Tal vez el rasgo que, a pesar de la distancia geográfica, más acerca la proclama de Singapur con la autoexculpación de Dublín, es el grado de mendacidad de que ambas piezas están revestidas y rellenas. Tal parecería que los hoy por hoy máximos dirigentes conjuntos del neoliberalismo priísta de final del siglo, entablaron una feroz competencia, un torneo olímpico de primera magnitud, para ganar el primer lugar entre los hombres públicos, quienes, por regla general, no gozan del mérito de la veracidad y, por lo mismo, no disfrutan de la verosimilitud o la confiabilidad.
Salinas declarándose plenamente inocente y Zedillo afirmando la satisfacción del pueblo mexicano con su política neoliberal, se encuentran en una enconada contienda para obtener el premio mayor a la mendacidad. Además, ponen al descubierto su preferencia, inocultable homogeneidad. Hasta no hace mucho tenían dos rasgos comunes bien conocidos y plenamente aceptados por ambos: su neoliberalismo económico y su entrega a intereses imperialistas extranjeros como única ruta de salvación. Después del 27 de noviembre, la proclama de Singapur y la autoexculpación de Dublín les confieren otro rasgo común: la capacidad de mentir a nivel internacional.
Pero ¿podremos confundir la capacidad de mentir, con la aptitud de engañar o la habilidad de convencer? Porque creo no caer en el error, si sostengo que ni las mentiras zedillistas de Singapur ni las excusas salinistas de Dublín, ni juntas ni separadas, tienen la fuerza convincente de cambiar el enorme descontento del pueblo mexicano o de desviar a la opinión pública mundial.
Nos quedan por delante cuatro años de mendacidad presidencial y de inocencia salinista.
Tendría yo la audacia de proponer a quien realmente manda en el panorama político de este inicio del tercer año del ``profeta de Singapur'' (merecido seudónimo que debiera corresponderle al señor presidente actual), que para disfrazar o desplazar el entendimiento, nuevamente patente, entre Salinas y Zedillo, convendría abrir dos actos más de la farsa que nos toca en suerte admirar: uno consistente en un nuevo interrogatorio a Manuel Camacho Solís, como secuencia natural de las imputaciones que contra él lanzó su antiguo amigo Carlos Salinas. Un segundo, consistente en un nuevo y más penetrante cuestionario para el conocido José Marie Córdoba Montoya, inspirado en su función de jefe o coordinador de asesores de Carlos Salinas.
Para no perder el nivel globalizado, me atrevería a sugerir que ese nuevo primer acto se llevara a cabo en Buenos Aires, otra de las capitales del neoliberalismo entreguista, y el segundo, en algún lugar del norte de Africa, para tener pretexto que nos recuerde el origen del actor dominante en esa parte de la pieza teatral.
Seguramente, el intercambio de ideas, opiniones y resentimientos que habrían de surgir de la actuación de Camacho Solís y de Córdoba Montoya, enriquecería y daría plena vigencia a la reconciliación entre el presidente de ayer y el de hoy, con evidente ventaja para reunificación del PRI y para la perspectiva de dominio imperial.
Como tema final, convendría escudriñar en un argumento de Salinas, que no deberían olvidar los investigadores actuales.
Salinas sostiene como prueba de su irresponsabilidad en el crimen contra Colosio, que él, Salinas, era uno de los principales perjudicados con el asesinato. Lanza también envenenados dardos contra su ex amigo Camacho Solís, considerándolo proclive a la sed de venganza, surgida contra quien lo desplazó en la candidatura oficial. Pero lo más insidioso de la razón salinista, usándola a contrario sensu, como suelen decir los abogados y los sacerdotes de formación latinista, se encuentra en la cuestión:
¿Quién fue el principal, si no único beneficiado con el asesinato de Colosio?
Si el perjuicio derivado de un delito, exculpa al perjudicado por él (además de la víctima directa), según la lógica salinista, ¿no constituye el beneficio un indicio digno de investigación?
Salta a la vista un contra-argumento, que destruiría la aplicación a contrario sensu de la tesis de Salinas.
¿Realmente resultó un beneficio recibir la presidencia de la República, después de seis años de un gobierno entreguista y corrupto, encabezado por el prohombre de Agualeguas? La respuesta a esta pregunta no le corresponde al pueblo mexicano, ni siquiera al fiscal especial encargado de la investigación del crimen, sino única y exclusivamente al doctor Ernesto Zedillo. Para limpiarlo de esa ``malosa'', desviada, disimulada imputación salinista, ¿no convendría someterlo a un interrogatorio que incluyera esa pregunta?