Prácticamente desde la época prehispánica, el rumbo oriental de la antigua Ciudad de México ha sido de los más populosos; allí se encuentran los añejos barrios de San Lázaro, La Soledad, Manzanares y el célebre de la Merced. Cada uno de ellos tenía su templo, su santo patrono y sus personajes. En la actualidad, gran parte de esa zona es conocida como la Merced, aunque todavía se conserven algunos rasgos propios de cada barrio y, desde luego, cada uno tiene interesante historia.
Todos tienen orígenes que datan de cuando la gran ciudad de los mexicas estaba constituida por cuatro parcialidades: Cuepopan, Moyotlán, Atzacoaclo y Zoquipan o Teopan; este último corresponde a la zona de la que hablamos. En ellos se encontraba un mercado importante, entre otras razones por la cercanía con la importante acequia que desembocaba en el que durante el virreinato se llamó desembarcadero de Roldán, vía por donde llegaban cientos de canoas a surtir de verduras, flores, frutas, aves, pescados, granos y cuanta mercancía pueda pensarse, que venían de los pueblos de Xochimilco, Santa Anita y sitios más lejanos donde se embarcaban los productos para su venta en la metrópoli azteca.
Tras la conquista, un sector de la parcialidad quedó fuera de la traza de la ciudad española, pero la realidad centenaria se impuso y pronto quedó integrada, continuando con su función de abastecedora de alimentos.
Esta vocación del añejo barrio se ratificó con la construcción, en 1869, de uno de los primeros grandes mercados ``modernos'' que se hicieron en la capital: La Merced, que recibió ese nombre por construirse en el predio que había ocupado el soberbio templo de ese nombre, destruido tras la exclaustración, para ese fin. Aquí cabe señalar que, afortunadamente, el claustro del convento anexo se salvó, permitiéndonos disfrutar su inigualable belleza morisca.
En el barrio se encontraban importantes instituciones como la Alhóndiga, la Casa de Moneda, el Arzobispado, la Imprenta, la Universidad; hospitales relevantes como el del Amor de Dios y el de San Lázaro; varios conventos y templos de importancia como: Jesús María, la Soledad, la Merced, Balvanera, San José de Gracia, la Santísima, San Pedro y San Pablo; la Casa de Cuna y hasta una Plaza de Toros.
Esto hizo que muchas personas de prosapia se fueran a vivir allí; así nos enteramos de que en 1864 lo habitaba un ministro de Estado, un regente del Imperio, tres miembros del Estado Mayor y siete de la Junta Superior de Gobierno. Además de 10 notarios y muchos intelectuales y profesionistas. La Guía Completa de Forasteros menciona que en el castizo barrio vivían 29 miembros de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística; aproximadamente la mitad de los profesores universitarios y de la Academia de Bellas Artes; 51 médicos y 111 abogados. Del clero, ni más ni menos que el propio arzobispo primado y, como consecuencia, sus más importantes dignidades.
De ello nos hablan las magníficas casonas que aún podemos admirar, a pesar de que muchas fueron destruidas para construir horripilancias modernistas; aún subsisten cientos que están en espera de una buena restauración que les devuelva la dignidad y belleza, y a sus dueños buenas ganancias económicas, ya que está comprobado que esas residencias, una vez restauradas, son codiciadas por empresarios e inquilinos.
Un ejemplo de esas antiguas mansiones que a pesar del abandono conserva hermosura es la que se encuentra en las calles de Santo Tomás y Mesones, seguramente de principios de siglo, con fachada de ladrillo, adornos de cantera, magnífica herrería y un original torreón; en la década de los treinta fue lechería y antes, con seguridad, casa habitación de una linajuda familia porfirista.
Ahora la habitan decenas de familias que han convertido el interior en un deprimente laberinto, al construirle cuartos deleznables por todos lados; la insalubridad y la promiscuidad son la tónica del lugar. Enfrente, en otras casas de la época, el fenómeno se repite pero con más dramatismo; allí son cientos de indígenas, muchos con sus familias, que en un hacinamiento de pesadilla, conviven con las ratas; de esto nos platica nuestra excelente reportera Karina Avilés en un conmovedor reportaje que nos abre ese dramático submundo que existe en el corazón del país, en las entrañas de las añejas y valiosas construcciones del Centro Histórico de la ciudad de México, patrimonio de la humanidad.
Afortunadamente ese no es el único rostro de la Merced; hay otro, a unas cuadras, en donde se encuentra el restaurante Al Andaluz, en Mesones 171, en un par de bellas y alegres casas del siglo XVIII muy bien restauradas, en donde se disfruta --sin exagerar-- la mejor comida libanesa de la ciudad, además de algunos buenos platillos de la cocina mexicana, para los que no le entran al Kepe crudo especial de la casa, el delicioso chanclis, las hojas de parra rellenas, los alambres de cordero y tantas otras exquiciteces que rematan con los inigualables pastelillos árabes y un Arak, ese licor anisado que, estoy segura, es lo que da fuerzas para cruzar el desierto.