MAR DE HISTORIAS Cristina Pacheco
Una mujer sin importancia
Desde antes que nos casáramos Pablo ya tenía el vicio de resolver crucigramas. Hace tiempo, cuando le diagnosticaron la diabetes y pusimos el estanquillo, adquirió otro: coleccionar esquelas. No quiere decir que recorte las que aparecen en los periódicos y las pegue en álbumes, pero sí que las lee todas y luego, en derredor de cada una, inventa historias.
El día en que por primera vez vi a Pablo leyendo la sección de muertitos, como llamo a los obituarios, le pregunté si entre los difuntos esperaba encontrar algún conocido. ``No'', me dijo. ``Entonces, ¿a quién buscas?'', insistí. ``A nadie, pero mientras pueda leer esta sección quiere decir que estoy vivo''. No le celebré el mal chiste y le hice prometerme que no lo repetiría. Lo conseguí, pero no logré que abandonara su costumbre de leer noticias fúnebres.
Hasta la fecha me sorprende la minuciosidad con que Pablo coteja cuántas veces se publica en un periódico el nombre de un difunto y si hay o no quien firme las condolencias. ``Se ve que el Fulano era muy rico. Fíjate: lamentan su fallecimiento industriales y políticos''. ``La familia de esta pobre mujer debe de haberse gastado más en informar de su muerte, que a nadie le interesa, que en concederle su último gusto. ¿Cuál sería: regresar a su tierra, una comida especial?''
Al principio me inquietó el nuevo vicio de Pablo. Luego me acostumbré y hasta me pareció divertido. Ahora ha vuelto a disgustarme. Cuando mi esposo me enseña las esquelas me pongo triste, me preocupo: tengo miedo de que un día me muestre una con el nombre de Sara Robledo. Pobre muchacha. ¿Dónde estará? No lo sé y quizá no lo sepa nunca. Tampoco la olvidaré con su veliz en una mano y despidiéndose de mí con la otra antes de subir al taxi en que Gerardo se la llevó.
La mañana en que Sara entró en el estanquillo vino a preguntarme dónde quedaba la tintorería y me mostró una chamarra azul: ``Mi señor me encargó que se la mandara lavar, pero como no conozco el rumbo...'' Por la forma en que mencionó al hombre me di cuenta de que no era su esposo y eso la avergonzaba. Fingí no darme cuenta y le di la información que me había pedido.
Me lo agradeció con una sonrisa de alivio. Con eso me animé para entablar conversación: ``¿De dónde vienes?'' Me respondió: ``Mi señor es de aquí, yo no''. Sentí que no deseaba darme más pistas acerca de su vida, pero aún así le pregunté dónde vivían. ``Ahora, en el hotel'', y señaló el edificio de fachaleta, con ventanas ciegas, al otro lado de la calle. Debió de saber que se trataba de un sitio de mala reputación y, para evitar que la confundiera, me explicó: ``Es nomás mientras encontramos casa. Si sabe de alguna...''
Cuando se despidió me puse a atar cabos: provinciana, jovencita, viviendo en un hotel de paso... En la noche le hablé a Pablo de mi nueva conocida y de mis deducciones. Me reprochó que perdiera el tiempo inventándole historias a la gente, como si él no se pasara las tardes haciendo lo mismo con sus esquelas.
Sara regresó varias veces a comprarme sopa de pasta, aceite, huevos. Divertida, me contó que, burlando al administrador, había logrado introducir en el hotel una hornilla para cocinar. ``Pobre de usted: con el calorón que hace debe de ser terrible''. Me dijo que no le importaban las incomodidades, sobre todo por ser pasajeras. Cuando le entregué el cambio vi que llevaba la muñeca mal vendada. ``¿Qué le pasó?'' No entendí su respuesta, pero antes de salir del estanquillo se detuvo para recordarme: ``Si sabe aunque sea de un cuartito, no deje de avisarme''.
Volví a sentir la misma tristeza que experimenté al conocerla. Imaginé a su familia buscándola; a su madre mostrando sus fotografías en las terminales; a los hermanos sentados alrededor de una mesa donde su sitio continuaba desierto. ``Deja de inventar historias'', me ordenó Pablo cuando le participé mis imaginaciones.
