La Jornada Semanal, 8 de diciembre de 1996


Persistencia y transformación de la identidad indígena

Enrique Florescano

El martes 3 de diciembre, Enrique Florescano recibió el Premio Nacional de Ciencias y Arte 1996 en el área de historia, ciencias sociales y filosofía. Autor de Origen y desarrollo de los problemas agrarios de México (1500-1821), México en 500 libros, El mito de Quetzalcóatl y El ocaso de la Nueva España, entre otros muchos títulos, Florescano responde en este ensayo que forma parte del libro Etnia, Estado, Nación a una pregunta fundamental: cómo pudieron los grupos indígenas conservar y recrear su identidad durante los tres siglos de dominio español?



A pesar de todos los embates, los grupos étnicos de Nueva España revitalizaron una y otra vez sus antiguos lazos de identidad. Al verse obligados a convivir con sus dominadores, desarrollaron nuevas formas de solidaridad y lograron hacer pervivir, a través de una dinámica de intercambio y adaptación con la cultura dominante, sus propias tradiciones. Al reparar en estos hechos extraordinarios, una pregunta se viene a la cabeza: cuáles fueron los mecanismos que permitieron a esos grupos sometidos a un poder extranjero conservar y recrear su propia identidad?

Para responder, es necesario volver al altépetl, la unidad territorial sobre la que se asentó la organización social y política de los grupos étnicos. Esta unidad se distinguía por tres rasgos. En primer lugar, disponía de un territorio propio. En segundo, albergaba en él una o más etnias que compartían un pasado y tradiciones comunes. Y en tercero, estaba gobernado por un señor dinástico, el tlatoani.

En el centro de cada altépetl se levantaba un templo, que era a la vez la residencia de su dios tutelar y el símbolo de la soberanía territorial del pueblo; junto al templo había una gran plaza que servía como centro ceremonial y mercado. En cada uno de los cuatro lados del altépetl se extendían los calpolli o barrios donde habitaba la población, orientados hacia los cuatro rumbos espaciales. A estos elementos el altépetl agregó otros, religiosos y simbólicos, que lo transformaron en un cohesionador de la identidad colectiva de sus pobladores.

Altépetl es un término compuesto por dos voces: alt, in tepetl, el agua y la montaña, que podría traducirse como "montaña o cerro con agua". En los códices, planos y otros documentos de tradición nahua y mixteca, es común encontrar un jeroglífico que tiene el mismo significado y está pintado como un cerro en cuyo interior hay una cueva llena de agua. En la tradición nahua y mixteca este jeroglífico es un topónimo que identifica a un reino o señorío. Al reparar en esta antigua organización política mesoamericana, Bernardo García Martínez advirtió que el altépetl (plural: altepeme) tiene la misma significación en la tradición totonaca, tepehua y otomí. En otro lugar, al estudiar los símbolos de los mitos cosmogónicos de Mesoamérica, había observado que los mitos de creación más antiguos registran la aparición de la colina primordial (la Primera Montaña Verdadera de los mayas de la época clásica), como uno de los primeros acontecimientos de la creación del cosmos. En estos mitos la colina primordial es el lugar en cuyo interior reposaban los alimentos esenciales (el maíz), y las aguas germinales. Es un símbolo de la fertilidad. Según los mitos más antiguos, de su interior brotaron las aguas fertilizadoras, el maíz y los mismos seres humanos. De modo que desde el origen de la civilización, la Primera Montaña Verdadera simboliza a la tierra fértil, y es por tanto el lugar privilegiado de la habitación humana y la matriz del reino. En la tradición campesina mesoamericana, el lugar donde se producen los alimentos es el mismo donde se teje la vida colectiva y donde radica la autoridad política que dota de cohesión a la comunidad. Es el lugar más sagrado.

Otro rasgo del altépetl es su generalidad y permanencia a través del tiempo. Entre los nahuas, la Primera Montaña Verdadera es el Tonacatepetl, literalmente "el cerro de los mantenimientos", que al igual que la montaña construida por los olmecas en el amanecer de la civilización, se levantaba en la plaza central del poblado. El Templo Mayor mexica es entonces el lugar sagrado donde se conservan los alimentos esenciales y el símbolo del poder mexica. Pero sobre todas las cosas, el Templo Mayor era la Primera Montaña Verdadera, la tierra misma, el gran monstruo del que emanaban todas las manifestaciones de la vida y la hendidura por donde irremisiblemente desaparecían los seres humanos, las plantas y los astros. Como observa Johanna Broda, "el Templo Mayor fue concebido como una montaña sagrada descansando sobre la tierra (la isla de Tenochtitlan), que como un disco flotaba en las aguas primordiales". Esta imagen primordial, que nos devuelve a la primera montaña del mito cosmogónico,se materializó en el glifo que para los pueblos nahuas significa montaña. El vocablo que la nombra, altépetl, quiere decir "cerro de agua".

