La Jornada Semanal, 8 de diciembre de 1996
Ramón del Valle-Inclán y Alfonso Reyes fueron
contertulios del café Regina, en Madrid. En este sitio, el
escritor gallego solía tomar su Cherry Brandy, manifestar su
odio contra el diario El Sol, dibujar con su índice
derecho sobre las cubiertas de mármol de las mesas, declararse
místico ("es decir, hereje") y referirse al misterio
evangélico del Parácleto o del Paráclito.
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El cincuentón y famoso Valle-Inclán, quien abandonaba su modernismo en pos de su etapa pre-esperpéntica, y el treintañero exilado Alfonso Reyes tenían otro punto de contacto además de la literatura: su recuerdo de México. Como Valle-Inclán había estado en nuestro país entre abril de 1892 y marzo de 1893, le confesó al secretario de la comisión mexicana, Francisco del Paso y Troncoso, que México le abrió los ojos y lo hizo poeta y que decidió venir porque "México se escribe con X".
También recordaba con exagerada simpatía al general Sóstenes Rocha, no por su carrera militar y oficial durante el porfiriato, sino porque se embriagaba con aguardiente mezclado con pólvora, para después cabalgar con su cara de león.
Y si volviera usted a México y lo encontrara igual, lo amaría usted así? le preguntó Reyes.
Sí respondió lacónico.
Y si lo encontrara completamente cambiado? inquirió de nuevo Reyes.
También lo amaría, también sentenció finalmente.
El regreso de Valle-Inclán a Pontevedra puso fin al encuentro de ambos. Sin embargo, en 1920, a raíz de la publicación de Divinas palabras, "tragi-comedia de aldea", Alfonso Reyes, ya para ese año ascendido a segundo secretario de la Legación de México en España, dio a conocer el artículo titulado "La parodia trágica", en donde ya ofrece algunas claves para entender a los personajes esperpénticos que aparecen en la pieza. La nota, que se publicó en el diario madrileño El Sol, sin duda agradó al escritor español y fue determinante para que posteriormente aceptara de nuevo embarcarse rumbo a México a mediados de 1921.
En septiembre de aquel año se cumplirían los cien años de la Consumación de la Independencia de nuestro país. El presidente Álvaro Obregón, tan sólo con diez meses en el poder y deseoso de refrendar el reconocimiento internacional, organizó precipitadamente unos festejos similares a los que realizó Porfirio Díaz en 1911, con el propósito de impresionar a la opinión pública norteamericana y sobre todo a su gobierno, que no reconocía al mexicano por su política petrolera, adversa a los intereses estadunidenses.
El encargado del acto fue el carrancista Alberto J. Pani, secretario de Relaciones Exteriores, auxiliado por Aarón Sáenz, Genaro Estrada y el pequeño Comité del Centenario. La comisión invitó a los representantes diplomáticos de Europa e Hispanoamérica, además de dos escritores célebres: el colombiano José Eustasio Rivera y el español Ramón del Valle-Inclán.
A mediados de 1921, Alfonso Reyes realizó la invitación a Valle-Inclán, quien por esos días estaba en San Sebastián. Le telegrafió a Puebla de Carmiñal, donde estaba afincado, para invitarlo como huésped de honor a las fiestas del Centenario.
Reyes tenía el vago temor de que no aceptara, porque supuestamente estaba ya anclado en el ambiente familiar y entregado a los placeres aldeanos de su Galicia. Sin embargo, Valle-Inclán aceptó emocionado viajar de nuevo a México. Para anunciar públicamente este suceso, en agosto de ese año, Alfonso Reyes publicó en El Sol sus "Apuntes sobre Valle-Inclán". Al final de su nota lo definía como el "mejor amigo de México", por lo que le deseaba "gratos los cielos y el suelo de Anáhuac", y del "entresuelo nada digo". Posiblemente, Reyes se refería a sus aventuras con la marihuana en su primera estancia mexicana, detectables en tres poemas de La pipa de Kif (1919), y quizá previendo las que iban a sucederle.
El septiembre de 1921, Ramón del Valle-Inclán arribó a la capital, y al parecer se hospedó en el hotel Regis durante su estancia en la ciudad de México. Inmediatamente, un pequeño grupo de intelectuales, encabezados por el dominicano Pedro Henríquez Ureña y Daniel Cosío Villegas (presidente de la Federacion Nacional de Estudiantes), llevaron a Ramón del Valle-Inclán a conocer al presidente Álvaro Obregón, quien al igual que el escritor era manco pero del brazo derecho.
En Palacio Nacional, el escritor español y el presidente Obregón (cuyo escritor preferido era el colombiano José María Vargas Vila, a quien enviaba mensualmente 400 dólares) se conocieron en una situación no muy grata. Al saludarse, el mandatario le extendió la mano izquierda pero sin descubrirse, mientras que Valle-Inclán hizo lo mismo pero quitándose el sombrero. El novelista hizo visible su disgusto, por lo que Obregón inmediatamente explicó:
"Aun los mancos tenemos técnicas distintas: usted se descubre primero y después tiende la mano, mientras que yo tiendo antes la mano y en seguida me quito el sombrero. Lo importante es, sin embargo, que las manos se estrechen, antes o después, pero que se estrechen."
Contrario a su temperamento, don Ramón no hizo ningún comentario, pero al despedirse volvió a extender su mano conservando puesto el sombrero. Al parecer fue en esa ocasión que el Presidente le obsequió y dedicó su mamotrético libro Ocho mil kilómetros en campaña, sus memorias militares escritas "fuera de toda la jurisdicción literaria" y que había publicado cuatro años antes.
Su frío encuentro con Obregón señala sin duda el desdén por los actos oficiales del carnavalesco Centenario de la Consumación de la Independencia. Por ello, Valle-Inclán habilitó los pasillos del hotel Regis, más allá de la medianoche, para presumir que a finales del siglo pasado había sido sargento del ejército mexicano a las órdenes del general Sóstenes Rocha, "aquel que mordía los vasos al beber". Hizo tertulia con el polígrafo hondureño Rafael Heliodoro Valle, con el escritor costarricense Ricardo Fernández Guardia y con Raúl Porras Barrenechea,el biógrafo de Lima que después descollaría como político en su país. Comió en el restaurante Los Monotes, propiedad de un hermano del muralista José Clemente Orozco, y cenó con los pintores mexicanos Roberto Montenegro y Jorge Enciso, acompañados por Raúl Porras, para quien los chistes de Valle-Inclán eran un "manjar imponderable", disertando sobre las "cosas estupendas" de España y de América.