Tras varios días de ausencia, una noche Sara entró en la miscelánea acompañada del hombre al que tímidamente llamó Gerardo. Me sorprendió que no me lo presentara ni hiciera intentos por entablar conversación. Mientras él iba ordenando, Sara se mantuvo a distancia, callada y alerta, como si esperara la pregunta que él le hizo bruscamente: ``Tú ¿qué quieres?''
Ella, sonriendo, negó con la cabeza. Gerardo se acercó a Sara y la tomó por la cintura: ``¿Qué te pasa? ¿A poco todavía estás enojada? Ya te pedí perdón''. Noté los esfuerzos de Sara por contestar, pero de su boca no salió más que una risita débil. Satisfecho por la respuesta, el hombre le hizo un guiño: ``Así me gusta. ¿Te parece bien que compre unas cervezas? Respóndeme. Tú mandas, chaparrita, ya sabes''. Sentí que hablaba sólo para que yo lo escuchara.
No me sorprendió que mi amiga dejara de venir al estanquillo porque con frecuencia se ausentaba. En esa ocasión lo hizo por más tiempo que de costumbre y pensé que tal vez se habría mudado. Me alegré imaginándola al menos liberada del horror de cocinar en un cuarto de hotel durante los días más calurosos del año.
Una tarde en que yo estaba regando la banqueta apareció Sara. Llevaba suéter y una chalina le envolvía la cabeza. ``¿Está enferma?'' Sus ojos se llenaron de lágrimas. La reacción me asustó: ``¿Quiere que llame a un médico? Hay uno a la vuelta''. Mi respuesta la atemorizó: ``No, no, gracias. Estoy bien''. Apenas terminó la frase la vi tambalearse pero alcancé a sostenerla.
Nunca olvidaré la forma en que se apoyó sobre mi hombro y con una voz apenas audible me suplicó: ``No haga nada. Si Gerardo sabe que vi a un médico, capaz de que me mata''. No supe qué decir y abracé con más fuerza a la muchacha. De su boca escapó un grito. Fue suficiente para comprender que mis sospechas de que Gerardo era un hombre violento y cruel estaban justificadas. Me atreví a decirlo y Sara se puso a llorar.
Cuando consideré que se había desahogado le sugerí volver con su familia. Con dificultades me explicó: ``El lunes hablé a mi casa. Contestó mi papá. Dijo que ni crea que puedo regresar con ellos, que me las arregle como pueda. Además, Gerardo ya me advirtió que no intente escaparme porque adonde quiera que vaya me encontrará para matarme y que como soy una cualquiera, una mujer sin importancia, nadie hará nada''.
Iba a proponerle que se fuera con mi prima, a Ojo de Agua, cuando Gerardo entró en la miscelánea. Su voz pareció muy amenazadora cuando dijo: ``Te estaba buscando. ¿Qué haces aquí?'' Sara me lanzó una mirada rapidísima. Entendí su mensaje y tomé la palabra: ``La vi que iba pasando y nos pusimos a platicar''. Gerardo no parecía oírme ni verme, toda su atención se concentraba en Sara: ``¿Y de qué estaban platicando?'' Mi amiga respondió con falsa naturalidad: ``Pues... de nada...'' El tipo soltó una risita abominable: ``¿Y por eso estás llorando? Orale, ¡vámonos!'' Sin esperar respuesta, la tomó del brazo y la arrastró a la calle sin que ella opusiera resistencia.
Le conté a mi esposo lo sucedido y le pregunté si debíamos llamar a una patrulla. Me lo prohibió: ``No te metas. Al rato se contentan y tú quedarás muy mal. Cierra. Vámonos a dormir''. Traté de convencerme de que Pablo estaba en lo justo. Iba a bajar la cortina cuando vi a Sara en la puerta del hotel. Apenas tuvo tiempo de agitar la mano para despedirse de mí antes de que Gerardo la metiera en un taxi.
Desde ese momento sentí que la despedida era para siempre. También, desde aquella noche, siento terror cuando mi esposo me lee las esquelas que se publican en los periódicos.