Así, al esclarecerse el simbolismo que rodea a la Primera Montaña Verdadera y su vinculación con los mitos cosmogónicos, salta a la vista que en los pueblos de tradición agrícola la creación de la aldea y el reino estaban indisolublemente ligados al origen de la agricultura. En esta tradición, el origen del maíz, la fundación de la aldea y el nacimiento del reino son una y la misma cosa. Y ése es el mensaje que transmite el mito cosmogónico, que hace de la Primera Montaña Verdadera un equivalente de la capital del reino.

Al leer el libro de Bernardo García Martínez sobre los indios de la sierra de Puebla, y The Nahuas after the Conquest, la obra magistral de James Lockhart, advertí que este símbolo de la identidad étnica mesoamericana fue también el polo articulador de la identidad indígena en los tres siglos del dominio español. Estas obras no sólo iluminan la historia de los indios bajo el Virreinato, sino que arrojan luz sobre los fundamentosque le dieron vida a la civilización mesoamericana. Uno de esos fundamentos es precisamente el altépetl, la célula sobre la cual se edificaron las instituciones que organizaron la vida de los pueblos indígenas en el Virreinato: primero la encomienda, luego el distrito parroquial y más tarde el cabildo español.

Lockhart muestra que el altépetl era la célula constitutiva de los pueblos prehispánicos, y observa que sobre ella se asentaron las instituciones políticas, económicas y religiosas que introdujo el conquistador para organizar el territorio. Apoyados en los datos que reúne esta obra, y en las cuidadosas descripciones de García Martínez, se podría decir que la aclimatación del altépetl en el sistema colonial recorrió las siguientes fases. En la época prehispánica, el tlatoani acumulaba en su persona el gobierno vitalicio del altépetl, y a la vez tenía derecho al disfrute del servicio personal y los tributos de sus pobladores. Al instalarse el gobierno colonial, el tlatoani perdió progresivamente esos derechos, pero el altépetl conservó su estructura territorial y social. Bajo la encomienda, la autoridad real le confiere a los encomenderos españoles una parte de los tributos y de la fuerza de trabajo de los miembros del altépetl, y la otra parte (más reducida) la continúa otorgando al cacique del pueblo, vocablo que sustituye al antiguo tlatoani. En esta modalidad, la Corona española reconoce los derechos territoriales tanto de los señores naturales (caciques) como de los pobladores del altépetl, pero retiene para sí el gobierno y la administración de la justicia, pues son sus funcionarios quienes conceden las encomiendas y nombran a los caciques o al "gobernador", que es también un oficial indígena designado por las autoridades españolas. Esta forma de gobierno se mantiene cuando se crean las parroquias o doctrinas indígenas, que son jurisdicciones religiosas sobrepuestas al antiguo territorio del altépetl.

El cambio mayor adviene cuando en la estructura del altépetl se introducen las formas de gobierno del cabildo español en la década de 1550. El cabildo español estaba constituido por un cuerpo de funcionarios llamados regidores y alcaldes. Los primeros tenían a su cargo la administración y los segundos la impartición de la justicia. En el año de 1549 una real cédula dispuso que esa forma de gobierno fuera adoptada por los pueblos indígenas: mandaba "se creasen y proveyesen alcaldes ordinarios para que hiciesen justicia en las cosas civiles y también regidores cadañeros [...elegidos por los mismos indios, con el cargo] de procurar el bien común"; también disponía el número de funcionarios para cada pueblo, que variaba según el tamaño de éste.

Al poco tiempo, el modelo español fue modificado por el juego y la presión de los intereses indígenas. En Nueva España, el alcalde, la autoridad que impartía la justicia, tuvo un rango superior al de los regidores. En tanto que en España los funcionarios del cabildo representaban a grupos de interés, en Nueva España los Oficiales de república representaban a grupos étnicos o de parentesco, pero sobre todo a unidades geográficas y políticas dotadas de cierta autonomía, a barrios y parcialidades que hacían valer sus derechos en el seno del altépetl. Esta tendencia a la microetnicidad, como la llama Lockhart, y el prurito de mantener una representación separada para cada unidad social, abrió el camino a una fragmentación progresiva del altépetl, un proceso que comenzó desde mediados del siglo XVI. Debido a esta característica, el número de alcaldes y regidores creció tantas veces como unidades autónomas había en el seno del altépetl. De este modo, una antigua cualidad del altépetl, la de estar constituido por unidades sociales (calpolli) imbuidas de un fuerte espíritu de autonomía, se reprodujo en el cabildo. Desde fines del siglo XVII, cuando empieza a crecer el número de los pobladores indígenas, se observa en muchas regiones un fenómeno de disgregación de los pueblos, pues otra vez los pueblos sujetos piden ser autónomos y luchan contra sus cabeceras para lograrlo. Se rompió así la antigua unidad política del altépetl, y en su lugar aparecieron múltiples comunidades asentadas en tierras comunales, que para algunos autores eran "cuerpos políticos imperfectos, meras comunidades campesinas" (García Martínez, 1987).

