Tras 12 años de vivir bajo un estatus legal poco claro, la Secretaría de Gobernación ha puesto en marcha un plan de estabilización migratoria dirigido a los 30 mil refugiados guatemaltecos que viven en Campeche, Chiapas y Quintana Roo. Esta resolución ha
suscitado comentarios de diversa índole en torno a una pregunta recu-rrente: ¿por qué los refugiados no regresan a su país?
Antes que nada, es necesario señalar que 30 mil así lo hicieron. Desde 1985 los índices de repatriación aumentaron, hasta llegar a su cúspide en 1995. A partir de entonces, las cifras han disminuido conforme avanzan las negociaciones de paz al sur de nuestra frontera. Si bien los retornos masivos no parecen contar con el mismo entu-siasmo por parte del gobierno guate-malteco, apegarse a esta lógica explicativa sería, en el mejor de los casos, poco objetivo. Las razones que fundamentan el deseo de permanencia e integración de miles de refugiados -sin soslayar el hecho de que más de 50 por ciento de la población refugiada es menor de 14 años y, por lo tanto, nacida en México- son mucho más complejas y profundas.
Es necesario entender que no estamos hablando de trabajadores migratorios, que se internaron en México con fines económico-laborales. Tampoco de campesinos que buscan diluirse en la corriente de mano de obra ilegal que fluye hacia Estados Unidos.
Estamos hablando de personas que tuvieron que dejar atrás pertenencias, tierra, patria y familia con tal de salvar su vida. Personas que perdieron todo, que fueron testigos de la destrucción de sus pueblos y de la muerte de su gente como consecuencia del combate gubernamental a una de las gue-rrillas más incansables de nuestro hemisferio. Como tal, se trata de personas que, de un día para otro, carecieron de toda referencia, en especial aquella que es la médula del campesino: el vínculo con la tierra.
La mayoría de los refugiados pasaron largas temporadas internados en la selva, antes de llegar a Chiapas. Una vez en México, el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) y la Comisión Mexicana de Ayuda a los Refugiados (Comar) les proporcionaron la asistencia necesaria y después los reubicaron, por motivos de seguridad, en los estados de Campeche y Quintana Roo. Esta dinámica contribuyó a la erosión que el paso del tiempo causó en la liga de los refugiados con respecto a su tierra natal.
Hoy día, 14 años después, la mayor parte de los refugiados que aún permanecen en México anhelan no tener que volver a establecerse en un nuevo entorno una vez más. El largo refugio les devolvió, aunque de manera parcial, la certeza que la persecución y el aniquilamiento les habían sustraído. Han reconstruido sus vidas y han luchado por la oportunidad que, en sus palabras, sus ``hermanos mexicanos'' les brindaron. El profundo agrade-cimiento a la solidaridad espontánea de nuestros campesinos y a la asistencia de ACNUR y Comar se ha convertido en la referencia inmediata de gran parte de ellos. Los años de reconstrucción emocional y material vividos los ha vinculado, de manera directa, con nuestro país.
En concordancia con estos aspectos, México ha dado paso a la integración legal de los refugiados guatemaltecos. Esta solución, que no tiene precedentes, no sólo confirma la tradición de asilo de nuestro país. Su lógica explica, precisamente, aquellas razones que han vinculado a los refugiados guatemaltecos con México.
* Voluntaria de ACNUR en Maya Tecún, Campeche