Un saludo para el valiente Dr. Ignacio Madrazo, un personaje de la transición.
Me he preguntado a mí mismo el porqué de mi interés vehemente por la democracia mexicana y sus aventuras tanto como para escribir un libro de más de 500 cuartillas (espero que vea la luz en enero 1997*). Quizás la explicación puedo encontrarla en la historia que me tocó vivir.
Empecemos por el domingo siete. Así designó con un dejo de burla el pueblo de México al domingo 7 de julio de 1940. Ese día hubo en la República Mexicana unas elecciones presidenciales reñidísimas. No había habido otra semejante desde que Francisco I. Madero desafió a Porfirio Díaz en 1910. No habría otras tan difíciles y peligrosas hasta las del 6 de julio de 1988 en que Cuauhtémoc Cárdenas y Manuel Clouthier intentaron vencer a Carlos Salinas de Gortari.
El 7 de julio de 1940 era yo un infante. Mi padre, que era un joven y robusto periodista taurino, fue a votar la mañana del 7 de julio por Avila Camacho. Desdeñó al opositor Juan Andrew Almazán. No le gustaba el partido oficial llamado entonces PNR (Partido Nacional Revolucionario), pero creía que la oposición gobernaría aún peor que ellos.
Aquel domingo de 1940 el gobierno hizo un gran fraude a pesar de que el presidente Lázaro Cárdenas (el mejor gobernante mexicano del siglo XX) ``habría prometido respetar el voto''. El pueblo sufrió idéntica promesa e idéntico fraude en 1910 con Díaz y en 1988 con De la Madrid y antes muchas veces durante 80 años.
10 años antes de que yo naciera, en 1929, cuando mi padre tenía 20 años, los revolucionarios, hartos de sus reyertas sangrientas confederaron a las fracciones políticas supervivientes en una agrupación sui generis a la que llamaron Partido de la Revolución Mexicana. Desde entonces el partido, guiado por la idea luminosa de su fundador Plutarco Elías Calles, decidió conservar el poder ``a como diera lugar''. Creían que si dejaban votar al pueblo libremente éste elegiría a un obispo o alguien peor.
Por ello se robaron, desde la primera contienda en 1929, todas las elecciones que presumiblemente perdieron en las urnas e hicieron las irregularidades necesarias para ensuciar todas las elecciones, incluso aquellas que ganaron por un margen amplio. En estos casos se limitaron a inflar con estadísticas inventadas el número de votantes. Siempre repetían que ellos eran los únicos capaces de gobernar al país. Durante décadas pareció ser verdad. Al fin el país cayó en un desastre a principios de la década de los 80. Sin embargo, ellos siguieron gobernando.
Mi padre, como millones de mexicanos, votó toda su vida por el partido oficial. Seguro de que los opositores, de llegar al gobierno, lo harían peor que los posrevolucionarios. Yo mismo, convencido de la inutilidad de mis votos, nunca voté sino hasta 1989 y siempre voté como contestatario, aunque nunca fui miembro de un partido de oposición. Comencé a observar elecciones a partir de las de Chihuahua en 1986; padecí la sensación abrumadora de despojo (aunque fuera en cabeza ajena) y fui testigo de varios fraudes.
Mi padre vivió lo suficiente para que, a sus 80 años (1989), el partido oficial que cumplía 60, perdiera la primera elección importante (Baja California) que el PRI, por instrucciones del presidente Salinas, reconoció. Pero Salinas siguió determinando cuándo ``se dejaba'' ganar a la oposición y cuándo no. Durante todo su periodo se cometieron fraudes ``selectivos''.
A partir de 1995, las elecciones mexicanas empezaron a mejorar. Los triunfos de la oposición se volvieron frecuentes. La alternancia empezó a producirse. Si mi padre hubiera vivido, como la mayoría, seguiría desconfiando de las elecciones. No sólo de su limpieza sino de su utilidad.
Pero no todo es siniestro, aunque el consenso político ha fracasado hasta ahora, la transición sigue y el despertar se extiende. Quizás ha valido la pena esperar.
El autor se despide para tomar unas buenas vacaciones. Volverá el segundo domingo de 1997.
*El libro se llamará Reflexiones privadas, testimonios públicos