Por otra parte, en Nueva España la elección de los Oficiales de república se restringió al grupo de antiguos nobles, quienes tendieron a perpetuarse en los cargos, aun cuando ya no los pudieron transmitir en forma hereditaria o dinástica, como lo había hecho antes el tlatoani. En los siglos XVII y XVIII, quienes ocupaban puestos importantes en el cabildo indígena recibieron el nombre de "principales" o "caciques". En el siglo XVIII, "a pesar de todas las pérdidas, transformaciones y cambios de nombre, en los pueblos indios era común que hubiera un pequeño grupo hereditario que acaparaba la riqueza, el prestigio y la educación, el cual tenía en sus manos la mayoría de los cargos de la comunidad; dentro de esa minoría, unas cuantas familias eran las más ricas y dominaban el gobierno, aun cuando no siempre lograban monopolizarlo" (Lockhart, 1992). Los caciques, principales y gobernadores formaron la éliteque acaparaba el poder político, la estima social y los rendimientos económicos, y por esa razón los pueblos promovieron contra ellos pleitos interminables, que favorecieron la solidaridad comunitaria.

Así, al incorporarse en el altépetl indígena las funciones políticas del cabildo español, la República de indios adquirió su personalidad política plena. La política de congregación de pueblos se inició en la década de 1560 en los valles de Toluca y México, y en las regiones de Yucatán y Guatemala. Las congregaciones de fines del siglo XVI y principios del XVII completaron ese proceso, de modo que al comenzar el siglo XVII la mayoría de los pueblos estaban organizados en repúblicas y eran gobernados por cabildos. En cada pueblo había un número variable de alcaldes y regidores, según los pobladores, los sujetos, las parcialidades o los grupos étnicos.

El espíritu corporativo era el rasgo más notable de estos pueblos y estaba presente en la mayoría de las actividades. Las tareas agrícolas absorbían el esfuerzo colectivo, y ocupaban a todos los miembros de la familia. La siembra y la cosecha eran actos centrales de la vida agrícola, que se festejaban colectivamente y en los cuales participaba la comunidad entera. El lugar donde confluían los festejos era la iglesia local, construida asimismo con la participación de los miembros del pueblo o altépetl, y cuyo edificio, altar, ornamentos y santo patrono resumían el orgullo y la identidad locales. Como en los tiempos más remotos, la plaza central y el templo eran los monumentos que convocaban a la mayoría de los pobladores, y los lugares donde se exaltaba y cohesionaba la solidaridad colectiva.

La plaza y el templo eran el escenario donde anualmente tenía lugar la solemne ceremonia del cambio de autoridades del cabildo, el momento en que cada uno de sus miembros, vestido con ropa de gala de tradición occidental (camisa, zaragüelles o calzones, jubones y sombrero), recibía la vara del mando y juraba honrar el cargo que se le otorgaba. En esos mismos lugares se celebraban las ceremonias y procesiones religiosas, y particularmente la fiesta en honor del santo patrono que, como en la época prehispánica, era el símbolo de identidad del pueblo. El mercado, otro componente del antiguo altépetl, reunía cada semana a los miembros del pueblo con los de las parcialidades vecinas y con los comerciantes del exterior. La mayor responsabilidad de los miembros del cabildo era entonces la conservación de esas tradiciones comunitarias: mantener el esplendor de las fiestas del santo patrono y del templo, realizar periódicamente el tianguis o mercado, y sobre todo, defender las tierras del pueblo.

La República de indios es pues una síntesis del proceso de aculturación efectuado a lo largo del Virreinato, una combinación de elementos prehispánicos y españoles. A su vez, ese proceso impulsó la aparición de una nueva identidad local. Las instituciones, los símbolos, las efemérides y los acontecimintos que celebraba el pueblo tenían una dimensión local. Y los instrumentos que reavivaban la memoria colectiva también eran locales, como los llamados Títulos primordiales. En estos documentos, que se multiplican desde fines del siglo XVII, los pueblos ordenaron su memoria histórica y consignaron los símbolos y sucesos que fortalecían la identidad pueblerina.

