso. Sin embargo, en la medida que va madurando la industrialización, esta tendencia debería ser contrarrestada, lo que conduciría a un reparto más equitativo del producto. La causa fundamental que explicaría estos diferentes comportamientos es que en la primera fase se amplían las diferencias de productividad entre la agricultura e industria, lo que necesariamente conduce a brechas crecientes de ingreso entre los ocupados en ambos sectores. Posteriormente, la economía tendería a ser más homogénea en el sentido de que la dispersión en los niveles de productividad entre diversas ramas se iría reduciendo, lo que llevaría a ir conformando una sociedad más igualitaria.
La preocupación por este problema en las economías en desarrollo condujo, durante la segunda mitad de este siglo, a plantear que al contar con un gran excedente de trabajo, las primeras etapas de la industrialización van acompañadas por niveles de salarios bajos que, progresivamente, se irían incrementando en la medida que la industria fuese absorbiendo una cantidad creciente de la población antes localizada en el sector rural.
El tema de la distribución de los frutos del crecimiento preocupó a gran parte de los economistas y políticos de la región hasta la década de los setenta, pero para las corrientes que pasaron a ser dominantes a partir de los ochenta éste pasó a ser un problema secundario que sólo merecía ser atacado a través de programas de asistencia social. No obstante, el problema existe y aún más; las transformaciones económicas iniciadas en los años ochenta han determinado que la distribución del ingreso se haya tornado aún más inequitativa de lo que tradicionalmente ha sido en nuestros países.
Los datos de la economía mexicana son muy ilustrativos de la magnitud de las brechas de ingreso entre diversos estratos de la población y del ensanchamiento de ellas en el transcurso de los programas estabilizadores y de ``modernización'' de la economía: si en 1984 el 40 por ciento más pobre de los hogares mexicanos se apropiaba del 14 por ciento del ingreso, en 1994 esta proporción se había reducido a 13 por ciento. En el otro extremo, mientras el primer año al 20 por ciento más rico de los hogares del país le correspondía el 49 por ciento del ingreso, en 1994 ya se apropiaba del 55 por ciento. Y si se considera a la décima parte de los hogares más acomodados del país, en 1984 le correspondía casi un tercio del ingreso, mientras que diez años más tarde ya se apropiaba del 38 por ciento.
Las raíces de este perfil distributivo de México, que es típico de toda América Latina, están en las características de la transformación de sus estructuras agrarias, que fueron determinando la creciente disparidad entre un sector de agricultura moderna y otro de subsistencia, y en los rasgos del proceso de industrialización, el que también se caracterizo por el surgimiento de unos pocos polos modernos que ocupan poca fuerza de trabajo, mientras que la mayor parte de los establecimientos industriales sigue conservando bajos niveles de productividad y, por lo tanto, necesariamente, genera bajos ingresos.
Si a este hecho se le añade que la economía no ha crecido durante los últimos quince años, ya que el ingeso por habitante en la actualidad sigue siendo más bajo que el de comienzos de la década de los ochenta, estamos en el peor de los escenarios posibles: la polarización en el plano de la distribución ha sido acompañada por un descenso absoluto en los niveles de ingreso del 80 por ciento de la población. Si el actualmente tan denostado populismo también se caracterizó por una distribución muy inequitativa del ingreso, el hecho de que la economía estuviese creciendo hizo posible que todos los estratos de la población fuesen elevando sus niveles de bienestar. Entonces, aunque los hogares pobres siempre se apropiaron de bajas cuotas del ingreso, éste crecía año con año. En la actualidad, el cuadro es radicalmente diferente: dado el estancamiento económico, la cada vez más aguda polarización sólo ha sido posible a través de la transferencia de ingresos desde los pobres hacia los estratos ricos.