En primer lugar, los Títulos primordiales registran la fecha de la fundación del pueblo, que unos títulos remontan a tiempos prehispánicos y otros al siglo XVI, a la época de las congregaciones. La mayoría de estos documentos rememora, en escenificaciones de tipo mítico, a sus antepasados de la época prehispánica, a quienes unen con las primeras autoridades españolas. Detallan cuidadosamente la forma como les fueron otorgadas las tierras, hacen constar los documentos de su adjudicación, y presentan un catálogo minucioso de ellas y de su extensión y límites. Recuerdan, asimismo, la edificación de su iglesia y el bautizo del pueblo con el nombre de su santo patrono. Otro rasgo muy acentuado en estos documentos es la insistencia en mantener frescos en la memoria de los jóvenes los riesgos que acechaban a las tierras del pueblo. En este gran esfuerzo de reconstrucción de su pasado, los pueblos indígenas integraron en los Títulos primordiales la vieja memoria oral, las antiguas técnicas pictográficas de sus antepasados, y los nuevos procedimientos legales españoles que legitimaban los derechos a la tierra. El resultado fue la creación de una nueva memoria histórica, la historia del pueblo, centrada en sus derechos ancestrales a la tierra.

Como se advierte, esta memoria ignoraba la historia de la gente que vivía más allá de las fronteras del pueblo. No tenía contacto con los grupos de la misma etnia que habitaban en otros territorios. Apenas sabía algo de la memoria de sus propios dominadores, y era ajena a la de los mestizos que comenzaban a rodear sus pueblos y penetrar sus mercados. Era una memoria irremediablemente volcada hacia sí misma.

Visto del lado de los indios, el saldo de la política colonizadora en Nueva España es sombrío. El programa de los mendicantes de reducir a los indígenas en las misiones, con el fin de catequizarlos y enseñarlos a vivir "en policía", fracasó en todas las regiones donde el modo de vida indígena no había alcanzado el nivel de la agricultura. En 1697, cuando los jesuitas fundaron sus primeras misiones en la península de Baja California, encontraron una población de 41,500 indígenas. En 1768, un año después de la expulsión de la orden de San Ignacio de Loyola, apenas quedaban 7,149. Según Ignacio del Río: "Las islas de litoral interno de la península, en donde vivían originalmente algunos pericués, estaban ya por completo despobladas. La poca población nativa que sobrevivía en la parte sur estaba condenada a desaparecer en poco tiempo debido a la sífilis que infectaba a adultos y niños, hombres y mujeres sin excepción." En toda la parte norte de Nueva España habitada por poblaciones nómadas, ocurrió el mismo fenómeno.

En el centro y sur de la Nueva España, una porción mínima de la población indígena se salvó de las epidemias devastadoras gracias a que era gente experta en las artes agrícolas, y a las Repúblicas de indios, la organización política que les otorgó la tierra y la autonomía para generar sus propias acciones de defensa y autoconservación. Con todo, de una población de más de 25 millones de individuos en 1492, la desastrosa sucesión de epidemias del siglo XVI redujo ese contingente a un millón escaso hacia 1630. La inmunidad que más tarde generaron los indígenas contra las enfermedades europeas, y la disposición de tierras suficientes para producir sus alimentos, aseguraron su rápida recuperación. Hacia 1810 sumaban dos millones y medio de individuos.

Más significativo que la reposición de la población, fue el hecho de que ese contingente humano estaba compuesto por gente física y culturalmente adaptada a las condiciones generadas por la colonización europea. En un sentido antropológico, podría decirse que constituían una población culturalmente mestiza. Este sector indígena transformado por el proceso de aculturación, particularmente el que habitaba el Altiplano Central, el sur y la parte norte entre Querétaro y Zacatecas, junto con las llamadas castas, vino a ser el saldo favorable de los procesos de destrucción que la colonización española impuso a la población nativa. De esta población, transformada por profundos procesos étnicos y culturales, surgió el México mestizo, que más tarde alentaría un nuevo proyecto histórico basado en otras identidades colectivas.

La participación indígena en el escenario nacional

Durante los tres siglos de la dominación española los pueblos indios jamás participaron en movimientos políticos de dimensión nacional. Casi siempre, sus actos de protesta se enfocaron hacia los representantes concretos del poder: encomenderos, justicias, alcaldes, gobernadores, curas o hacendados, y excepcionalmente contra el gobierno o el sistema de dominación. Sus insurrecciones pocas veces rebasaron el ámbito local y nunca el regional. Sus líderes no pudieron saltar el muro de los intereses locales, ni superar los límites de la lengua y la etnia. En los pocos casos en que la insurrección incorporó a individuos de varios grupos étnicos y demandó el derrocamiento del gobierno español, sus motivaciones fueron religiosas, no políticas. La insurrección que tuvo por escenario el pueblo de Cancuc en Chiapas, el movimiento rebelde dirigido por Jacinto Canek, y el movimiento milenarista de Antonio Pérez, coincidieron en la decisión de derrocar al gobierno español, exterminar a los blancos, negros y castas, e instaurar un reino indígena. El ideal de esos movimientos volcados hacia el pasado era crear un reino indígena con exclusión de cualquier otro grupo étnico. La persecución intransigente de esas metas radicales los condujo a una derrota total.

Sin embargo, cuando por primera vez los indígenas participaron en un movimiento político moderno y de dimensiones amplias, su intervención causó un efecto traumático en la memoria de los otros sectores sociales. Esa participación ocurrió durante la revolución de Independencia, bajo los liderazgos de Miguel Hidalgo y José María Morelos. En ese movimiento, el mayor contingente de los ejércitos fue indio o de ascendencia indígena. Las primeras demandas sociales asumidas por los líderes de la revolución provenían del sector indígena y popular: supresión del tributo, restitución de la tierra indígena usurpada, abolición del sistema de castas, igualdad de derechos. Los efectos de este movimiento en la memoria histórica del país fueron profundos e irreversibles. Su manifestación multitudinaria en diversas zonas, su duración y la intervención decisiva que en él tuvieron los indígenas y campesinos, hicieron de este movimiento la primera rebelión de carácter popular que sacudió a la Nueva España y al continente. Esa irrupción masiva y violenta impuso la presencia indígena en el ámbito nacional, desde la capital hasta el último rincón del territorio.

Una de las primeras consecuencias de la presencia indígena en la insurgencia fue la resurrección política de su pasado. En Nueva España, como en los otros virreinatos del sur del continente, el principio de que "ningún pueblo tiene derecho para sojuzgar a otro" sustentó la rebelión contra el gobierno español. En México, sin embargo, este principio tuvo una connotación particular. Al término del movimiento emancipador, "Méxicose proclamó una nación libre y soberana, pero se definió como una nación antigua, anterior a la conquista española que la había sojuzgado". No se trataba entonces de una nación que nacía con el movimiento insurgente, sino de una cuyas raíces se hundían en un pasado remoto y propio. Por ello decía el Acta de Independencia que la nación había "recobrado el ejercicio de la soberanía usurpado". Así, para quienes consumaron la Independencia, la nación liberada era la antigua nación azteca que había sido conquistada por las huestes de Hernán Cortés. Como se advierte, esos argumentos aludían a una nación mítica, pues los aztecas o mexicas nunca constituyeron una nación en el sentido moderno de esa palabra, ni la organización política que edificaron comprendía al conjunto de los grupos étnicos presentes en el momento de la Conquista.

Sin embargo, la idea de la antigua nación india tenía raíces tan profundas que se instaló con fuerza en el imaginario colectivo de criollos, mestizos e indios. Con la publicación en 1784 de la Historia Antigua de México de Francisco Xavier Clavijero, los criollos habían dado un paso decisivo en esa dirección: esa obra fue la primera que asumió el pasado indígena como origen de la patria criolla. Miguel Hidalgo unió a esa recuperación orgullosa del pasado nativo otro símbolo que combinaba antiguas resonancias mesoamericanas con la religiosidad cristiana: la Virgen de Guadalupe. José María Morelos refrendó ese impulso cuando hizo grabar en el centro de la bandera insurgente el emblema de la fundación de México-Tenochtitlan: el águila parada sobre un nopal y devorando una serpiente. De este modo, cuando Agustín de Iturbide proclamó la consumación de la Independencia en 1821, esos símbolos, internalizados en el imaginario indígena y popular, estuvieron presentes en el gesto emancipador y lo convirtieron en la primera fiesta común celebrada por los diversos y contrastados componentes de la nación.

Así, desde su primera manifestación en las proclamas insurgentes hasta su encarnación en el documento constitutivode la nueva república, pasando por sus símbolos más representativos, el proyecto histórico que surge de la Independencia tiene un contenido profundamente indígena y popular. No fue, como afirmaban los antiguos manuales de historia, un movimiento inspirado principalmente en el pensamiento ilustrado y moderno, sino una mezcla de mitos ancestrales, pulsiones patrióticas tradicionales y símbolos religiosos de identidad, confundidos con el proyecto de crear una nación y un Estado modernos.